Necesario ejercicio de memoria
Si hay una característica que sobrevuele
toda la producción dramatúrgica de Arístides Vargas, esa tiene que ser el
ejercicio de la memoria. Nacido en Argentina, pero residente desde hace muchos
años en Ecuador debido al exilio del que fue víctima en 1975, el director del
emblemático colectivo Malayerba se ha convertido en uno de los dramaturgos
latinoamericanos más recurrentes, gracias a unos textos (muchos de ellos autobiográficos
y originados por experiencias traumáticas, como él mismo menciona), que
combinan con maestría la crítica más ácida hacia una sociedad con crisis de
identidad, los personajes demasiado propensos al olvido y que tropiezan una y
otra vez con la misma piedra, los entrañables toques de lirismo y el siempre
bienvenido humor negro que hace más digerible el choque emocional al vernos
reflejados en el escenario.
La caótica situación política, económica y
social que venimos sufriendo desde hace décadas en nuestro castigado país se
convierte (lamentablemente) en el contexto ideal para que sus obras alcancen
gran trascendencia y pertinencia, en sus diversas e interesantes temporadas profesionales
en salas limeñas, que de acuerdo a sus años de estreno fueron las siguientes: La razón blindada (2011), en la que dos
presos políticos se reúnen todos los domingos para dramatizar la inmortal
historia del Quijote; y El deseo más canalla (2012), en una versión adaptada, con poetas deambulando por un
teatro, huyendo de su realidad y entregando al público imágenes tan chocantes
como estilizadas; ambas producidas por el colectivo Panparamayo Teatro. La significativa
Nuestra Señora de las Nubes, presentada
por el propio grupo Malayerba (2014) y por el colectivo Los Llaqtas (2017), en
la que un hombre y una mujer, ambos exiliados, se encuentran por casualidad en
una tierra extraña, se conocen, se hacen amigos y se dan cuenta que los dos
provienen del mismo lugar. Espalda de Bogo presentó la discreta Malanoche (2014), montaje en el que una fantasmal
figura femenina deambula tristemente en una cantina de medio pelo, relatando
sus penas y además, su trágico final. También se estrenó La muchacha de los libros usados (2016) en el Teatro Ricardo Blume,
que narraba la historia de una niña vendida por su familia a un coronel del
ejército para casarse con él, y con la promesa de no consumar el matrimonio
hasta que ella tenga su primera menstruación.
Por su parte, la perseverante Asociación
Cultural La Vale, dirigida por Michael Joan, se ha caracterizado por
involucrarse de lleno en el universo de Arístides, con tres recordados montajes
que le hicieron justicia al autor, cuando trasladaron con coherencia sus textos
al escenario, pero sin perder cada espectáculo su propia personalidad. Así, se
estrenaron La República Análoga
(2014), obra coral en la que un puñado de intelectuales postula diversas
ideologías para conformar un utópico país libre de injusticias; La Edad de la Ciruela (2014), nostálgica
historia en la que dos hermanas recuerdan tiempos pasados, mientras el tiempo
avanza inexorablemente; y Ana, el Mago y el Aprendiz (2015), estilizada puesta en escena en la que los personajes del
título se enfrascan en la insólita búsqueda del esposo desaparecida de la
primera.
Valga esta dilata introducción para iniciar
la reseña de la última apuesta de la Asociación Cultural La Vale para este año;
y si bien es cierto, dicho montaje no fue escrito por Arístides, él sí estuvo previsiblemente
involucrado en la asesoría en dramaturgia: Entre
colinas y senderos, feliz resultado escénico escrito, dirigido y
coprotagonizado por Joan, aplicado alumno de Arístides, se presentó en el Teatro
de Lucía en Miraflores y haciéndole honor a su maestro, se convirtió en un
honesto y contundente ejercicio de memoria, en este caso, de la atroz guerra
civil que azotó a nuestra nación y que la generación actual acaso pareciera
desconocer. En escena, aparecen víctimas y victimarios, culpables e inocentes,
terroristas y militares; es decir, los desdichados protagonistas de aquella
sangrienta lucha sin cuartel, en medio de discriminación, miedo, violencia y
corrupción, retratados con total honestidad y desparpajo.
En la puesta en escena, así como en las anteriormente
mencionadas del colectivo La Vale, se privilegia la historia y la actuación
sobre cualquier artilugio en el espacio. Entre
colinas y senderos se vale de un par de sillas, un mueble que sirve como
mesa y gaveta a la vez, y telones en tonos ocres y claros, para involucrarnos
en tres hilos narrativos, bien estructurados y definidos, interpretados por
solo dos actores, quienes se desenvolvieron en tres personajes cada uno,
alternándolos en cuestión de segundos y con el apoyo de precisos elementos de
vestuario. El tamaño de las dos pequeñas cerámicas artesanales colocadas a
ambos lados del escenario, que representaban viviendas de nuestra serranía,
parecían simbolizar la verdadera importancia que le dio (o da) la población
limeña a los crueles y salvajes martirios que padecieron nuestros compatriotas
en provincia, por parte de los senderistas y las tropas militares por igual.
Tres historias que, luego de una exhaustiva
investigación realizada por Joan, resumen en buena cuenta todo el dolor, el
sufrimiento y la injusticia que se vivió en aquella época, sin dejar de lado el
toque de sarcasmo característico de Arístides, en perfecto equilibrio
dramático. Dos hermanos ayacuchanos, Aurora y Washington, secuestrados e
instruidos por Sendero Luminoso para cometer actos terroristas; una atribulada
pareja de esposos: él, un ex integrante del grupo Colina responsable de
múltiples delitos por encargo y ella, la hija del comandante general del Ejército
enfrascada en la búsqueda de su propia verdad; y el mismísimo comandante
general, que busca solo enriquecerse y no cumplir con su función para con la
patria, junto a su esposa, la típica mujer superficial, capaz de soportar
ciegamente las mentiras y el machismo de su esposo, con tal de no perder el
confort con el que vive.
La construcción de los personajes más
trágicos resulta compleja y desgarradora. Aurora es una valiente adolescente,
víctima de atroces abusos durante la guerra, que busca proteger a toda costa a
su hermano menor Washington, quien representa lo único que le queda en la vida;
mientras que este es un niño, que dentro de su ingenuidad infantil trata de
entender por qué le tocó estar dentro de este conflicto armado, en el que lo va
perdiendo todo progresivamente, mientras anhela estar con su madre una vez más.
Por otro lado, la hija del comandante no puede ver a su padre de frente, es por
ello que aplaca su frustración con su arrepentido esposo; ambos cargan la culpa
de un gobierno corrupto y terminan siendo tan culpables como víctimas. La
necesaria cuota sarcástica, pero que deja entrever la profunda injusticia y
egoísmo de los altos mandos del poder, vino representada por el comandante y su
esposa, caricaturas de trazo grueso regodeándose ante el resto, dedicados en
cuerpo y alma a la corrupción y al individualismo en el peor sentido de la
palabra. Ese humor se manifiesta como una forma de reivindicar la risa como
efecto sanador de tanto dolor.
La dinámica propuesta debía ser resuelta en
el espacio, evidentemente, por dos
actores con recursos. En ese sentido, el reto asumido por el mismo Joan, al
lado de su musa inspiradora y compañera Claudia del Aguila, no les quedó
grande; al contrario, solo dos intérpretes comprometidos, honestos y versátiles
como ellos pudieron llevar a buen puerto semejante empresa. La dirección de
Joan, con la asistencia de Claudia Rúa, intercala exitosamente y con fluidez las
historias temporalmente en el mismo espacio escénico. Si bien es cierto no
necesariamente es la misma elipsis de tiempo en cada pareja, Joan apuesta por
considerar una unidad temporal única, ya que la memoria recuerda hechos y
tiempos, pero en una misma instancia. Y es que resulta evidente que si bien no
podemos cambiar el pasado, sí es necesario reflexionar desde el presente para
mejorar el futuro.
Entre
colinas y senderos se ubicó entre las mejores
propuestas independientes recientes que lograron retratar el profundo dolor que
ocasionó la lucha interna en nuestro país y que sirvieron, cada una a su
particular manera, como oportuna reflexión para sus espectadores. Así, por
citar algunos ejemplos, resultaría pertinente destacar La eternidad en sus ojos (2013) y Cómo crecen los árboles (2014), ambas de Eduardo Adrianzén; la
primera, una entrañable historia de amor en medio de una Lima azotada por
explosiones de coches bombas, dólares MUC e hiperinflación; la segunda, con la
sorpresiva irrupción del terror dentro de una familia acomodada, a través de la
revelación de la empleada del hogar; La cautiva (2014) de Luis Alberto León, que
nos llevó hasta un tétrico depósito de cadáveres en el Ayacucho de 1984, en
donde yacía una muchacha ultrajada por una tropa; y La humilde dinamita (2016) de Marbe Marticorena, en donde fuimos
testigos de la desgarradora historia de dos hermanos que terminaron
involucrados en actos de terrorismo.
La Asociación Cultural La Vale, con la
producción ejecutiva de Rodrigo Rodríguez, consigue con Entre colinas y senderos un sólido y contundente montaje con un
claro mensaje de reflexión nacional. Y tal como lo menciona Joan en el programa
de mano, su propia responsabilidad como artista escénico es la de “contar el daño inmenso que le hizo a
nuestro Perú una ideología asesina y el abuso de poder de un gobierno
desmesurado, para que no se repitan los crímenes cometidos durante el conflicto
armado interno”. Y a pesar de tener como creador a Joan, el ejercicio de la
memoria, que le es tan importante al maestro Arístides, sí que sobrevuela también
sobre Entre colinas y senderos. Una
memoria que es tan frágil para los peruanos, pero que a la vez es tan necesaria
para empezar a transitar de una vez por todas por otros caminos, esquivando
aquellas colinas y senderos que puedan extraviarnos del rumbo correcto, y que
nos lleven a nuestro destino final, que es el de tener un futuro mejor.
Sergio Velarde
5 de agosto de 2018
(Texto escrito para publicación de la ENSAD)