miércoles, 10 de junio de 2020

Crítica: ÚLTIMA LLAMADA


Salto de fe

“De modo que no eran las ideas las que salvaban al mundo, no era el intelecto ni la razón, sino todo lo contrario: aquellas insensatas esperanzas de los hombres, su furia persistente para sobrevivir, su anhelo de respirar mientras sea posible, su pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio.”
Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas

En el contexto de la actual crisis sanitaria, una de las primeras propuestas audiovisuales que la escena local nos ofreció fue la de “Odisea 2020”. De la mano de Samoa Producciones, este proyecto agrupa obras de formato corto, interpretadas en vivo a través de una plataforma digital y en distintos horarios a lo largo de un día, siempre bajo la dirección de Nella Samoa Álvarez. Este medio se ha encargado ya de criticar algunas de las obras que comprendieron su primera y breve temporada en mayo, tales como Asunto de tres y Empanada parisina. La que nos ocupa en esta oportunidad es Última llamada de Álvaro Pajares, interpretada por Julian Falconi, Ángela Mesa y Natalia Mejía.

La historia que nos relata Última llamada es sencilla y directa: la pesadilla de cualquier actor o actriz se hace realidad cuando, a pocos minutos de salir a escena en la función de estreno, el protagonista no logra llegar al teatro y uno de sus compañeros (el más novel) tiene que interpretar su papel sin estar realmente preparado para ello. En medio de la incertidumbre, dos voces atribulan al actor sobre el que ha caído tan pesada carga. Por un lado, la directora del montaje, que “enyuca” al actor (¿existe mejor expresión?) con la exigencia de interpretar, sí o sí, al personaje del colega ausente;  y por otro, la actriz ambiciosa que, buscando para sí el rol protagónico, socava la tranquilidad y poca confianza del actor, augurándole el más rotundo fracaso si acepta el encargo. Esta es, pues, una analogía escénica del conflicto entre el sentido del deber a regañadientes y el cúmulo de miedos que embargan al ser humano ante una situación absolutamente sorpresiva y adversa. Por supuesto, todo lo anterior sumado a las historias y conflictos de cada uno de los personajes. Muy en sintonía con lo que nos toca vivir hoy.

La plataforma digital elegida para esta obra fue YouTube, ideal para evitar cualquier interrupción ocasionada por el ingreso de los espectadores a la sala virtual (cosa que suele suceder vía Zoom). La presentación a la que asistimos no sufrió percances o interrupciones en cuanto a la transmisión de la obra: la imagen y el audio fueron lo suficientemente nítidos como para no perder detalle alguno. Por supuesto, esto es más producto del azar (léase “estado de la infraestructura de telecomunicaciones existente entre los actores y los espectadores”) y escapa al esfuerzo que la producción suele invertir para evitar sobresaltos en vivo.

El planteamiento escénico resulta interesante. La acción se realiza en dos espacios contiguos: un camerino en el que se desarrolla el grueso de la historia, y un pasillo en el que transcurren algunas escenas y contraescenas sutiles. Para lograr este efecto, la obra propone el uso de dos cámaras, una en cada ambiente, y dispone sus imágenes de forma contigua en la pantalla del espectador, con lo cual se genera la ilusión de que ambos espacios están, efectivamente, uno al lado del otro. La ubicación de las cámaras permite, además, generar un mayor nivel de intimidad con los personajes, quienes se colocan en primer término e, incluso, “mirando” directamente al espectador, en momentos particulares de la obra.

En cuanto al trabajo actoral, hay que decir que es notoria la disparidad entre los ejecutantes. Ángela Mesa brilló con luz propia. Su ejecución fue impecable y fluyó sin tropiezos a lo largo de la historia. Nos queda claro que conoce a cabalidad el rol que le tocó interpretar: además de actriz, Mesa es directora, como su personaje. Además, su ir y venir frenético a lo largo del pasillo añadieron una simpática dosis de humor en contraescena, sin llegar a distraernos de lo que sucede en la obra. En contraste, el trabajo de Julian Falconi adolecía de urgencia, algo que resulta inexplicable, considerando las circunstancias extraordinariamente complejas de su personaje. No es que se esperara una actuación “grande”, como para que el espectador de la fila “k” lo alcance a ver. De hecho, eso hubiera sido contraproducente. Lo que se esperaba era algo más de particularización en el trabajo con el texto. Esta carencia fue patente en su monólogo hacia la cámara. Si bien hubo destellos de conmoción, nuestra percepción fue que gran parte del texto -escrito desde la verdad de quien se dedica a las artes escénicas y se estrella contra la decepción y el desaliento- fue ejecutado por mero trámite, sin más acción que el de culminarlo. Quizás haya que revisar con detenimiento el subibaja emocional por el que su personaje transita para entender cómo y por qué llega a donde llega, y buscar estrategias que mantengan ese estado a flor de piel, durante toda la obra. El caso de Natalia Mejía es muy especial. Ella no es actriz de profesión. De hecho, esta es la primera vez que participa en una obra de teatro. Lanzarse al ruedo actoral sin más, y en circunstancias tan particulares, es un acto de absoluta osadía…y desde aquí lo celebramos. Dicho esto, si Mejía ha tenido el coraje de participar en una obra profesional, lo menos que podemos hacer es comentar su trabajo como lo hemos hecho con el de sus compañeros. Lo primero que hay que decir es que la actriz parecía divertirse en escena, y eso es muy agradable de ver. Encarnó con corrección la base de lo que su personaje es (o aparenta ser) y discurrió con relativa verdad, aunque con algunas notas de exageración que, por otro lado, también son atribuibles al disfuerzo del mismo personaje. Sin embargo, el proceso de su personaje (o arco) fue difuso: no queda claro qué es lo que va sucediendo en su interior y cómo se refleja esto en su comportamiento. Era como si evolucionara hacia algo por momentos, para luego regresar al punto de partida, una y otra vez. Por ejemplo, la secuencia de la llamada telefónica a su madre fue clave para entender el conflicto que el personaje vivía con su familia. Después de ello, la vida en el camerino siguió como si esa llamada nunca hubiera sucedido (lo cual es perfectamente plausible) hasta que, en un diálogo acalorado, el personaje de Mejía debería sangrar por la herida abierta que esa llamada dejó. Decimos debería, porque eso no fue lo que sucedió. En su lugar, hubo un atisbo de tibia amargura que se confundía con el trance de querer soltar el texto para deshacerse de él. Y, de allí, siguió siendo el personaje del inicio. En cuanto al trabajo físico, su desplazamiento en el espacio es un tanto errático, con una evidente preocupación por no querer dar la espalda a la cámara (o sea, al público). Nada que la experiencia en la cancha actoral no pueda pulir en el tiempo.

Última llamada es una parábola de nuestros días: nos habla de la resolución heroica ante la incertidumbre, sin dejarnos ver el destino que aguarda a sus personajes, que se aprestan a saltar a escena, ya sea para triunfar o para fracasar. En el fondo, no es importante saberlo. Porque, así como en estos días de pandemia, salir a escena (o la calle o la vida) en circunstancias tan extremas requiere de un salto de fe. Ese pequeño, pero tan necesario salto que encierra una historia digna de ser contada. Lo que de ella sigue no es el final. Es, apenas, el comienzo de algo mayor.

David Huamán
10 de junio de 2020

1 comentario:

Carlosé Mejía dijo...

Encuentro balanceado y equitativo el comentario sobre la pequeña obra teatral montada en época de pandemia Última Llamada. Me agrada mucho que el autor cierre su aporte considerando este esfuerzo como el comienzo de algo mejor, precisamente en la tónica del heroísmo cotidiano al que alude Ernesto Sábato en la cita del encabezado. Gracias!