martes, 18 de abril de 2023

Crítica: EL PERRO


Entrar al juego

Alguna vez escuché que en otro idioma, la palabra actuar tenía en sus acepciones play, o sea jugar. Y que eso éramos las actrices y actores: jugadores todo el tiempo. Pero para que funcione, como todo juego, había que divertirse dentro de ciertas reglas. Lo que conlleva a que los cuerpos se encuentren en un estado de alerta, exista una urgencia, se dé una situación y ciertos roles/personajes que quieren ganar o conseguir algo. Todo en función a vivenciar/atravesar/viajar una historia. Asimismo, al jugar existiría un grado de planificación, estrategia en la mente y una especie de organización en el cuerpo. Y todo esto es lo que se aprecia en El Perro.

Obra escrita y dirigida por Jorge Bazalar, quien convoca a Henry Sotomayor, Stephanie Enriquez, Ronie Cusó, Christian Ruiz, Luis Miguel Yovera y en la musicalización, a Eduardo Cotos; formando un elenco vivo y tenaz por donde se les viera. Generando que el público sea parte de la escena, pues dentro de la teatralidad que se nos propone (mitad narrativa y mitad representación) como espectadoras y espectadores, viajamos toda la obra al igual que ellos, manteniéndonos a la expectativa de una resolución de conflicto que, aparentemente, giraría en torno a encontrar a un perro. No obstante, pareciera que Bazalar lo usase de pretexto para abordar algo mucho más complejo: cómo funcionamos en sociedad, la violencia que nos rodea desde casa y sobre todo, el abandono y soledad que padecemos por no mirarnos como simples seres semejantes que se necesitan mutuamente para vivir bien. A través de una serie de monólogos que van apareciendo de manera oportuna.

Así, un perro abandonado en la ciudad, dos gatos en el mismo estado, un árbol plantado hace muchos años, un alcohólico solitario en un parque al igual que un anciano ciego olvidado por su familia, o una abuela que ya no recibe visitas por su nieto, quien perdió a su papá o su amiga que no vive con su mamá y solo con su padre policía que se abandona a sus instintos y olvida los principios; todo ello a la par del desmoronamiento de una familia ya quebrada, la cual padece, porque el hijo decidió abandonar su hogar: son jugados por un equipo bien distribuido en el espacio escénico, ya que la actriz y los actores se encuentran en los laterales predispuestos, porque incluso cuando no accionan en escena, están en acción. Es inevitable verlos. Y por alguna razón están ahí.

De esta manera, el director construye una sensación, una idea, una mirada a partir de la distribución escénica planteada, pues deja la libre decisión de qué y a quiénes mirar. Y es grato, porque se puede apreciar la conexión cómplice, la escucha y espera activa de los actores desde cada una de sus sillas, quienes curiosamente no se abandonan entre ellos, ni a sus emociones, pues desde el límite entre ficción y realidad, sostienen al compañero y es justamente por ello que funciona un espectáculo teatral.  Rescatando entonces, cómo en un sencillo cuadrado se pueden proponer y vivir escenas trágicas como lúdicas, siempre y cuando se entre a jugar, decididos, como en la vida misma. Donde aparece la pena, el amor, la esperanza, el miedo, la venganza, la marginalidad. Gracias a una composición escénica pulcra, directa y concreta, haciendo que funcione el juego de inicio a fin. Con el plus de detenernos, como buen arte a escuchar y observar, ya sea la hora o el lugar, para que como espectadores tengamos, por qué no, también una labor activa, construir a partir de nuestra imaginación.

Conny Betzabé

18 de abril de 2023

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