Un auto imaginario está en el espacio,
aparece un ser pintoresco (Augusto Alza), algo así como un arlequín, que nos
anuncia lo que va a suceder. El artista tiene una corporalidad llamativa, sus
movimientos son eufóricos y su voz despierta nuestra atención. La acción
empieza: hay una pareja de novios que va desarrollando su vida frente a
nuestros ojos, en el auto, todo sucede en el auto, empezamos de nuevo, es la
consigna. Esto me hace reflexionar sobre la posibilidad que tiene el hombre de
darse una segunda oportunidad o tal vez una tercera o una cuarta, las
situaciones no pueden ser tan estáticas; en fin, tener la posibilidad de parar
el tiempo y de retroceder para ir al momento preciso donde cometimos el error
que nos arrastró hacia el vacío, o hacia varios malos entendidos es un regalo
maravilloso, que solo el teatro nos puede dar.
La actriz Nazaret Ortiz manejaba muy bien
la tensión, la forma de expresar su parlamento era espontánea y coordinaba muy
bien con su acompañante de escena Moroni Espinoza, que tenía otra construcción
de carácter, el que andaba motivado o guiado por el arlequín, aunque al parecer
podía tener influencia en ambos, tanto en la chica como en el chico; pero en el
inicio la labor fue con el joven, lo detenía, lo asustaba, lo recriminaba, le
decía cómo debe hacer las cosas, cómo expresar sus intenciones, esta situación
se tornaba divertida al poder imaginar cómo sería nuestra vida si tuviéramos la
capacidad de detener el tiempo.
El escenario sencillo, las cualidades de
los intérpretes era suficiente para generar la existencia de esta historia, las
luces también sencillas, todo sobrio pequeño, se le dio mayor importancia a los
artistas, que se desenvolvieron muy bien con su interacción y sus capacidades
dramáticas. Es más valioso rescatar que daban varias funciones por noche, un
juego muy dinámico donde la historia se repite, el tiempo se detiene y se
corrigen los errores o desaciertos en nuestra vida, una cuestión que provoca mucha
reflexión.
Moisés Aurazo
10 de mayo de 2025
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