La cumbia de la corrupción: una coreografía de cuatro monstruos políticos
Una obra muy divertida y bien realizada,
con personajes concretos e irreverentes, con un texto poético y crudo a la vez.
Al ingresar al espacio, encontramos una distribución circular en las sillas,
una elección muy adecuada debido a la condición espacial de El galpón. Al
elegir esta orientación, los espectadores hemos tenido la posibilidad de
observar todos los pormenores de los intérpretes y no como en otras ocasiones, de
perder de vista la interpretación actoral, porque las cabezas tapaban la
visión.
La dramaturgia y dirección de Emilio
Aguirre es tan fresca que permite conectar inmediatamente con lo que está
sucediendo en escena, es tan necesario que alguien más lo diga, lo exprese. Los
artistas poseen un poder tremendo frente a la colectividad y muchas veces solo
encontramos banalidad en su expresión; sin embargo, cuando alguien dice o
manifiesta una situación que todo el mundo sabe, pero nadie lo comenta en voz
alta o en todo caso todos están hartos de repetir, la sala adquiere un
potencial distinto, el arte se manifiesta en su totalidad y en su utilidad y no
solo en su espectacularidad.
Hay mesas en el espacio y entre ellas se
encuentra un bote de basura, mientras el público va ingresando observamos una
mano que pulula sutilmente desde el recipiente, presagia algo visceral, algo
del mundo reptante. Cuando la obra inicia ingresa Déborah Baquerizo en una
posición de araña, de animal que acecha su presa, es muy interesante la
construcción del personaje femenino porque todo el tiempo está descalza, pero
hace como si caminara con unos tacos invisibles, solo en algunos momentos
críticos asienta los pies en la tierra, pero durante la mayor parte de la
presentación ella está en puntitas. Su presencia es muy sugestiva para la
interpretación del espectador, es la compañera de Aldo Dolos (Gabriel Gil) que
permanece en el bote de basura, ella lo saca, ella le recuerda quién es, para
iniciar su periplo criminal. El personaje de Dolos presenta una construcción
muy potente, su forma de hablar, la forma de moverse, el maquillaje que
utiliza, el mostacho que le adorna el rostro, la energía que despliega y su
forma de relacionarse con el público, mantiene la expectación y nos introduce
en la historia.
El ingreso de Peluquini (Álvaro Pajares)
matiza la composición; al igual que los personajes ya mencionados, la
construcción es espectacular, desde el vestuario, hasta los movimientos y
desplazamientos. Su presencia es la exposición de lo que sucede en nuestro
país, es el espectáculo y la farándula presente, cumpliendo su rol político, su
rol social. Desde este momento la interrelación entre personajes es cada vez más
densa, tenemos ante nuestros ojos, sucesos que sabemos reales, pero lo vemos
desde el arte y eso permite un extrañamiento, que nos lleva a una reflexión
profunda sobre lo que está pasando, sobre lo cómplices que podemos ser ante
ciertas realidades y sobre cómo estamos adormecidos por el poder y solo
tendemos a callar y a espectar, como si de una obra de teatro se tratara.
Cuando las piezas parecen estar en su lugar
aparece el matón de matones (Ricardo Bromley), con una construcción de
personaje bien definida, un uso vocal correcto y llamativo. Una silla se ubica
en la lateralidad del escenario y ahí está él, tan vulgar, tan simple, pero
embarrado de dinero y de poder. Hay una dualidad en su personaje, una presencia
endemoniada junto a una apariencia dócil y delicada que finge ser el hermano
inexistente de Peluquini. Es la abstracción de la manipulación, del dominio de
los poderosos, que mediante retazos de aparente sublimidad azota con violentos
latigazos satánicos.
Una vez que los cuatro personajes están en
escena danzan al compás de la musicalización de Daniel Sifuentes, las canciones
clásicas del ideario peruano se desvirtúan en tiempo y sonoridad, como si
quisieran reflejar nuestro estado actual como nación. Una descomposición que se
finge de identidad y se trasluce hostil y horripilante, no pudiendo fingir el
hedor que emana de la podredumbre de sus entrañas políticas y de gestión.
Finaliza con una cumbia cantada por los cuatro personajes subidos en las mesas,
es el instante del clímax, los espectadores hasta ese momento hemos sido
arrastrados por la risa hacia un estado de reflexión inconsciente. La
desvirtuación de los personajes y su alejamiento de su condición humana se da
paso a paso, finalmente tenemos ante nosotros a unos monstruos que
lamentablemente nos tienen en sus manos. Hay una comparación muy interesante
entre la realidad y la ficción, el espectáculo nos adormece y nos lleva a una
especie de letargo, estamos envueltos por la irreverencia de estos personajes,
y esto me lleva a cuestionarme: es solo el artificio del arte que nos tiene así
o hay un distanciamiento hacia la realidad, que demuestra cómo los ciudadanos
estamos ensoñados por el espectáculo que presenciamos día a día, que ya no
podemos acabar ni si quiera con la escasez de juicio crítico.
Moisés
Aurazo
4 de setiembre de 2023
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