viernes, 18 de septiembre de 2020

Crítica: PEQUEÑOS HÉROES


Lo último que muere

“El que se siente patriota, el que cree que pertenece a un país es un tarado mental. La patria es un invento. (…) Lo único que yo te digo es que cuando uno tiene la chance de irse de Argentina la tiene que aprovechar. Es un país donde no se puede ni se debe vivir, te hace mierda. Si te lo tomás en serio, si pensás que podés hacer algo para cambiarlo, te hacés mierda. Es un país sin futuro, es un país saqueado, depredado y no va a cambiar. Los que se quedan con el botín no van a permitir que cambie.”

Martín (Hache), de Adolfo Aristarain (Argentina, 1997).

Radio Teatro “Artistas Peruanos Independientes” es una joven agrupación artística nacida durante la presente crisis sanitaria, y quizás a consecuencia de ella. Ellos mismos se definen como “un espacio virtual que reúne a un colectivo de artistas escénicos, directores y dramaturgos de diversas regiones del Perú con el fin de difundir el teatro en las plataformas digitales”. Con los bríos de su juventud, ellos se lanzaron al ruedo con un reto inmenso: llevar a la escena virtual Pequeños héroes, colosal texto del dramaturgo nacional Alfonso Santistevan.

Sobre la obra en sí no hay mucho más que decir fuera de lo que la propia agrupación menciona en su nota de prensa, que incluso recoge una sinopsis escrita por el maestro Ernesto Ráez. Es un texto dramatúrgico tan maravilloso como complejo, escrito en el fragor del sálvese quien pueda que fueron los años ochenta en el Perú. Si su lectura ya demanda una considerable dosis de concentración para no perdernos de la filigrana en sus imágenes y descripciones, su escenificación requiere de esfuerzo mayor, ya no solo del público, sino (y sobre todo) de los ejecutantes responsables. No es fácil mantener la atención del respetable durante un poco más de la hora y media con un texto como el de Santistevan. Y si esto ya es reto suficiente en un montaje escénico presencial, el riesgo que involucra su montaje en la virtualidad, que nos ha acostumbrado a formatos de 30 minutos o menos, es intimidante. En ese sentido, la valentía que exhibe Radio Teatro al asumir un reto de estas proporciones como opera prima es, por decir lo menos, admirable.

La propuesta escénica de la directora Ysabel Saldarriaga es, en general, acertada. A través de la  plataforma de Joinnus, la imagen de los actores se muestra en un formato de cuatro cuadrículas contiguas. La iluminación de cada cuadrícula guarda correspondencia con el estado de los personajes: Emilia y sus recuerdos se mueven en un espacio iluminado, mientras que los fantasmas son apenas rostros en medio de la penumbra. Esta convención es sumamente útil para el espectador, que debe enfocar su atención principalmente en el intrincado texto. En cuanto a los recuerdos de Emilia, la obra sugiere que este personaje, una maestra nonagenaria, evoca y dialoga con sus recuerdos. La propuesta de Saldarriaga fue más allá y plantea estos recuerdos a modo de flashbacks que exigen a la actriz cambiar rápidamente de apariencia para rejuvenecer y envejecer ante la cámara. En nuestra opinión, sin embargo, estos cambios resultan innecesarios, ya que en el mismo diálogo y gracias a la convención de la iluminación antes explicada, el espectador entiende que lo que está viendo es un recuerdo de Emilia. Más bien, estas transformaciones raudas terminan siendo distractoras y merman la experiencia teatral.

El trabajo actoral en esta propuesta demanda distintos niveles de esfuerzo. Quizás sea por esta razón que el trabajo de Juan Carlos Díaz destaca. El personaje del Padre es un regalo: la componente casi humorística que este personaje le confiere a la obra es aprovechada al máximo por Díaz, que dosifica con solvencia la severidad con el humor. Esto, sin contar con la inmensa ventaja que le confiere tener el peso actoral que se requiere para esta interpretación. El trabajo de Miguel Soriano es, en general, correcto y tiene una gran dosis de verdad. Encarna de forma realista al hombre que se sabe traidor de sus propios ideales, sin apelar al dramón o a la exageración. Nelson Morales también parece haber trabajado sobre una base realista para construir a Rubén, el último alumno de Emilia, que se vuelve senderista. Sin embargo, en este caso, la mera realidad del hacer en escena no es suficiente. En nuestra opinión, la construcción de su personaje adolece de aquello que se veía tan claramente en esa juventud tristemente captada por Sendero Luminoso en la década del ochenta: la cruda fuerza del fanatismo enceguecido. El Rubén de Morales tiene el conflicto del muchacho bueno que se duele por dejar a Emilia y descartar sus esperanzas en la educación, pero no percibimos esa transformación que deriva en la mirada de vidrio del fanático irracional. Natalie Tomapasca tiene, qué duda cabe, el reto más grande: interpretar a la nonagenaria Emilia. La anciana que, en el ocaso de su vida, se siente vencida en su lucha como educadora, pero que, dentro de sí, encierra una vitalidad vibrante. Como el mismo personaje describe, un amor empecinado. Emilia es una fuerza de la naturaleza apenas contenida en una frágil cáscara. Ella es, pues, la esperanza. Tomapasca, que a lo sumo cuenta con treinta y poquísimos años, hace un esfuerzo notable por aumentarse la edad a través de su interpretación, y logra hacerlo en cierta medida, pero sin alcanzar la valla altísima que el texto demanda. Esto, lamentablemente, le resta realidad a su trabajo. Pese a ello, hemos visto en la suya una interpretación interesante, capaz de mantener viva nuestra atención.

En su conjunto, consideramos que este montaje de Pequeños héroes constituye un esfuerzo muy importante y ambicioso por llevar a la virtualidad un texto del calibre del de Santistevan, pero que no llega a estar a la altura del mismo por razones que tienen mucho que ver precisamente con el medio que se ha usado. Sin embargo, se agradece, y mucho, que Radio Teatro se haya aventurado a presentar una obra tan vigente como esta. En un país como el Perú de hoy, sumergido en una crisis sanitaria, económica y política sin precedentes, ad portas del bicentenario del ideal republicano, provoca plegarse al devastador monólogo citado líneas arriba, interpretado por el inolvidable Federico Luppi en Martín (Hache). La Patria es un invento, un verso y una trampa. O quizás aún no lo es, gracias al trabajo invisible y al amor empecinado de los pequeños héroes (los de verdad) que caminan sobre esta tierra. Al final de cuentas, lo último que muere es la esperanza. Quizás haya alguna para nosotros.

David Huamán

18 de setiembre de 2020

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