Brindis, torta y traiciones
No hay que llorar de Roberto “Tito” Cossa es un clásico rioplatense, que en esta puesta dirigida por Javier Valdés puede desplegar su corrosiva comedia familiar, donde los afectos se contaminan de cálculos y ambición. La dirección apuesta por un realismo íntimo: una mesa de cumpleaños, el calor de una sala doméstica y la proximidad con el público.
Conforman el elenco Milena Alva, Airam Galliani, Enrique Scheelje, Marianne Carassa, Carlos Thornton y Nicolás Valdés.
Fluye con soltura y está llena de aciertos visuales, como el juego de sombras detrás de la puerta o el gag del baño, que aportan textura y ritmo. El elenco, en general, se muestra cómodo y natural, y la risa surge más del reconocimiento que del chiste fácil. Destaco especialmente a Alva, que sostiene con ternura y verdad a la matriarca, con una presencia que parece no actuar, sino simplemente estar.
Sin embargo, la función que vi tuvo tropiezos que afectaron el ritmo. En un momento la acción se estancó en repeticiones y silencios incómodos que dieron la impresión de un olvido de texto; la escena se salvó con un brindis que la reencauzó, pero la tensión ya había caído. También noté problemas de proyección y dicción: en un espacio no teatral como una sala de casa, las voces no siempre llegaban con claridad, y cuando varios actores hablaban a la vez, lo dicho se volvía difícil de entender. Desde mi ubicación en la parte posterior del espacio, esto se acentuó aún más, dificultando la recepción de varios pasajes clave. Incluso hubo detalles como un actor que tapaba su voz con un vaso cuando estaba bebiendo y hablando a la vez. La energía del conjunto fue desigual: mientras algunos sostuvieron la naturalidad, el trazo del hijo menor se volvió caricaturesco y desentonó frente al registro realista de sus hermanos.
El final me resultó abrupto. El apagón no vino acompañado de un botón contundente y eso generó confusión: parte del público solo comenzó a aplaudir cuando desde dentro se marcó la señal. Esa falta de cierre dejó la sensación de un “continuará” y le restó contundencia a la propuesta, en un texto que pide una última imagen capaz de encapsular su ambigüedad moral.
En conjunto, No hay que llorar se disfruta como comedia negra: es ácida, divertida y refleja con lucidez la ambición que corroe a una familia de clase media. Sin embargo, creo que la puesta todavía necesita ajustes de ritmo, proyección y cierre para alcanzar toda la fuerza de Cossa. Con esas correcciones podría pasar de ser un espectáculo correcto y disfrutable a una experiencia realmente memorable.
Milagros Guevara
23 de agosto de 2025
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