viernes, 25 de septiembre de 2020

Crítica: VLADIMIR


Fracasos y utopías

Desde México, el director arequipeño Carlos Vargas le trajo algo de esperanza a nuestra comunidad teatral en medio de la crisis. Y resulta paradójico que lo haya hecho con una pieza que habla justamente de desesperanzas y utopías. La inmensa Vladimir, obra clásica del dramaturgo Alfonso Santistevan, fue puesta en teatro presencial por la Compañía Universitaria de Teatro de la Universidad Autónoma de México, con los actores con protectores faciales, bajo la dirección de Vargas, y que pudimos disfrutar desde la plataforma Zoom. Es cierto, no es lo mismo estar sentado en la butaca que detrás de la pantalla, pero por algo se empieza. Vargas ya conocía a profundidad el texto (actuó y dirigió su propio montaje en 1996 con Aviñón Teatro, de acuerdo a su crónica) y es por ello, que estos nuevos resultados no defraudan. Imposible hacerle una justa reseña a un montaje teatral visto desde la virtualidad, pero sí que valen algunos apuntes para reflexionar.

Acaso no queda mucho que escribir ya sobre la historia de Vladimir. A los que no pudimos ver el montaje original del propio Santistevan en 1994, con la actuación de aquella enorme artista que fue Maritza Gutti, por lo menos nos quedó el consuelo de ver la excelente puesta de Mikhail Page (2014), a cargo de estudiantes de la PUCP y con la genial interpretación de Magali Bolívar. Se trata de una pieza que el mismo Vargas reconoce puede resultar hasta anacrónica para estas nuevas generaciones, que viven completamente acelerados en su vida diaria y la mayoría, profundamente defraudada de la clase política. A pesar de ello, es una obra necesaria de ver y apreciar dentro de su contexto original, ya que nos encontramos en la Lima de 1993, en plena crisis social y política con Sendero acechando en las calles y el “fujishock” destruyendo los presupuestos familiares. Una mujer se despide de su hijo adolescente Vladimir; ella, una ferviente defensora del socialismo, no le queda más remedio que emigrar derrotada a Estados Unidos para trabajar y así conseguir dinero, mientras que él decide quedarse para encontrar su propio camino. En medio de ellos, la presencia del Che Guevara y el padre ausente que aparece en flashbacks.

El montaje de Vargas resulta impecable, muy bien articulado y excelentemente interpretado por Rubí Palomino y Pedro Faritt, consiguiendo una creíble relación madre-hijo; al lado de Teo Ramírez, en un convincente doble papel; y una sorprendente Griselda González como el amigo de Vladimir, en una arriesgada decisión de casting, pero lograda sobradamente. Las luces y la escenografía se encuentran al servicio de la historia, con los espacios bien delimitados y los saltos en el tiempo, comprensibles. Eso sí, la decisión de incluir mexicanismos en un texto tan nuestro como Vladimir puede confundir (incluso se utiliza el término “vieja” para referirse a madres y novias en una misma escena), contrastando con la camiseta peruana del joven. Pero eso solo es un detalle menor, pues la trama entretiene y conmueve, con unas agradecidas pinceladas de humor en medio de sus fracasos y utopías

El tiempo no se detiene y aquella época de los noventas va alejándose cada vez más de nuestro igual de convulsionado presente. Y no solo en nuestro país: por ejemplo, habría que ver alguna adaptación realizada en Venezuela de esta pieza que habla de la migración. Sin embargo, pertinentes reestrenos como este permiten que aquellas difíciles circunstancias que le tocaron vivir a toda una generación no queden en el olvido. Otras piezas hermanas de temática similar, como El nido de las palomas o La eternidad en sus ojos (ambas de Eduardo Adrianzén) se encargarán de ello. Vladimir, con su puesta en escena mexicana, no es un fracaso; es un indudable triunfo tanto artístico como extrateatral, ya que esperamos todos con ansias volver a las butacas y a los escenarios, pero esta vez en nuestra ciudad.

Sergio Velarde

25 de setiembre de 2020

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