Un rito de sangre, memoria y sanación
En Mi madre se comió mi corazón, Kintu Galiano nos hace viajar a un espacio donde la maternidad, el deseo, el trauma y la herencia emocional se entrelazan como una danza ritual. La obra escarba en lo más íntimo con un lenguaje corporal cargado de símbolos, donde todo se transforma en metáfora y el cuerpo es un campo de batalla y de altar, de reclamos y perdones, de hacer honor a la que nos da la vida pero también dolor.
La propuesta escénica es austera pero profundamente simbólica, lo que permite que toda la tensión recaiga en la actuación. Una silla, un chal tejido de heridas, un escenario con maskin tape blanco. Y es precisamente ahí donde brilla con intensidad Vania Accinelli, en una de sus interpretaciones más conmovedoras y complejas. Su entrega es absoluta: la fisicalidad que logra en escena no solo impresiona, sino que estremece. Cada gesto suyo parece dictado por una memoria corporal ancestral. Accinelli transita con maestría por estados extremos —la furia, la vulnerabilidad, la ternura más cruda— sin caer en el exceso ni la caricatura. Su cuerpo, a ratos animal y a ratos herida abierta, sostiene la dramaturgia como una columna viva.
Galiano propone una dramaturgia donde más que contar una historia, la invoca. Los tiempos no son lineales, los vínculos no son seguros, y la palabra está expuesta a ser desgarrada. La dirección apuesta por una experiencia sensorial y emocional antes que narrativa, lo cual puede desafiar al espectador acostumbrado a estructuras más convencionales. Pero quien se deje llevar por ese trance teatral encontrará en esta obra una catarsis oscura y luminosa a la vez. Eventualmente, el texto puede dar la sensación de caer en algunas repeticiones, pero la actuación luminosa y visceral de Acchinelli logra que ese detalle se desvanezca. Su presencia sostiene, renueva y da capas a cada palabra, haciendo que incluso lo reiterativo cobre nuevos matices.
El trabajo conjunto entre dramaturgia y actuación encuentra su punto más alto en una escena de confrontación directa con el pasado, donde la maternidad se revela tanto como potencia creadora como amenaza devoradora. Allí, el título de la obra cobra un sentido desgarrador.
Mi madre se comió mi corazón no es una obra cómoda, pero sí profundamente necesaria. Es teatro que no pide permiso, que incomoda para despertar, que exige una entrega tanto del escenario como del público. Y en el centro de ese huracán emocional está Accinelli, en estado de gracia, recordándonos que la actuación también puede ser un exorcismo.
Porque sanar hacia atrás es también un acto de amor hacia adelante.
Una obra para el Perú, pero también para el mundo. Porque la herida es común, y la sanación, necesaria.
Alejandra Sierralta
1º de mayo de 2025
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