jueves, 29 de junio de 2017

Crítica: ROMEO Y JULIETA

La vida sobre la muerte

El mito de Romeo y Julieta se enfrenta ante el público más sincero y exigente de nuestra Lima, en el bello Teatro de Lucía. ¿Cómo se hace entonces para expresar aquel amor intransigente y trágico, aquel odio vengativo y sangriento o aquella grandilocuencia?

Roberto Boyle asume el desafío, partiendo la trama en dos zonas muy concretas. La historia de amor abrumadora, de atmósfera onírica y tono realista junto a la jocosidad y alegría de los personajes aledaños, que imparten movilidad y bufonada, rompiendo las convenciones y capturando esa atención tan preciada, la de los niños en platea.

Es justamente este el mayor acierto de la propuesta, el contraste y la armonía en que conviven los temas sensibles, como la muerte, con las escenas amables que satirizan nuestra esencia como humanos.

Gonzalo Iglesias, encargado de Teobaldo y Capuleto, plantea el momento más interesante y plástico de la puesta en escena. Juega a una doble personalidad, acompañado de un títere desmedido, en una confrontación entre sus dos personajes donde la acción/reacción es tan rápida e inteligente que aparecen dos mundos en coalición, grato para el público y útil dramáticamente, pues condiciona el salvajismo de Teobaldo al ver a Romeo, por la sumisión ante su tío.

Cabe destacar la picardía de Renato Pantigozo para tratar con el público; esos momentos de contraste de Alejandra Saba como el Ama de Julieta, es una transformación gradual desde una mujer proteccionista a una celestina encantadora; y Gianni Chichizola, asumiendo a Mercucio, que se apropia de esa frescura que le es inherente, su construcción le permite una libertad corporal que lo mantiene inestable e impredecible, además que arriesga a jugar entre la escena y el público, siendo un punto de contacto muy fuerte entre la obra y el que observa.

Por otro lado, la trama troncal aparece reducida, se percibe una desconexión entre los protagonistas, un Romeo apasionado, interpretado por Nahuel López, que trata de generar sus propios silencios para hacerse sentir y una Julieta distendida, Alicia Mercado, que interpreta una adolescente fresca, sin el peso de ese dilema por el que atraviesa. Este desequilibrio resta coherencia al sacrificio final que ambos realizan y deja la sensación de una llama que podría encenderse aún más.

Roberto Boyle propone finales alternativos, la tragedia se detiene y Romeo y Julieta podrían no morir, los niños participan en la decisión y se les induce a que la vida impere sobre todos. Interesante e intrigante. Muchas cosas se construyen alrededor para no desarrollarse. El odio no desaparece. El amor tampoco triunfa. ¿Y ahora qué ocurre? 

Bryan Urrunaga
29 de junio de 2017

Crítica: MOONCHILDREN

Moonchildren para crecer

Moonchildren, la ópera prima del dramaturgo estadounidense Michael Weller, está en temporada en nuestra ciudad bajo la dirección de Paco Solís Fúster en la versión en español de Gonzalo Rodríguez Risco. El Teatro de Lucía es donde se presenta esta obra: nos brinda la historia de un grupo de estudiantes universitarios que convive en un mismo departamento y que, dentro del contexto de la guerra de Vietnam y el movimiento hippie, deberán enfrentarse con sus propios miedos y preguntas sin respuesta. Bob Rittie, en medio de tensiones propias de la convivencia, recibe una invitación para enlistarse, a la vez que recibe una fuerte noticia familiar. Todo un mundo interno de la juventud de aquel contexto violento es traído a las tablas limeñas, esta vez representado por un elenco de jóvenes  que constituyen las nuevas generaciones de actores locales.

La historia nos cuenta cómo es posible que ocho jóvenes tan diferentes entre sí conviven bajo el mismo techo, una convivencia acompañada de miedos propios de aquella generación, preguntas existenciales sobre qué hacer después de acabar la universidad, sobre qué sentido darle a sus vidas. Hay mucho énfasis en una característica en común de todos los personajes: son jóvenes que no quieren pasar desapercibidos. Todos los personajes están en la edad de las pasiones, en la etapa en la que pueden extralimitarse por una causa a la que se aferran sinceramente. Me parece interesante cómo la obra nos muestra este mundo indeciso de jóvenes universitarios que están aprendiendo sobre cómo es la vida realmente. El hecho de que la obra transcurra en un contexto de guerra nos justifica más esas ganas de tomar acción sobre sus circunstancias; por otro lado, hay un grado de individualidad en cada uno de los personajes, una sensación de desconfianza en sí mismos y en sus compañeros, cada uno nos da una imagen de seres incomprendidos. Moonchildren es un claro ejemplo de obras que hablan de las huellas de la guerra: marca tu identidad, rompe tus parámetros y redefine tu identidad (o, en el caso de la obra, cambia el nombre de uno de los personajes de “Bob” a “Job”).

El montaje de Solís Fúster tuvo los elementos suficientes para evocarnos a esa atmósfera hippie que sugiere la obra: covers de Bob Dylan, escenografía con toques vintage, ropa estilo hippie en todos los personajes; prendas que curiosamente están de moda otra vez, un punto de empatía con la obra. La historia parecía ser una sucesión de escenas ordenadas temporalmente, los cambios de escenografía entre cada una fueron muy limpios, no distraía al espectador sobre la secuencia de hechos dentro de la obra. En general, la plástica del montaje estuvo muy acertada. A nivel actoral, los personajes se notaban claramente diferentes entre sí; aunque se vio que ha habido un trabajo de construcción en todos los personajes, me quedé con ganas de ver algo más particular en cada uno de ellos. Todos eran jóvenes, universitarios, algunos graciosos, otros más serios; sin embargo, no me pareció suficiente información para poder conectar como espectador con lo que cada personaje contaba dentro de la obra.

Moonchildren, un título que remite a una sensación medio infantil, como a un árbol de frutas que aún no están listas para salir de sus ramas. Las frutas son los personajes, los que vivieron la guerra de Vietnam o cualquier otro contexto violento siendo muy jóvenes. Esta es la generación que tiene más presión social. Sin embargo, la obra invita a que el espectador se detenga a ver lo que ocurre internamente, miedos, creencias: es necesario ser una fruta verde, entender que eso es parte de un proceso de crecimiento, aquí o en cualquier contexto.

Stefany Milagros Olivos
29 de junio de 2017

Crítica: ESPERANDO A GODOT


La incertidumbre

¿Sufre más aquél que espera siempre que aquél que nunca esperó a nadie? (Pablo Neruda)

“Esperando a Godot” es una obra dramática escrita a finales de los años 40 por el dramaturgo, novelista y critico irlandés Samuel Beckett, perteneciente al teatro del absurdo. La  puesta en escena estuvo bajo la dirección de Omar Del Águila y fue presentada en la Asociación de Artistas Aficionados.

El espectáculo inicia con la llegada de Estragón (conocido como” Gogó”), interpretado por Ximena Arroyo; acto seguido aparece su amigo y defensor Vladimir (conocido como “Didí”), interpretado por Manuel Calderón. Estos vagabundos tendrán un aproximado de 40 a 50 años y a pesar de sus dolencias y necesidades, tienen un mismo fin, que es el de esperar cerca a un árbol la llegada de Godot. Ambos personajes buscan perder el tiempo: conversando, cuestionándose y jugando. Durante el tiempo de la espera serán interrumpidos por Pozzo (Percy Velarde), un hombre adinerado que tiene como su fiel sirviente a Lucky (Juan José Oviedo); estos personajes sorprenderán a Didí y Gogó y con sus elocuencias  harán que el tiempo de espera sea menos prolongado. Pero la pieza clave será el muchacho (Omar Rosales), que traerá un mensaje de Godot para Didí y Gogó.

El tema central de la obra es la espera de un personaje que nadie conoce; sin embargo, tanto los personajes como los espectadores esperamos que este se dé a conocer. La obra no cuenta con mucho argumento, las escenas son como círculos viciosos que se prolongan noches enteras, utilizando un lenguaje evasivo, cómico y sin sentido. Esperando a Godot representa la existencia de algo, la esperanza, la angustia y la desesperanza. La obra en sí no es muy clara, juega con la fantasía y la realidad, también con los silencios y crea en el espectador la angustia de saber qué se espera. La escenografía es minimalista y los elementos que se usaron (como el árbol o los residuos de escombros) reflejan el vacío de una vida miserable. La puesta en escena muestra la necesidad que tiene el ser humano por convivir con otros, el porqué no puede estar solo y se aferra a la fe para darle sentido a su existencia y así no morir en el intento. Me encantó poder ver  a grandes actores en esta puesta en escena. Gracias por la función.

María Victoria Pilares
29 de junio de 2017

lunes, 26 de junio de 2017

Crítica: HUELLA

Un juego de huellas

Esta semana tuvimos el estreno de “Huella”: ocho improvisadores presentarán sus historias en un espectáculo de improvisación testimonial dirigido por Carol Hernández. Por función, un  improvisador será elegido por el público para ser el protagonista y conoceremos su historia a través de juegos y dinámicas que mezclará su testimonio real con elementos de ficción, un viaje personal por etapas de su vida que todos los improvisadores irán proponiendo en el transcurso de la función. “Huella” es un espectáculo que habla de recuerdos, aquellos que quedan en nosotros inconscientemente a través de la historia del improvisador elegido.

El ambiente lúdico se siente desde inicio a fin, desde la persona que entrega las entradas hasta el final del espectáculo. Al ingresar a la sala se le pregunta a cada espectador sobre quién de todos los improvisadores quiere que protagonice la función del día. La elección es inmediata y tienes como único referente las caricaturas de cada improvisador. Me pareció un buen primer paso para que el público se vaya aclimatando al juego que propone la obra.

El escenario es neutro: todo de negro, vacío. Los improvisadores empiezan a interactuar con el público, preguntando ideas para poder ponerlas en práctica en la improvisación. Cada una de las ideas las van escribiendo en las paredes con tiza, como si estuviesen improvisando la escenografía con frases escritas en las paredes; esto se repite durante toda la obra, llegando a llenar a pared con la esencia de lo contado en la función. El vestuario de los improvisadores contaba con un “logo” personal: caricaturas de ellos mismos impresas en sus polos. Cada uno de estos elementos fueron claves que, sin que el público se dé cuenta, nos iban preparando para un viaje.

El espectáculo cuenta con una clara estructura secuencial que es fácilmente acomodable para cada una de las funciones. Esto permite que, sea quien sea el protagonista, se pueda seguir la estructura con diferente información. La musicalización la hacían ellos mismos para acompañar la historia a través de ritmos, palmoteos y tarareos improvisados. Toda esta improvisación musical era dirigida por uno de ellos, con una serie de códigos pertenecientes a una técnica llamada Soundlooping*; este recurso aportaba mucho a la atmósfera de la obra pues no habría habido mejor recurso, tratándose de un espectáculo de improvisación, que usar música improvisada. Incluso en la manera de incluir la musicalidad en la historia tenía mucho tino, una plasticidad que pareciera previamente concebida.  Existía un nivel de conexión muy fuerte entre todos los improvisadores; se nota un enorme trabajo de investigación tanto personal como grupal, una disposición para reconocerse a sí mismo, darse a conocer y conocer al otro. Este nivel de conexión ha sido el principal motor de esta obra: se notaba que cada improvisador contaba con toda la información real necesaria para poder jugar con ella y crear escenas que, si bien no son iguales a la realidad, tienen elementos de verdad y son estimulantes de ver.

A veces solo hace falta estar dispuesto a jugar. La mayoría de espectáculos teatrales no incluye al espectador como compañero en el viaje escénico. Son ramas como la Impro las que nos permite ser parte de lo que ocurre en escena. Como jugando, “Huella” nos deja una invitación a recordar, a poder ver aquellas huellas que están impregnadas en nosotros hasta ahora, a jugar con la imaginación, a revivir aquellas sensaciones que nos llevaron alguna vez a mil por hora.

*Soundlooping: lenguaje en señas para crear música improvisada en grupo.

Stefany Milagros Olivos
26 de junio de 2017

Crítica: CONFUSIÓN EN EL CUENTO

Reencontrándome con mi niña interior

Debo reconocer con absoluta franqueza que había olvidado la última vez que fui a ver teatro para niños; aunque con certeza debo haberlo pasado tan bien como en esta ocasión. La obra “Confusión en el cuento”, dirigida por Vivi Neves y producida por Renato Pantigozo, es una muestra para toda la familia que se presenta hasta fines de julio en el teatro de Cámara del C.C. “El Olivar”, con un elenco de jóvenes talentos que representan a Panda Teatro Impro.

Una buena estrategia fue el hecho de reunir a los niños asistentes antes de empezar la función y a través de un mini concurso, romper el hielo y darles las recomendaciones que debían seguir durante la misma. Ello, dirigido por un actor del elenco, quien con mucho tino e ingenio logró captar la atención de los chicos.

Dicho esto, en el transcurso de la obra, pensaba cuán difícil y delicado debe ser preparar y representar una obra dirigida a un público tan especial como son los niños. Hacer reír, de por sí, es tremendo trabajo para un artista en escena; pero, si hablamos de un público infantil, el esfuerzo debe ser aún mayor. Puede pensarse que este tipo de teatro es más relajado o “light” como dirían algunos y que es un trabajo sencillo. Particularmente, no lo creo, y es que este género tiene peculiaridades y matices que lo hacen único, no solo por la clásica presencia del clown sino por detalles que deben cuidarse (escenografía, luces, sonido, vestuario, entre otros) para enviar un mensaje positivo y utilizar las regulaciones necesarias para no caer en excesos.

Como su propio título lo dice, en la representación se pretende contarle un cuento al público; no obstante, cada actor ha ensayado un relato distinto y al no contar con un guion uniforme, entreveran las historias de la Caperucita Roja, Blancanieves y los tres chanchitos, construyendo así una divertida versión de los tres. Las actuaciones individuales fueron bastante acertadas, destacando la dulzura de la Caperucita y la candidez de un joven Lobo, que al final sorprende con su astucia. Lo cierto es que la atención de niños y adultos logró capturarse, las risas y murmullos eran la prueba de lo bien que se entendía la trama a pesar de la premeditada confusión. Con una escenografía sencilla pero adecuada, en donde los puntos notables fueron la agilidad, el dinamismo y la presencia constante de los actores, conjugándose con la música y coreografías –que evidentemente se requieren en este género para mantener el interés del público- así como la puntualización de los gestos y el lenguaje corporal –esencial para transmitir el mensaje- elementos que se lograron con éxito.  

Por otro lado, no tengo la certeza desde qué edad era permitido el ingreso (había niños muy pequeños) y que se inquietaran era algo previsible; pero, dejando de lado ese punto, se valora el trabajo realizado. Sin duda, reí mucho y me reencontré con esa niña que alguna vez fui.

Maria Cristina Mory Cárdenas
26 de junio de 2017

viernes, 23 de junio de 2017

Crítica: INFORTUNIO

Entre Eros y Tánatos

Con Infortunio nos encontramos ante un dramaturgo (Gino Luque) y un director (Mikhail Page) que han venido generando controversias sobre sus trabajos, controversias muy saludables, porque permiten a doctos y legos confrontarnos ante experiencias estéticas no concesivas en las que se demanda una participación más activa y comprometida del espectador. El arte teatral es un acontecimiento vivo y presente, siempre en constante evolución y reflexión, donde la estética del acontecer nos sitúa en experiencias extra cotidianas, que no siempre buscan la complacencia pero sí una vinculación y la construcción compartida de un sentido, más allá de gustos y preferencias.

Del texto parte una exigencia hacia el espectador, cosa que Page ha asumido con todo el compromiso que el riesgo de la creación también exige; ética y moral no pueden estar al margen y si esto sucede es la negativa del espectador a querer ver(se en) el mundo que habita, pues sí, el mundo de hoy tan globalizado que ha modificado las fronteras de lo personal y de lo íntimo por el uso de las redes sociales también ha permitido que construyamos nuestros perfiles tal como queremos que nos vean y no siempre como en realidad somos, en un mundo donde la violencia nos invade y donde la pregunta parece ser si la pasión siempre nos conducirá a la tragedia. Así como con Tristán e Isolda, no se puede dejar de pensar en Romeo y Julieta o en el triángulo de Bodas de sangre, ¿es que tendremos que escoger entre lo que la sociedad demanda o lo que sentimos quemándonos internamente?

Page construye sobre el escenario una poética de la cual debemos ser cómplices para cerrar el momento, una poética que crea sus propias convenciones de teatralidad desde las cuales debemos compartir una pasión que se desborda en este mundo posmoderno, donde las circunstancias crean su propio marco y que parecen haber estado dispuestas a la manera de un oráculo griego, pero que en verdad son construidas por sus propios protagonistas. Eros y Tánatos nos atrapan sin escapatoria.

Evidentemente no es una obra que concede, su trasgresión nos obliga a responder si entramos, fisgoneamos mórbidamente o nos desprendemos totalmente, no hay puntos intermedios. Nada hay naif, ni siquiera las citas directas a determinadas películas y directores de cine que conectan una serie de referentes que pertenecen al imaginario colectivo y que hacen un guiño a los gustos estéticos del director.

Un montaje de atmósfera sórdida, construida por una acertada iluminación (Carmenrosa Vargas), donde el erotismo y la sexualidad discurren con una potencia avasalladora por este mundo perturbador cuyos personajes parecen ser sus únicos habitantes. Si bien se puede caer en la tentación de elogiar la dupla Iker (Eduardo Camino) y Amaia (Katerina D'Onofrio), los trágicos amantes, en realidad es el cuarteto que se sostiene a sí mismo, sumemos pues a Ainoa (Karina Jordán) y a Markel (Sebastián Monteghirfo), sus respectivas parejas; sin embargo, pareciese que la velocidad del director termina rebasando a todos. Lo que no desmerece el trabajo de sostener presencias con personajes que construyen diferentes planos que se abren hasta revelarnos mundos interiores de oscuras profundidades.

El espacio que busca ser funcional en los niveles y en su ausencia de color, se presta muy bien para el juego escénico de la presencia constante del otro, para la mirada del otro. La dirección de arte (Gisella Ramírez), sin dejar de lado su enfoque minimalista, necesita exploraciones que linden y acompañen los riesgos de la mirada del director. En este sentido, el espacio permite que el espectador todavía tenga el chance de refugiarse en el anonimato, algo que se construye en la relación de la escena con la sala; si el texto puede convertirse en el gran pretexto para que el director grite aquello que necesita gritar, el espacio debe convertirse en el adecuado soporte para una teatralidad que no termina en el espacio de la representación.

“Diferente” es la palabra que suele acompañar a dramaturgo y director cuando se refieren a la obra, algo innecesario pues la diferencia es inherente a la creación artística. Page cumple su rol con eficacia y audacia en un medio donde la búsqueda de la “buena puesta en escena” es la medida de la creatividad. Definitivamente, complacencia y comodidad no es algo que encontraremos en este montaje, pero sí casi dos horas de intensidad si aceptamos el reto de sumergirnos en estos mundos posibles que solo el teatro es capaz de darnos.

Beto Romero
23 de junio de 2017

martes, 20 de junio de 2017

Crítica: LA TERQUEDAD

Más Terquedad, Menos Prudencia

Spregelburd, autor de La Terquedad, enfrenta a cada uno de sus personaje con su más oscura ambición, su deseo primario, aquel desenfreno silenciado por el otro que toma el cuerpo de un secreto o aquella lucha imperante que los atiborra de una pasión beligerante, por la cual son capaces de abandonar cualquier barrera moral, o inclusive, el vínculo humano más afín.

Una pieza terca y fluctuante, de dos horas y algo más, dirigida ahora por Sergio Llusera, acompañado de siete actores resonantes que trabajan sobre quince caracteres, en una puesta en escena vencida por la dificultad de la dramaturgia.

Llusera confía en el juego que pueda desprenderse del caos escénico, en medio de una coreografía de entradas y salidas que mantenga al espectador curioso e incandescente, atraído por cada nueva situación en que los personajes se desnuden frente a él. Sin embargo, la emoción inmersa dentro de las escenas se torna cerebral, tan solo esbozada por los diálogos y los comportamientos, sin ser apoyada por esa efervescencia de un actor vivo que transite por ellas. Los estímulos quedan en el aire, gaseosos entre los actores y por tanto, la obra concluye plana, opaca, sin conllevar aquel vaivén prometido por el texto.

El ejercicio de cambios de personaje es una prueba difícil; Claret Quea, el que más juega, propone matices drásticos y arriesgados, en una variante de soldado atolondrado y un ruso comunista amoral. El actor se despreocupa por el realismo y transforma el tono hacia una caricatura excéntrica, libre por el escenario, que contrasta duramente con el estatismo o los clichés de sus acompañantes.

Asimismo, Sofía Rocha resalta en su propuesta realista, aparece con un accionar transparente que permite descifrar esas contradicciones de Magda, aquella mujer que puede firmar la sentencia de muerte de su marido. Se presiente en ella una carga y una lucha, que al enfrentar con un Alberto Isola inmutable, no crece.

Por otro lado, Llusera trabaja con algunos recursos plásticos que caben mencionar. Por ejemplo el momento en que los cavernarios aparecen para brindar imagen a la teoría de Jaume Planc, que desata una composición atrayente, donde se mezclan una iluminación onírica, una voz en off, dos personajes bien dispuestos en el primer término y una secuencia al fondo que rompe con toda la convención pasada del montaje, dando énfasis al nacimiento de aquel lenguaje que tanto daño hará al protagonista. Además, el uso del multimedia para establecer espacialidad, aunque redunde y reste a la hora de reforzar el idioma kaplak, bien expuesto por la dramaturgia.

La Terquedad, una obra que nos retrata como seres convulsivos. Es una apuesta difícil, que requiere de un riesgo mayor para despertar sus emociones escondidas.

Bryan Urrunaga
20 de junio de 2017

Crítica: EUROTRASH

El primer vuelo de Alejandra Núñez

Es un gusto ver cómo durante los últimos años han surgido nuevas figuras en el mundo de las artes escénicas; actores, directores y dramaturgos que han apostado por ellos mismos. Este es el caso de Alejandra Nuñez, una joven dramaturga que nos ha presentado en temporada su primera obra como autora y directora: “Eurotrash”, una obra que con su solo título -eurotrash: basura europea- nos remite a un viaje, juventud desenfrenada, cuestionamientos personales.

Esta historia nos narra una serie de viajes paralelos, tanto espaciales como personales. Una familia privilegiada limeña. La hija mayor, Paola, ha aparecido muerta en una calle española con una libreta en la mano. En ella tres nombres escritos: Juliana (Ximena Arroyo), Nuria (Wendy Nishimazuruga) y Roen (Mario Gaviria). Rosario (Natalia Torres Vilar), madre de Paola, irá con aquella libreta a conocer realmente la vida de su hija en Europa. La historia nos permite acompañar a Rosario en el proceso de aceptación de la muerte de su hija, proceso para el cual va a ser de gran ayuda cada una de las personas que va a encontrar en España. La revelación de aspectos de su hija que no conocía va a llevarla a reconfigurar su contexto, a cuestionarse sobre si su vida está yendo en el camino correcto.

Esta obra ha englobado muchas connotaciones que me llevan a varias conclusiones. En primer lugar, se puede notar que efectivamente “Eurotrash” es una primera obra consolidada de una dramaturga en sus inicios. Hay una cierta inocencia en el modo de englobar el mundo de los personajes y sus dramas. Por otro lado, la personalidad de Rosario y su búsqueda de la verdad es una actitud propia de los jóvenes de hoy en día. El hecho de que el padre (Antonio Arrué) sea congresista le da un contexto muy común para presentar la disfunción familiar de una familia acomodada. Es fácil de conectar que en una familia como aquella es común la falta de comunicación entre sus miembros. La autora ha depositado en cada uno de los miembros de la familia posturas claramente contrarios: un padre congresista como defensor de las apariencias, un hijo hasta cierto punto heteronormativo que está en contra de la partida de Rosario a España, una hija que, al ser la menor, tiene una visión más abierta y consciente de su situación familiar y que notoriamente no tiene cosas en común con el resto de su familia. Los personajes que en la obra son españoles son inocentemente a propósito opuestos a Rosario: personajes, grandes, liberales, resueltos y, aunque Rosario no quiera aceptarlo, tienen más cosas que ella en común con Paola.

Me quedé con ganas de más. Es una historia grande, aborda contextos fáciles de reconocer. A nivel actoral me pareció impecable, dirigidos con mucho tino y con recursos escenográficos simples y precisos para la historia. Sin embargo, la obra fue muy corta, no me permitió cerrar una idea circular de la historia. Fue como un resumen de imaginarios, me llevaba una idea general de cada personaje en función de la obra pero no pude ahondar en el drama que la historia proponía. Sin embargo, me parece que al ser una primera obra está bien lograda, una buena elección de actores: cada personaje tuvo una característica peculiar, fresca, muy de nuestro tiempo. Una obra que me dejó con muchas preguntas, sobre todo con relación al desenlace de los personajes; todo esto bajo el brazo de una autora que promete ser una nueva figura de la dramaturgia peruana y que, después de ver este primer trabajo, se lleva mis felicitaciones, hacen falta cada vez más artistas escénicos que se atrevan a mostrar sus creaciones.

Stefany Milagros Olivos Saavedra
20 de junio de 2017

lunes, 19 de junio de 2017

Crítica: NN12

La memoria del olvido

¿Cuánto pesa el olvido? ¿Cuánto cuesta recordar? ¿A qué nos enfrentamos con la incomodidad de una verdad? Estas interrogantes y otras tantas se plantean en la obra NN12, escrita por la dramaturga española Gracia Morales, cuyo texto obtuvo el XVII Premio de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) de Teatro 2008 en España, presentándose en el Perú -bajo la acertada dirección de Martín Medina- en el teatro Racional.

En esta puesta se relata, con crudeza y realismo, una historia que ocurre en un lugar y momento inexacto; no obstante, alude a una época de opresión y absoluto irrespeto a los Derechos Humanos. Las desapariciones forzadas, crímenes de lesa humanidad, entre otros delitos que se han cometido a lo largo de la historia, atañen a cualquier país del mundo que haya padecido los desastres de la violencia que deriva de una dictadura política o el terrorismo. La trama gira alrededor de una mujer desaparecida hace 27 años, sin identidad y sin voz para contar qué sucedió, por qué y cómo terminó siendo una NN.

Con una contundente primera escena, engalanada con la aparición de Reynaldo Arenas (interpretando al teniente Ernesto N.), deja la intriga de aquello que irá develándose a través del propio relato de ese cuerpo, la NN12 interpretada con destreza y potencia por Patty Madueño; siendo pieza clave la investigación de una corajuda forense –interpretada finamente por Leticia Narvarte- quien busca darle un nombre y sobre todo un pasado a ese cuerpo que no puede hacerlo sin su ayuda. Por otro lado, un muchacho en la orfandad –interpretado por Miguel Agurto- quien sin saberlo está a punto de conocer su origen, a pesar que detrás del mismo se oculta una trágica realidad. Cuatro personajes cuyas vidas se entrelazan, interactuando en un mismo plano, los vivos y un alma que no tiene descanso.

Un perturbador pero necesario relato, para recordar que en nuestro país hubo un periodo de horror e injusticia, que inocentes o culpables (vidas humanas) se perdieron de una forma antinatural -si cabe el término- y esos hechos no pueden ser olvidados, que precisamente la memoria (encarnada en la Comisión de la Verdad y la Reconciliación y en cada uno de nosotros) hace posible que esto no se repita. NN12 comparte ese sentimiento de no callar, de no dejar historias a medias y vidas interrumpidas por actos radicalistas e ilógicos; logrando calar hondo en un espacio íntimo entre actores y público.

Una obra que en sus momentos culminantes, nos presenta a una NN (por fin con un nombre) quien refería que el olvido tomaba lugar por un trabajo constante, pues: “… al desaparecido hay que seguir desapareciéndolo día a día…”. Situación, que por un bienestar social y digno, no debe volver a suceder.

Maria Cristina Mory Cárdenas
19 de junio de 2017

viernes, 16 de junio de 2017

Reestreno: CANCIÓN DE CUNA PARA UN ANARQUISTA

Dirigida por Roberto Vigo

Estreno: jueves 22 de junio a las 8:00 pm en la AAA
PREVENTA DE ENTRADAS HASTA EL 20 DE JUNIO
TEMPORADA: del 22 de junio al 30 de julio. De jueves a sábado 8:00 p.m./Domingo 7:00 p.m.
DRAMATURGIA: Jorge Díaz (Chile)
DIRECCIÓN: Roberto Vigo
ELENCO: Haydée Cáceres y Augusto Mazzarelli
LUGAR: Teatro de la Asociación de Artistas Aficionados (AAA)
DIRECCIÓN: Jr. Ica, Centro de Lima
Entrada General: S/.30.00 nuevos soles
Estudiantes y jubilados: S/.15.00 nuevos soles
Entradas a la venta en la boletería del teatro una hora antes de función. PREVENTA HASTA EL 20 DE JUNIO A 20 NUEVOS SOLES. Informes al correo reservascancion@gmail.com

Luego de su presentación en el III Festival Directores en acción 2016, se presentará una nueva temporada de la obra CANCIÓN DE CUNA PARA UN ANARQUISTA bajo la dramaturgia del chileno Jorge Díaz y la dirección de Roberto Vigo. El montaje se estrenará el día jueves 22 de junio a las 8:00 pm en el Teatro de la Asociación de Artistas Aficionados (AAA). La preventa de entradas va hasta el 20 de junio.

CANCIÓN DE CUNA PARA UN ANARQUISTA nos cuenta la historia del encuentro, aparentemente casual, de Balbuena y Rosaura. Él, un vagabundo anarquista que tiene la misión de acabar con Hitler; ella, una viuda sin lugar donde vivir que se culpa de la muerte de su esposo que la maltrataba. Ambos se encontrarán en un mausoleo, un cementerio, donde crearan un vínculo imposible. La obra es un laberinto de constantes sorpresas, donde el tiempo y la lógica parecen estar jugando. Riéndose, saboreando un amargo café, mientras lo ilógico se vuelve real, lo crudo en poético y lo imposible en una decisión. Un texto que emociona y reconforta. Una tierna historia para abrazar la vida.

Para el joven director, este montaje teatral tiene una razón de ser, “esta obra es un himno a la esperanza y la vida. Es una historia de amor que trasciende el amor de pareja y nos muestra ternura en seres humanos que se encuentran luego de difíciles caminos, donde a pesar de la soledad no pierden su humanidad ni su sentido del humor. Es desde ahí con lo poético que los personajes nos recuerdan la importancia de crecer, de cuestionar y de no conformarse. Que aunque estamos en una era donde prima la razón y la ciencia, es importante revalorar los mitos, esas historias donde la realidad y la fantasía se funden para explicarnos del origen de la vida o recordarnos el valor de la misma”.

Los invitamos a disfrutar de esta propuesta, ambientada en Chile de finales de los años 70, con un elenco de lujo: Haydée Cáceres y Augusto Mazzarelli. Una pieza teatral para creer en la vida y que sorprende en cada recoveco de su laberinto. Una vez más el lenguaje diáfano, humorístico y tiernamente poético de Díaz se impone logrando llegar a la emoción y la sonrisa del espectador.

CANCIÓN DE CUNA PARA UN ANARQUISTA
Entrada General: S/.30.00 nuevos soles
Estudiantes y jubilados: S/.15.00 nuevos soles
Entradas a la venta en la boletería del teatro una hora antes de función
PREVENTA HASTA EL 20 DE JUNIO A 20 NUEVOS SOLES
Informes al correo reservascancion@gmail.com

Para mayor información comunicarse con
PRENSA | Kitty Bejarano| 951710071(rpc)/ (#) 998934590 (RPM)

jueves, 15 de junio de 2017

Crítica: ESPERANDO A GODOT

Godot o la esperanza de seguir esperando

Samuel Beckett (Dublin, 1906 – París, 1989) poeta, novelista, crítico y dramaturgo produjo uno de los más importantes textos del teatro contemporáneo estrenado en 1953, “Esperando a Godot” se ha convertido en un ícono, no solo del teatro del absurdo, también en la (anti) obra que refleja esa angustia del hombre por darle sentido a su existencia, aquella que como para Vladimir y Estragón únicamente da vueltas sobre la esperanza traducida en la (no)acción de esperar una promesa de la cual solo se tiene la imperiosa necesidad de que se cumpla, en un mundo donde las certezas absolutas no existen. Tal vez de ahí la imperiosa necesidad del director, Omar del Águila, para hacernos sentir que algo debe (o debería) pasar mientras pareciese que nada ocurre.

Esta obra apareció en un contexto en que el hombre europeo sentía ya la espera de los paraísos prometidos. Las claras alusiones en la obra a la religión o a las condiciones socio políticas como en las referencias a la Biblia, las clases de religión o en el binomio Pozzo-Lucky, no se pueden dejar de notar en ese humor trasgresor de la obra o en el nombre de Lucky, que traducido significa afortunado, con suerte.

Esta vez la Asociación de Artistas Aficionados, con ocasión de su 79 aniversario acomete la riesgosa tarea (¿cuándo no hay riesgo en la creación artística?) de poner en escena esta emblemática obra de dos actos totalmente circulares, donde los patrones se repiten, incluso la presencia de Pozzo, Lucky y el muchacho, contenidos en un espacio tiempo inasible donde Vladimir y Estragón hablan justamente para que el tiempo pase, hasta ese final contundente de hacer no haciendo.

Manuel Calderón construye un Vladimir eficiente y solvente que se convierte en el eje, dudando siempre de una manera lógica y vital, como en el momento en que cuestiona a los evangelistas sobre el pasaje bíblico de los ladrones, o del modo en que cuestiona a Pozzo sobre la manera en que trata a Lucky.

Estragón, interpretado por Ximena Arroyo, quien demuestra una vez más sus cualidades de artista del teatro, se constituye la contraparte de Didí con preocupaciones más inmediatas como el dolor, el hambre o el sueño, muchas veces poniendo en aprietos a Vladimir.

Percy Velarde y Juan José Oviedo encarnan la dupla Pozzo – Lucky, que irrumpen quebrando la monotonía de la situación, un Pozzo cuyo pensamiento se diferencia del de Estragón porque se construye ya no sobre la duda, sino sobre la necesidad de justificar su rol de “propietario” no solo del lugar también del ser humano, lo vemos así apropiándose del espacio y la situación a través de su accionar y de su discurso pretendidamente superior. Dupla no únicamente por la situación dramática, sino porque la existencia de cada uno se sustenta con solvencia en la del otro, como el irónicamente patético Lucky que ha renunciado a su condición de ser humano, a su derecho de libertad.

El muchacho, Omar Rosales, no por poca presencia es menos importante, pues se convierte en ese absurdo y necesario momento en el cual esperamos la señal que nos obligue a no tomar esa decisión lógica que acabaría con nuestras vagas esperanzas.

El espacio, escenografía e iluminación a cargo de José Luis Valles y Luis Godoy respectivamente, logran una interesante atmósfera de espacio sin principio ni fin, imagen de un tiempo discontinuo que constantemente se quiebra.

No es gratuito el manejo de una comicidad particular (deudora además de grandes cómicos) que devela una tragedia interna y que se convierte en la herramienta de la dirección para desarrollar una situación en una obra sin argumento en el sentido clásico y con la cual logra capturarnos durante dos horas en un mundo donde las cosas parecen sucederse sin ningún sentido.

El montaje tiene la virtud de habernos acercado a las interrogantes de Beckett de una manera lúdica y honesta, donde las miradas de Lucky hacia el espectador nos convierte en cómplices obligándonos a pensar si seguiremos esperando, ¿qué? esa será una pregunta que cada espectador tendrá que hacerse, ¿seguiremos sentados esperando o iremos al encuentro de la respuesta?

Beto Romero
15 de junio de 2017

martes, 13 de junio de 2017

Crítica: PEQUEÑAS CERTEZAS

Las tuyas, las mías, las nuestras

“Si no guardas al menos una fotografía del tránsito de tu vida, ¿cómo podrías tener la pequeña certeza de que todo fue un sueño?” es la pregunta que nos hace la dramaturga mexicana Bárbara Colio a través de “Pequeñas Certezas”, pieza  teatral que ha recibido el Premio Internacional María Teresa León.  En esta ocasión, tenemos la oportunidad de verla representada en Lima en el Teatro Mocha Graña bajo la dirección de Javier Merino.

La obra comienza con un conflicto ya desatado: Mario ha desaparecido. Natalia, su novia, un personaje notoriamente inseguro que indirectamente se apoya en la figura de su madre, una persona aparentemente sencilla que acaba demostrando sabiduría y comprensión del ser humano. Juntas emprenden un viaje a la ciudad natal de Mario: Tijuana. Ahí se encuentra con sus hermanos: Juan, el mayor de los hermanos, quien debe lidiar con sus propias inseguridades y miedos; y Sofía, quien aparenta durante toda la obra una fuerza y determinación inexistentes. Natalia llega y se da con la noticia de un fraude,  llegando a la conclusión con darse cuenta de que ninguno de los personajes conocía del todo a Mario. Con la llegada de Olga, la mejor amiga de Natalia, la situación se pone cada vez más álgida hacia el final.

“Pequeñas certezas”,  si bien nos lleva a un ambiente de cotidianidad, me parece que no ha sido explotada realmente. Una historia sencilla pero llena de intriga debería tener elementos que la ayuden a decir algo más allá de lo que dicen los textos de los personajes.  El montaje contó con una propuesta estética que nos llevaba a un ambiente cotidiano: muebles de una casa clasemediera, un paradero de autobús; no obstante, aquellos elementos tanto en la escenografía como en el vestuario no me transmitían algo más que un lugar funcional en escena, no me quedó claro eso, pues hay una delgada línea entre la representación de lo cotidiano en escena y lo cotidiano para fines funcionales en un montaje.

El personaje de la madre, representado por la experimentada actriz Tatiana Espinoza, ha sido una pieza clave para la historia, pues claramente ha sido un punto de apoyo tanto de la dramaturgia como del director para darnos a entender el propósito de la obra. Ella, con una personalidad sencilla y con respuestas asertivas brinda tanto a los personajes como a los espectadores una perspectiva diferente, una pista para poder encontrar esas pequeñas certezas de las que habla la obra. Natalia, representada por Romina López Barreda, estuvo en el justo medio del personaje; Olga, representada por la actriz Carmen Amelia Álvarez, uno de los personajes más logrados. Finalmente los hermanos, interpretados por Javier Merino y Gessika Galarreta, no tuvieron los matices necesarios para una obra como esta, sobre todo en el manejo del texto.

Si nos ponemos a pensar en el lugar de este montaje en nuestra ciudad actualmente, me quedo con la siguiente pregunta: ¿Qué tan atentos estamos a los pequeños detalles del día a día? Sí, suena contradictorio quizá, pero a veces es necesario parar, respirar y encontrar aquella prueba que nos confirme que estos somos nosotros, aquí y ahora. Esta no es una advertencia, pero de vez en cuando tomar una fotografía, grabar un video o un mensaje de voz no está mal, uno nunca sabe cuándo necesites una pequeña certeza.

Stefany Milagros Olivos Saavedra
13 de junio de 2017

Crítica: CURANDERO

Teatro con identidad

Somos testigos de una solvente plasticidad en “Curandero”; una transformación agresiva del escenario y un viaje dramático inusual, que nos posibilita el silencio de “La Parada”, sus dolores y enigmas entre el caos y el trabajo.

Angeldemonio Colectivo Escénico, a sus 16 años, es coherente en formas y conceptos. Además del carácter ontológico de la puesta, esta adquiere un poderío extra, al mostrarnos la esencia de una Lima nuestra, dispuesta allí para quienes la conocen y caminan. 

La metáfora se hace táctil en cada paso, nos llueve la suerte en forma de baraja, se nos da la maldición dentro de un huevo brujo o nos inunda el color vivo de un “tico tico”; y a pesar de la sutileza, la dirección de Ricardo Delgado y su conjunta dramaturgia con Daniel Dillon, han enfrentado al espectador con una parte fundamental, nuestras creencias populares, nuestro ritual casero, nuestra medicina ancestral.

“Curandero”, opta por una experiencia escasa en diálogo para dar paso a la imagen y el sonido, Augusto Montero, es el actor que sostiene y elabora en unión con Abel Castro (Composición Sonora) e Igor Moreno (Luces), esta serie de intervenciones espaciales, a las cuales se les suma una variante de objetos, brillantemente escogidos en utilidad y significado.

Montero, lleva consigo el ritmo de las escenas en una entrega física plausible y arriesga en cada momento de su performance, colocándose en situaciones de inestabilidad permanente, lo que invita al espectador entregado, a respirar junto con él, como quien observa a un trapecista soltarse del manubrio. Por otro lado, al ser “Curandero” una obra que casi no verbaliza, la contundencia de los pocos diálogos se disipa en la gestión del actor.

La expresividad lumínica y sonora, nos adentra en una historia que se oscurece. Iniciando con el tono tenue de una luz cenital sobre el personaje enmascarado, de ojos ennegrecidos, que se sostiene sobre una música popular y estrepitosa. Continuando con los fuertes contrastes de las luces laterales que denotan un ser humano dividido, tanto en su expresión como en sus sombras duras sobre  la pared. Y finalmente, mencionar la sensación de los colores que se mezclan en “Curandero”, la elección de ese amarillo que parece un sepia sobre el personaje o del rojo que trabaja en contraste.

El final es poderoso como lo merece la historia. “Curandero” aprovecha los recursos del teatro para generar significado y emoción, no se encasilla en la interacción interpersonal, sino que explora, es un trabajo sensible y artesanal, con el profesionalismo de teatristas con identidad.

Bryan Urrunaga
13 de junio de 2017

Crítica: LA PÍCARA SUERTE

La fortuna no es casualidad

Cuántos no hemos evocado a la fortuna, al azar o a los buenos augurios alguna vez (o casi siempre) para enfrentar distintas situaciones de la vida. Lo cierto es que la puesta en escena “La pícara suerte”, escrita por el recordado poeta, dramaturgo y periodista peruano Leonidas Yerovi en 1914 y dirigida con genial habilidad por Mateo Chiarella, nos presenta la historia de Felipe -interpretado con destreza y naturalidad por José Dammert- quien ha perdido todo, está a punto de ser desalojado y tiene fama de ser un Don Juan.

Es allí que interviene su inseparable amigo Ortiz –interpretado con  por el actor Pold Gastello- para ofrecerle una solución que remediará su ingrata situación: apostar lo poco que le queda en la ruleta; suscitando los líos más inesperados, que irán tejiendo una hilarante trama de principio a fin.

La obra, que se presenta en el teatro Ricardo Blume, nos conecta con esa parte expectante e ilusoria que todo ser humano ha experimentado en algún momento, dejándose llevar por el destino; muchas veces evadiendo la realidad y la responsabilidad de tomar decisiones que den solución a los problemas. Otro punto notable es la picardía y viveza con la que ciertas personas suelen conducirse, utilizando una serie de artimañas para salirse con la suya. Hechos que debe juzgar el propio espectador, sin perder la sonrisa garantizada con cada actuación.

Particularmente, queda la impresión de un elenco que calza perfectamente con lo que se está contando, como si los personajes hubieran sido pensados para ser interpretados solo por ellos; un armonioso engranaje completado por el experimentado Ramón García, Lilian Nieto, Mayella Lloclla, Anneliese Fiedler, Marco Miguel Ravines, Chipi Proaño, Danitza de Bona y Olga Acosta.

Una comedia que no tiene pierde si de reír se trata; cada movimiento, gestualidad e interacción permite captar la atención del público. Que a su vez, lleva un claro mensaje que invita a reflexionar sobre los vaivenes que esa pícara y a veces esquiva suerte desencadena en nuestras vidas, para bien o para mal. La misma que nos recuerda que así como se pierde, también se gana, y que a pesar de pretender que la casualidad nos ofrezca las respuestas, estas se encuentran en nuestro interior, solo hay que prestar atención y será fácil reconocerlas.

Y finalmente, más que pedirle a los astros que confabulen a nuestro favor para obtener cosas materiales… “La pícara  suerte” puede hacer un mejor trabajo, permitiéndonos conocer el amor verdadero.

Maria Cristina Mory Cárdenas
13 de junio de 2017

domingo, 11 de junio de 2017

Crítica: ESPERANDO A GODOT

Por fin, llegó

Sin contar la brevísima muestra orquestada por Roberto Ángeles y elenco en marzo de este año, todos tuvimos que esperar pacientemente a Godot por dos décadas para tener una nueva reinvención formal (y acaso la definitiva para esta década) de una de las obras cumbre del teatro del absurdo: la tragicomedia Esperando a Godot del irlandés Samuel Beckett. Estrenada en 1997 en el Centro Cultural de la Católica, con la dirección del experimentado  Edgar Saba y la extraordinaria dupla de Alberto Isola y Ana Cecilia Natteri, las peripecias existenciales de los vagabundos Vladimir y Estragón brillaron bajo la sombra de un solitario árbol en una temporada que hasta el día de hoy nadie olvida. Por su parte y con su propio estilo, el joven director Omar Del Águila, quien ya había llevado a escena acertadamente otra puesta con árbol incluido llamada En el jardín de Mónica (2015), se sirve de un par de consumados actores, como lo son Manuel Calderón y Ximena Arroyo, para lograr convertir no solo en entretenida, sino también en entrañable, esta nueva espera en dos actos e intermedio ahora en la Asociación de Artistas Aficionados (AAA).

Mucho se ha escrito (y probablemente se seguirá escribiendo) sobre este clásico y célebre texto, desde las severas críticas que recibió durante su estreno en los años cincuenta ("¡Nada ocurre, nadie viene, nadie va, es terrible!"), hasta la supuesta inspiración que tuvo Beckett para retratar a sus protagonistas, como Charles Chaplin y Buster Keaton, o Stan Laurel y Oliver Hardy. Y aunque algunos puedan ubicar esta obra más cerca al existencialismo de Sartre que al absurdo de Ionesco; lo cierto es que sí reflexiona oportunamente sobre el valor de la amistad, la tolerancia y especialmente la libertad, con la aparición de Pozzo y Lucky, el infame amo y el esclavo con poca suerte, respectivamente. Por otro lado, a pesar de que el mismo Beckett lo haya negado, la teoría que el nombre de Godot tenga un matiz religioso (“God” es Dios en inglés) le agrega interesantes matices al resultado final. Lo absurdo de toda la situación, incluido el notorio cambio de Pozzo y Lucky en el segundo acto, se remata con las últimas líneas de Vladimir y Estragón: "- ¿Qué, nos vamos?  - Vamos", y quedan inmóviles.

Del Águila elige un pertinente momento histórico en nuestro país para vernos reflejados en el par de vagabundos, pues literalmente la población parece conformarse con esperar cruzada de brazos que aparezca la solución a nuestros problemas, sin hacer mucho por conseguirla por méritos propios, por cierto. Visualmente, la puesta en escena luce impecable con los colores y las luces utilizadas, aunque el sonido sí podría ajustarse. Por su parte, las actuaciones brillan por su dedicación y entrega: los inmejorables Calderón y Arroyo, en los mismos personajes de Isola y Natteri, componen sus personalidades, rutina y química propias; los intachables Percy Velarde como Pozzo y Juan José Oviedo como Lucky también destacan por su lograda y absurda caracterización de tiranía y sumisión, bien acompañados por Omar Rosales como el joven enviado por Godot. Esperando Godot sí que se hizo esperar y esta feliz llegada no pudo ser más memorable.

Sergio Velarde
11 de junio de 2017

viernes, 9 de junio de 2017

Crítica: UN OBÚS EN EL CORAZÓN

El obús que todos tenemos en el corazón

El público limeño tuvo la oportunidad de ver una de las obras españolas más reconocidas de los últimos años. Con el motivo de “Europa Móvil”, un evento organizado por diferentes entidades europeas instaladas en nuestra ciudad, la Alianza Francesa tuvo en sus tablas “Un obús en el corazón”, impactante historia encarnada por el actor Hovik Keuchkerian, escrita por Wajsi Mouawad, bajo la adaptación y dirección de Santiago Sánchez.

“Un obús en el corazón” nos cuenta la historia de Wahab, un hombre que en medio de la noche recibe una llamada telefónica.  Alguien al otro le dice “ven”, hay una mala noticia de por medio. El protagonista sale inmediatamente de su casa hacia el hospital donde su madre está gravemente enferma.  A lo largo de la obra y en el trayecto hacia el hospital, se nos muestra un viaje donde el público actúa como testigo omnisciente, haciéndonos testigos del mundo interno de Wahab que lo lleva desde la incomprensión hasta la más sincera necesidad de perdonar. Durante el camino hacia el hospital, el personaje principal empieza a recordar sucesos de su vida, invitándolo así a hacer un balance de su vida. De ese modo nos hace partícipes de un episodio que marcó su infancia para siempre: siendo muy pequeño, Wahab vio un bus lleno de palestinos refugiados ser incendiado y acribillado a inicios de la guerra civil libanesa.

La obra es un durísimo relato de la vida de una persona marcada por la guerra desde su infancia. ¿Qué pasa si nacemos en el mismo año que comienza una guerra? La sensación de ser hermano de la guerra es uno de sucesos que marca a Wahab para siempre: él no olvida, no puede vivir como si nada hubiese pasado, no tolera que el resto de su familia sí lo pueda hacer.

La obra está llena de códigos teatrales minimalistas, donde elementos tan cotidianos como una silla bastan para poder recrear cada uno de los recuerdos y sucesos que el actor va mostrando, acompañado de melodías puestas como pinceladas precisas durante la obra. Cada uno de los relatos del personaje se ven acompañados de una atmósfera donde el actor es quien se encarga de transportarnos en este viaje de reconocimiento personal hacia el hecho de perdonarse a sí mismo, a la guerra, a su madre. Nunca se hace mención de alguna guerra específica, por lo que al  público nos da carta abierta para relacionarlo con nuestro propio contexto. Me queda la sensación personal de que esta obra, así como muestra el viaje del personaje hacia un perdón absoluto y una suerte de “cierre” de aquella etapa de su vida, el público ha podido acompañar este viaje como un personaje más, a veces siendo la memoria de Wahab, a veces siendo su inconsciente, su mejor amigo, etcétera, de modo que facilita conectar con este crudo relato, nos permite entender ese lado humano que se resquebraja en un contexto de violencia, un llamado a la memoria como elemento de reconciliación.

Stefany Olivos Saavedra
10 de junio de 2017

Crítica: EL CURIOSO INCIDENTE DEL PERRO A MEDIANOCHE

Entender para ser entendidos

Cómo describir en una obra de teatro una determinada condición de vida, sin caer en extremos como el ridículo, la victimización o la propia insensibilidad. Tal parece que “El Curioso Incidente del Perro a Medianoche” ha logrado hacerlo con sutileza, abordando un tema que toca a un nutrido grupo de personas que viven con esta condición: el Autismo.

Nishme Súmar (la directora) ha planteado la historia con una visión humanista y real de la sociedad en la que vivimos. Esta pieza teatral adaptada por Simon Stephens, basada en la novela de Mark Haddon, gira en torno al mundo de Cristóbal (Emanuel Soriano), quien al descubrir el asesinato del perro de su vecina y ser el principal sospechoso, buscará encontrar la verdad iniciando una particular investigación, que lo llevará a descubrir algo más que al culpable.

La interacción de Cristóbal -interpretado con osada honestidad por Soriano- con los personajes de la obra se desenvuelve en su peculiar modo de ver percibir las cosas, la brillantez y lógica de la mente de este adolescente, le permite realizar cálculos y operaciones abstractas de forma natural; sin embargo, las situaciones más simples y cotidianas del día a día pueden tornarse complicadas para él, rechaza el contacto físico y tiene una rutina casi militar. La relación con sus padres (interpretados por Gianella Neyra y Gonzalo Molina) es otro factor que refleja lo difícil que resulta conectar a nivel emocional con personas autistas o con síndrome de Asperger. En la puesta, se ponen a prueba la paciencia, aceptación y amor incondicional.

No obstante, Cristóbal debe enfrentar otros retos que lo ponen al límite en respecto a su relación con la sociedad y cómo ésta –en el caso de Lima- carece de herramientas y conocimiento para adaptarse a personas que tienen el mismo derecho convivir y desarrollarse, sin importar su condición de vida. En ese camino, el personaje principal desarrolla habilidades que le permiten conseguir determinados objetivos, haciendo frente a un entorno agresivo y acostumbrado a no detenerse a observar, a comprender, a tener empatía.

Una obra que se atreve a poner en vitrina una realidad que no todos estamos preparados para entender; con personajes convertidos en piezas que Cristóbal maneja en su mente de forma distinta. Acotando en este punto, lo curioso de los efectos y juegos entre los personajes, que traducían cómo ve el mundo este personaje; enviando, en principio un mensaje confuso al espectador, pero que termina justificado por la calidez y verdad de la obra.

Invitando a reflexionar sobre cuánto estamos dispuestos a hacer para integrar y no juzgar, para aceptar a quienes están ahí y deben ser parte de una sociedad más permisiva y sobre todo HUMANA.

Maria Cristina Mory Cárdenas
10 de junio de 2017