sábado, 30 de mayo de 2015

Crítica: EL TIEMPO DE LAS MANDARINAS

Una delicada mirada al universo femenino 

Durante estos primeros meses del 2015 llegó a nuestra cartelera teatral limeña un puñado de interesantes obras que abordó el universo femenino desde distintas ópticas: en Phoenix, volver a empezar, la protagonista debía evaluar las consecuencias de un embarazo no deseado; en Jardín de colores, madre e hija luchaban por la atención de su simpático casero; en Chico encuentra chica, la violencia psicológica contra la mujer cobró notoriedad debido a un amor no correspondido; y en Stop Kiss, dos jóvenes son víctimas de la violencia física por una sociedad machista y represora. A esta lista hay que sumarle El tiempo de las mandarinas, un discreto pero hermoso montaje, dentro de las muestras finales del taller de dirección a cargo de Diego La Hoz.

El texto del argentino Rafael Nofal no renuncia al lenguaje lírico, a pesar del fuerte contenido social y político que desprende. Las mujeres son las absolutas protagonistas de esta historia de desapariciones, de inútiles esperas y de esperanzas perdidas. Organizada a través de escenas en desorden cronológico, la pieza permite que el espectador vaya descubriendo de a pocos el pasado, presente y futuro de las protagonistas, en medio de frescos diálogos mientras saborean deliciosas mandarinas. La puesta en escena recuerda mucho al excelente montaje relacionado con otro fruto: La edad de la ciruela de Arístides Vargas, en el que un trío de destacadas actrices interpretaban múltiples personajes en una historia llena de recuerdos y desencuentros.

Para su debut como director, el comunicador Alonso Chiri no pudo encontrar un mejor trío de actrices: Mayleé Díaz Cachique, Eliana Fry García-Pacheco y Carla Valdivia Roselló interpretan con absoluta convicción los diferentes personajes del drama. Una solitaria banca y unas cuantas mandarinas en el piso son los únicos elementos que necesita Chiri para desarrollar la historia en el íntimo espacio que ofrece la Casa Espacio Libre, además de una sencilla y precisa iluminación. El tiempo de las mandarinas es un nuevo montaje que explora con acierto el universo femenino y confirma a su novel director como un prometedor creador teatral con una gran sensibilidad y estilo por explorar.

Sergio Velarde
30 de mayo de 2015

domingo, 17 de mayo de 2015

Crítica: NOSOTROS LOS BURÓCRATAS

Notable y tardío estreno de visión obligatoria 

Algunos olvidan que Delfina Paredes no solo es una gran actriz, sino también una incisiva dramaturga, capaz de escribir teatro con un alto contenido social que lleva irremediablemente a la profunda reflexión sobre nuestra sociedad. Y es que resultó toda una sorpresa el tardío estreno en la AAA de Nosotros los burócratas, pieza ganadora del Primer Premio del Concurso Nacional de Obras de Teatro TUSM en 1980, dirigido por el nieto de Delfina, Martín Velásquez,  y a cargo del colectivo BUTACA Arte & Comunicación. Todo el sabor del teatro escrito en la década de los ochentas, con trazos gruesos de teatro de denuncia como lo dice uno de los mismos burócratas, no pierde un ápice de fuerza sobre el escenario, interpretado por un elenco, que si bien es cierto resulta demasiado joven para sus personajes, crea acertadamente dicha convención en el público, derrochando gran energía y convicción en sus roles.

Al margen de nuestra opinión sobre la burocracia, el presente montaje nos hará sentir una profunda compasión por los empleados públicos. Ambientada en la Lima de 1979, la puesta en escena de Nosotros los burócratas destila una fuerte influencia brechtiana: jugando con la metateatralidad, vemos en el escenario a un grupo de jóvenes burócratas del Ministerio de Economía y Finanzas antes de empezar su jornada laboral en un día muy particular, pues se anunciarán algunos despidos por parte del gobierno. Ante la petición de un espectador y la autorización del director (que aparecen en escena de una manera tan natural como contundente), descubrimos que los burócratas son también actores, y que se disponen a dramatizar un día de su vida cotidiana, con el propósito de mostrarle al público su verdadera humanidad.

Es este sencillo recurso escénico, que le permite a Paredes escribir en el primer acto pequeños y precisos cuadros, cargados de drama y humor por igual, en los que vemos a cada burócrata y su respectiva familia tomar el desayuno por la mañana. Y resulta sorprendente como en cada pequeña escena vemos en toda su dimensión, la violencia, el machismo, la injusticia, la inestabilidad laboral y el racismo nuestro de cada día. Para el segundo acto, cuando ya sabemos los problemas que acarrea este variopinto grupo de personas, resulta imposible para el espectador no sentirse afectado por el peligro que representa aquel sobre que contiene la carta de despido. Mérito de los actores Herbert Corimanya, Franco Iza, Rocío Montesinos, Miriam Guevara, Fabio Portocarrero, Emily Yacarini, Franccesca Vargas, David Huamán, Paola Chacaltana y Omar Velásquez, el darle la emoción precisa a sus personajes durante la dilatada duración del montaje, que dicho sea de paso, ni se siente. Acaso el mayor mérito de Nosotros los burócratas de Defina Paredes sea el de restregarnos en la cara que, a 35 años de su publicación, nada ha cambiado o muy poco se ha hecho por combatir nuestra equivocada e injusta idiosincrasia. De visión imprescindible.

Sergio Velarde
17 de mayo de 2015

Crítica: NATURALEZA MUERTA

Discreto montaje entre la vida y la muerte 

Naturaleza muerta, pieza escrita por Claudia Sacha, tuvo este año su segunda reposición en el Club de Teatro de Lima, luego de su estreno en el 2008, con el director Carlos Acosta en el Teatro Racional; y en el 2012, con Marco Melgar en el Auditorio del Centro Cultural El Olivar. Ambas puestas en escena mantuvieron el interés en la historia de amor de Andrés y Gabriela, un pintor y su musa, que continúa después de la muerte de esta última en trágico accidente automovilístico. Escrita en tiempo real, la pareja entabla un dilatado diálogo en el que poco a poco se nos van ofreciendo algunas pistas acerca del porqué Andrés sí puede escuchar a Gabriela esta vez, cuando en sus sueños anteriores jamás lo había podido hacer. La respuesta al enigma, que además puede fácilmente adivinarse, no constituye aparentemente el leitmotiv de la obra; si lo es, en cambio, la imperiosa necesidad de no olvidar a los seres queridos cuando estos han partido de este mundo.

El director Paco Caparó, que había puesto a prueba su habilidad creativa con la comedia Kapital, cambia diametralmente de registro, adentrándose en el drama psicológico con toques surrealistas. En ese sentido, acierta en la creación de atmósferas, con una escenografía acorde con el estilo de la pieza y un interesante manejo de luces y sombras chinescas, pertinentes con las emociones que los personajes expresan en los diferentes pasajes de la obra. La eterna incógnita sobre cómo es el más allá le ofrece a Sacha la oportunidad de escribir en el papel algunas líneas que intrigan y sorprenden, escenificadas con mucha corrección.

Para lograr interesarnos en el drama, la pareja de actores debía demostrar no solo un registro histriónico adecuado, sino también química en escena. En ese sentido, tanto Christian Oré como Yasmine Incháustegui (que abandona los roles infantiles de PaloSanto Teatro) resultan impecables en la construcción de sus personajes, haciéndolos creíbles y sinceros. Naturaleza muerta es un discreto y efectivo montaje que aborda temas tan interesantes como la vida después de la muerte, y además, las relaciones sentimentales que se proyectan más allá del tiempo y del espacio, en las que es tan necesario el recuerdo y jamás, el olvido.

Sergio Velarde
17 de mayo de 2015

sábado, 16 de mayo de 2015

Crítica: MÁS PEQUEÑOS QUE EL GUGGENHEIM

Digna muestra del teatro independiente mexicano  

Uno de los referentes obligados del actual teatro independiente mexicano es la obra Más pequeños que el Guggenheim de Alejandro Ricaño, que se mantuvo por cerca de 5 años ininterrumpidos en cartelera. Una ingeniosa pieza que juega con la metatetralidad: dos amigos viajan a España y vuelven derrotados a su país de origen, y luego cuentan en una obra de teatro su propia historia, es decir, aquella de dos amigos que viajan a España y regresan para contar sus aventuras en una obra teatral. Acaso aparente ser complicado el hilo dramático, pero no lo es. Los amigos en cuestión convocan a dos remedos de actores para que les ayuden a estrenar la puesta en escena: un cajero con ganas de ser actor y un albino huérfano; en medio de los ridículos ensayos, nos enteramos de la triste historia personal de cada uno y comprobamos que valores como la amistad y la tolerancia son indispensables para ser felices. La puesta en escena peruana en el Teatro Auditorio de Miraflores, a cargo del grupo Molinos de Viento y del joven Miguel Torres (director de Almendrita y actor en Tres), no deja de tener interés, pero sí tiene algunas carencias que debe corregir para que el montaje final sea redondo.

Para adaptar obras extranjeras a nuestra propia y acaso única y delirante realidad, debe tenerse mucho cuidado, pues se puede crear un gran obstáculo muy difícil de sortear entre el actor y el espectador, para creerse lo que ve en el escenario. Por ejemplo, David Carrillo acertó en su versión peruana de Chico encuentra chica; Diego Lombardi y Norma Martínez prefirieron mantener hábilmente el espacio y tiempo que exigían los textos de Phoenix, volver a empezar y Stop Kiss, respectivamente; y Darío Facal sucumbió al atreverse a colocar el nombre de nuestra ciudad en el título de su versión “limeña” de Madrid Laberinto XXI. Y no es que los nombres de los personajes de Más pequeños que el Guggenheim nos molesten; el problema es que Sunday (Ronie Cuba), Gorka (Alejandro Mansilla), Jam (Sergio Marroquín) y Al (Draco Santos Del Rosario) no se expresan y a veces, no se comportan como peruanos de verdad, delatando el origen azteca del autor.

Sin embargo, Torres se las ingenia para insuflarle un necesario ritmo a las primeras escenas, en las que poco a poco nos acostumbramos a los personajes y se va generando algo de suspenso, conforme avanzan los atípicos ensayos. El clímax de la puesta en escena (y acaso su mejor secuencia) es la del estreno de la obra dentro de la obra, con los actores disfrutando a sus anchas luego de un algo dilatado primer acto. La química del elenco se hace notar, regalándonos algunos divertidos y también conmovedores cuadros. La pieza de Ricaño no le quedó grande a Torres, si comparamos al descomunal Museo Guggenheim de España con los personajes de Sunday y Gorka, pero sí es necesario que el director revise cuidadosamente el texto, para que Más pequeños que el Guggenheim, ganadora del Premio Nacional de Dramaturgia Emilio Carballido en el 2008, sea el espectáculo sólido y efectivo que está destinado a ser.

Sergio Velarde
16 de mayo de 2015