Sucede algo con las obras dirigidas por Chela De Ferrari.
Visualmente intachables, estéticamente brillantes y con actuaciones por encima
del promedio, sus montajes no logran producir, con la frecuencia deseada, ese
ansiado efecto en los espectadores: conmovernos al 100% para aplaudir de pie.
Por supuesto, sería mezquino no reconocerle a De Ferrari sus picos más altos y
excepciones a la regla (El avaro, La celebración y tal vez algún montaje
más), pero ser considerada por algunos críticos como “la mejor directora de
teatro del Perú” resulta una opinión bastante sobrevalorada. Sus enormes
méritos quedarán grabados en el recuerdo, es cierto, pero no podemos olvidar
como desaprovechó obras capitales como Un tranvía llamado Deseo de Tenessee
Williams o María Estuardo de Friedrich von Schiller, en las que puso en
evidencia ciertas carencias en la dirección de actores, que impidieron lograr
personajes que calaran hondo en el público y elevaran dichos espectáculos a un
nivel superior.
El beso de la mujer araña de Manuel Puig constituye un gran reto para la directora: una pieza que es en realidad un largo diálogo entre dos presos en un calabozo durante la dictadura argentina de los años setenta: un joven activista político llamado Valentín (Rodrigo Sánchez Patiño) y un romántico homosexual llamado Molina (Paul Vega). Hay que destacar que De Ferrari optó por no presentar la versión musical de la pieza en Broadway con la sensacional Chita Rivera (con música y letra de los míticos John Kander y Fred Ebb) o una adaptación de la notable película de Hector Babenco de 1985 con la sensual Sonia Braga (con Oscar incluído para William Hurt como Molina). Una arriesgada decisión que deja en los dos actores protagónicos la total responsabilidad del éxito o fracaso del montaje.
Sorprende la madurez actoral de Paul Vega, quien logra niveles de perfección difíciles de superar como el entrañable Molina, muy preciso, muy natural y con un carisma envidiable. Rodrigo Sánchez Patiño como Valentín, muestra ciertamente sus enormes progresos, pero sus limitaciones quedan al descubierto teniendo a un descomunal compañero de escena: sus motivaciones políticas y sus amarguras a causa de un amor perdido no logran tener la misma trascendencia que los relatos cinematográficos de Molina. Toda la puesta en escena (luces, sonido, escenografía, vestuario), como era de esperarse en un montaje de De Ferrari en la Plaza ISIL, es de una pulcritud extrema y a ratos exagerada, tratándose de una celda de un oscuro calabozo y que no produce esa sensación de aislamiento que castiga a los personajes. Y es que la estética gana una vez más en este montaje, que bien pudo haber sido una experiencia inolvidable. El beso de la mujer araña no es un extraordinario espectáculo, pero sí un nuevo triunfo estético para De Ferrari.
Sergio Velarde
29 de noviembre de 2008