La guerra que todos pasamos
Norteamérica de los años 60. Ese es el
escenario de Hijos de la guerra, obra de Michael Weller dirigida por Giovanni
Vidori en el nuevo Teatro Julieta. Este montaje encarna el característico
ímpetu con el que los jóvenes de aquel contexto lideraron numerosas marchas y
manifestaciones en contra de la guerra, la desigualdad y la imposición de
autoridad propios de aquel momento. Este comportamiento fue una de las bases
para sentar un movimiento contracultural cuyos efectos se sintieron a nivel
mundial.
La puesta en escena se desarrolla en la
cocina de un departamento compartido por un grupo de estudiantes
universitarios. Este es un espacio que permite darle un ambiente cotidiano a
todos los sucesos que van transcurriendo en la vida de cada uno de los
personajes. La obra contó con un músico
que tocaba en vivo en distintos momentos. Es más, los actores en muchos casos
tocaban y cantaban en varias escenas. La presencia musical fue un elemento
destacado en la representación, pues ayudaba a situarnos en un ambiente juvenil, apasionado e impetuoso
propio de la obra.
La caracterización de los personajes –vestuarios, peinados, etcétera– fue de gran ayuda para contextualizar la obra.
Desde un plano individual, el vestuario que cada actor usaba le daba
especificidad al personaje que representaba: no podría imaginar al personaje
Shelly (Fiorella Luna) sin aquellos vestidos de determinado corte, o a Mike
(Matías Spitzer) sin aquellas casacas peculiares, por ejemplo. Sin embargo, la
construcción de personajes fue un aspecto disparejo en la representación. Hubo
casos en los que no se llegó a un nivel de especificidad arduo. Esto se hacía
notar por la falta de apropiación del texto; o por la falta de concentración de
algunos personajes, lo que provocaba que su nivel energético cayera en escena.
Estas cuestiones por mejorar intervinieron en la caída del ritmo de la obra en ciertos momentos. Sin embargo, son
aspectos que se pueden trabajar con mayor concentración colectiva por parte del
elenco, de modo que puedan mantenerse conectados entre sí durante la
representación.
El ímpetu de los jóvenes de aquella época
es de los aspectos más nobles de esta obra. Hay una sensación identificable en
todos los personajes: el descubrir que el sistema contra el que luchan es tan
vacío como sus vidas. El paso a la adultez de estos jóvenes, independientemente
del contexto, es una etapa dura de aceptación y reconocimiento personal.
Aceptar la soledad, las responsabilidades y los vaivenes emocionales siempre va
a ser motivo de una guerra interna personal que sí o sí debemos ganar. No
importa tanto el tipo de conflicto social por el que se esté pasando: ya sea un
conflicto armado, o uno ideológico, todos estos hitos nos hacen crecer para
bien o para mal. Finalmente, todos terminamos siendo hijos sobrevivientes de
distintas guerras.
Stefany Olivos
25 de febrero de 2020
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