lunes, 4 de septiembre de 2023

Crítica: ¿QUÉ CHUCHA DIJO ALDO DOLOS?


La cumbia de la corrupción: una coreografía de cuatro monstruos políticos

Una obra muy divertida y bien realizada, con personajes concretos e irreverentes, con un texto poético y crudo a la vez. Al ingresar al espacio, encontramos una distribución circular en las sillas, una elección muy adecuada debido a la condición espacial de El galpón. Al elegir esta orientación, los espectadores hemos tenido la posibilidad de observar todos los pormenores de los intérpretes y no como en otras ocasiones, de perder de vista la interpretación actoral, porque las cabezas tapaban la visión.

La dramaturgia y dirección de Emilio Aguirre es tan fresca que permite conectar inmediatamente con lo que está sucediendo en escena, es tan necesario que alguien más lo diga, lo exprese. Los artistas poseen un poder tremendo frente a la colectividad y muchas veces solo encontramos banalidad en su expresión; sin embargo, cuando alguien dice o manifiesta una situación que todo el mundo sabe, pero nadie lo comenta en voz alta o en todo caso todos están hartos de repetir, la sala adquiere un potencial distinto, el arte se manifiesta en su totalidad y en su utilidad y no solo en su espectacularidad.

Hay mesas en el espacio y entre ellas se encuentra un bote de basura, mientras el público va ingresando observamos una mano que pulula sutilmente desde el recipiente, presagia algo visceral, algo del mundo reptante. Cuando la obra inicia ingresa Déborah Baquerizo en una posición de araña, de animal que acecha su presa, es muy interesante la construcción del personaje femenino porque todo el tiempo está descalza, pero hace como si caminara con unos tacos invisibles, solo en algunos momentos críticos asienta los pies en la tierra, pero durante la mayor parte de la presentación ella está en puntitas. Su presencia es muy sugestiva para la interpretación del espectador, es la compañera de Aldo Dolos (Gabriel Gil) que permanece en el bote de basura, ella lo saca, ella le recuerda quién es, para iniciar su periplo criminal. El personaje de Dolos presenta una construcción muy potente, su forma de hablar, la forma de moverse, el maquillaje que utiliza, el mostacho que le adorna el rostro, la energía que despliega y su forma de relacionarse con el público, mantiene la expectación y nos introduce en la historia.

El ingreso de Peluquini (Álvaro Pajares) matiza la composición; al igual que los personajes ya mencionados, la construcción es espectacular, desde el vestuario, hasta los movimientos y desplazamientos. Su presencia es la exposición de lo que sucede en nuestro país, es el espectáculo y la farándula presente, cumpliendo su rol político, su rol social. Desde este momento la interrelación entre personajes es cada vez más densa, tenemos ante nuestros ojos, sucesos que sabemos reales, pero lo vemos desde el arte y eso permite un extrañamiento, que nos lleva a una reflexión profunda sobre lo que está pasando, sobre lo cómplices que podemos ser ante ciertas realidades y sobre cómo estamos adormecidos por el poder y solo tendemos a callar y a espectar, como si de una obra de teatro se tratara.

Cuando las piezas parecen estar en su lugar aparece el matón de matones (Ricardo Bromley), con una construcción de personaje bien definida, un uso vocal correcto y llamativo. Una silla se ubica en la lateralidad del escenario y ahí está él, tan vulgar, tan simple, pero embarrado de dinero y de poder. Hay una dualidad en su personaje, una presencia endemoniada junto a una apariencia dócil y delicada que finge ser el hermano inexistente de Peluquini. Es la abstracción de la manipulación, del dominio de los poderosos, que mediante retazos de aparente sublimidad azota con violentos latigazos satánicos.

Una vez que los cuatro personajes están en escena danzan al compás de la musicalización de Daniel Sifuentes, las canciones clásicas del ideario peruano se desvirtúan en tiempo y sonoridad, como si quisieran reflejar nuestro estado actual como nación. Una descomposición que se finge de identidad y se trasluce hostil y horripilante, no pudiendo fingir el hedor que emana de la podredumbre de sus entrañas políticas y de gestión. Finaliza con una cumbia cantada por los cuatro personajes subidos en las mesas, es el instante del clímax, los espectadores hasta ese momento hemos sido arrastrados por la risa hacia un estado de reflexión inconsciente. La desvirtuación de los personajes y su alejamiento de su condición humana se da paso a paso, finalmente tenemos ante nosotros a unos monstruos que lamentablemente nos tienen en sus manos. Hay una comparación muy interesante entre la realidad y la ficción, el espectáculo nos adormece y nos lleva a una especie de letargo, estamos envueltos por la irreverencia de estos personajes, y esto me lleva a cuestionarme: es solo el artificio del arte que nos tiene así o hay un distanciamiento hacia la realidad, que demuestra cómo los ciudadanos estamos ensoñados por el espectáculo que presenciamos día a día, que ya no podemos acabar ni si quiera con la escasez de juicio crítico.

Moisés Aurazo

4 de setiembre de 2023

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