miércoles, 12 de julio de 2023

Crítica: EL DAÑO QUE NOS HACEMOS


El amor y agujas al abrazar

La dramaturgia de Henry Sotomayor es una experiencia que puede soplar dentro de cualquier cavidad humana, porque el amor no discrimina como la razón, tampoco es exclusivo como el dinero. La experiencia está en la piel y al escuchar las palabras de los intérpretes puedes recordar muchas cosas; la historia no puede ser la misma, pero las emociones se parecen como si encontraran un punto de origen en la romantización de dos que se encuentran y juegan a suspirar y a besarse con sinceridad y ternura, hasta que la paciencia y el propio peso de los cuerpos lo permita.

Jean Carlos López y María Millena Calero se encuentran en el espacio dibujados por un círculo de papeles, la música suave cae entre nuestros hombros para perfumar el espacio de romance. El juego que los dos cuerpos realizan mientras van articulando sus textos es activo, ambos se encuentran se conocen y van cambiando de espacio de acuerdo a la sensación de las luces y a la relación que construyen con los papeles tirados en el suelo. Es interesante, porque aparte de dibujar una espacialidad determinada, también permite ver a dos actores constantemente accionando; entonces, sumado a la determinación del texto y a la confianza que tienen ambos actores porque son pareja tanto en la ficción como en la realidad, nos encontramos frente a una puesta en escena muy íntima, que caracteriza el contacto del romance y el sonido y las transformaciones del cuerpo sometidos al temblor del amor.

Los intérpretes diluyen el tiempo y nos muestran cómo es el amor, desde conocerse, hasta apasionarse y besarse con desenfreno, las sutilezas e intensidades de los primeros contactos del cuerpo y la costumbre a la que se someten al consolidar el encuentro. Después viene la batalla por sostener un amor que se concibe real, reconociendo que se han encontrado dos personas con historias y vidas distintas, los defectos, los errores, las distancias, el no coincidir en anhelos; cómo podemos enfrentarnos a esta situación si aun el cuerpo es débil de por sí, cómo sostener un doble peso, que no solo es el tuyo si no también es el de una persona que dices amar, pero que es tan distinta a ti. 

Todas estas metáforas son diseñadas con la distribución de los papeles, algunas veces los intérpretes los ordenan, otras dibujan líneas, también vuelan como ilusiones y también se caen como esperanzas. Durante el desarrollo de la escena se escucha una voz en off, que es la del personaje hombre envejecido, que conversa con un estudiante de sociología; esta voz va cuajando lo que sucede, los cuerpos reales exponen la situación y la voz grabada termina de sustentar la historia.

Los actores provocan una buena química en el escenario, la voz es clara, pero la distribución del espacio no permite que se escuche completamente, al igual que el audio con la voz envejecida del personaje varón, daba la sensación de perderse en el espacio y no todas las palabras llegaban a escucharse. Las luces son tiernas y la música acompasa las vicisitudes de la pareja.

Las imágenes que se consiguen con la interacción de los actores y los papeles son propicias para cada momento. La dirección de Franco Ocaña atina con la elección de la simbología, la música y el ritmo escénico; al final, vemos la lucha de estos dos cuerpos que terminaron superando la piel. 

Abrazar el amor, pero también abrazar las agujas que supone el conocer a una persona, el aceptar sus ideas y decisiones, la distancia y las metas personales. La obra es digerible y conecta rápidamente con los espectadores, la pasión con la que se relacionan los actores nos hace sentir la vibración de estar enamorados. Es como si supieras lo que va a venir, porque relacionas algunos sucesos o fantasías, pero sufres con ellos, palpitas con ellos, te desilusionas y te vuelves a ilusionar.

Moisés Aurazo

12 de julio de 2023  

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