martes, 20 de junio de 2017

Crítica: LA TERQUEDAD

Más Terquedad, Menos Prudencia

Spregelburd, autor de La Terquedad, enfrenta a cada uno de sus personaje con su más oscura ambición, su deseo primario, aquel desenfreno silenciado por el otro que toma el cuerpo de un secreto o aquella lucha imperante que los atiborra de una pasión beligerante, por la cual son capaces de abandonar cualquier barrera moral, o inclusive, el vínculo humano más afín.

Una pieza terca y fluctuante, de dos horas y algo más, dirigida ahora por Sergio Llusera, acompañado de siete actores resonantes que trabajan sobre quince caracteres, en una puesta en escena vencida por la dificultad de la dramaturgia.

Llusera confía en el juego que pueda desprenderse del caos escénico, en medio de una coreografía de entradas y salidas que mantenga al espectador curioso e incandescente, atraído por cada nueva situación en que los personajes se desnuden frente a él. Sin embargo, la emoción inmersa dentro de las escenas se torna cerebral, tan solo esbozada por los diálogos y los comportamientos, sin ser apoyada por esa efervescencia de un actor vivo que transite por ellas. Los estímulos quedan en el aire, gaseosos entre los actores y por tanto, la obra concluye plana, opaca, sin conllevar aquel vaivén prometido por el texto.

El ejercicio de cambios de personaje es una prueba difícil; Claret Quea, el que más juega, propone matices drásticos y arriesgados, en una variante de soldado atolondrado y un ruso comunista amoral. El actor se despreocupa por el realismo y transforma el tono hacia una caricatura excéntrica, libre por el escenario, que contrasta duramente con el estatismo o los clichés de sus acompañantes.

Asimismo, Sofía Rocha resalta en su propuesta realista, aparece con un accionar transparente que permite descifrar esas contradicciones de Magda, aquella mujer que puede firmar la sentencia de muerte de su marido. Se presiente en ella una carga y una lucha, que al enfrentar con un Alberto Isola inmutable, no crece.

Por otro lado, Llusera trabaja con algunos recursos plásticos que caben mencionar. Por ejemplo el momento en que los cavernarios aparecen para brindar imagen a la teoría de Jaume Planc, que desata una composición atrayente, donde se mezclan una iluminación onírica, una voz en off, dos personajes bien dispuestos en el primer término y una secuencia al fondo que rompe con toda la convención pasada del montaje, dando énfasis al nacimiento de aquel lenguaje que tanto daño hará al protagonista. Además, el uso del multimedia para establecer espacialidad, aunque redunde y reste a la hora de reforzar el idioma kaplak, bien expuesto por la dramaturgia.

La Terquedad, una obra que nos retrata como seres convulsivos. Es una apuesta difícil, que requiere de un riesgo mayor para despertar sus emociones escondidas.

Bryan Urrunaga
20 de junio de 2017

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