viernes, 26 de septiembre de 2025

Crítica: EL RINCÓN DE LOS MUERTOS


La lámpara ayacuchana que brilla en Lima 

El rincón de los muertos inicia con la imagen de un joven tendido en el suelo, torso desnudo. Desde ese gesto inaugural, la obra propone un tránsito entre la historia personal y la memoria familiar, articulado desde un cuerpo que se expone con vulnerabilidad y potencia. Ricardo Bromley sostiene el escenario en solitario y se convierte en testigo y heredero: evoca a su abuelo periodista encañonado, a su abuela que canta mientras la memoria se le escapa, a un tío oculto tras un alias, y a sí mismo, actor y danzante de tijeras que intenta comprender qué legado recibe y qué puede transformar.

La dirección de Sebastián Rubio y Yanira Dávila apuesta por una dramaturgia que trasciende lo verbal. El relato se fragmenta para dar paso al canto (Flor de retama), al violín, a la danza, a la máscara del “Huerajo”. Estos elementos no aparecen como ornamentos, sino como dispositivos que permiten que la memoria se encarne. En ese sentido, la obra sugiere que recordar no es solo un ejercicio intelectual o discursivo: la memoria también se baila, se canta, se respira. Es decir, se manifiesta a través del cuerpo, del ritmo, del gesto, de la musicalidad que conecta lo íntimo con lo colectivo.

Bromley despliega una versatilidad escénica notable: actúa, canta, baila, toca instrumentos y transita con solvencia entre registros emocionales diversos que van del humor al dolor, de la intimidad al ritual. Cada recurso está integrado con precisión y sobriedad, sin caer en el efectismo, no hay victimismo ni grandilocuencia. Su presencia conmueve porque no busca imponer una verdad, sino compartirla. Por momentos hace reír, por momentos hiere, y siempre interpela: uno siente que habla por muchos, que encarna la voz de quienes venimos de provincia, de quienes hemos experimentado la fractura entre el país oficial y el país vivido, de los artistas que sostienen su historia mientras luchan por no quebrarse.

La puesta se construye desde una economía de medios que potencia su densidad simbólica: una mesa, una lámpara, proyecciones que rozan el documental. La lámpara, en particular, se convierte en emblema de lo que está en juego. Es la lámpara con la que su abuelo estudió, la que iluminó sus esfuerzos, y que al final se transforma en metáfora del Perú: frágil, lleno de sombras, pero todavía es capaz de alumbrar en momentos dónde la oscuridad amenaza con sobrepasarnos.

El rincón de los muertos no busca reconciliaciones fáciles ni discursos redentores. Se atreve a mirar de frente lo que duele y lo convierte en un acto de resistencia y de arte. Salimos con la sensación de que alguien sostuvo su historia, y al hacerlo, sostuvo también la nuestra. La ovación larga (de casi 10 minutos) no es un gesto de cortesía: es agradecimiento profundo, colectivo y puro.

Milagros Guevara

26 de setiembre de 2025

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