Cuando suenan los Jiwayros
“No hay Paz sin justicia”, comienza diciendo Tania Castro,
directora y dramaturga del grupo Q’ente (Impulso) que este 27 de marzo cumplió
50 años, y trae esta obra que nos invita a reconstruir la memoria.
Huele a hierbas y flores, instintivamente nuestros sentidos
abren las ventanas de la memoria primitiva esa que deja de lado razón y nos
convida a sentir. Silencio, se apaga la luz, Tania cruza el espacio, abriendo
camino, prende una vela y la obra empieza.
El violín de Jorge Choquehuillca y la guitarra de Rubén Soto
nos brindan esa música celeste del ande, que sin darnos cuenta ya tiene de
punta esos caprichosos vellos de la nuca y el brazo. Aparece María Dolores, bailarina
ayacuchana, que está con una pierna inutilizada por culpa de una ráfaga de “impotencia”
de una ametralladora; esto pasó mientras protestaba en Huamanga en 1993. Ella
es interpretada por Nina Chaska Zelada, que nos da, como diría Oquendo de Amat,
“una emocionalidad continua de una heredad personal” en la búsqueda de la
curación del personaje. La presencia de la Virgen Dolorosa y transformación al
Wamani es lograda por Raisa Saavedra con una partitura clara, donde se pueden
disfrutar los detalles de coger una hierba o exprimir una ropita de bebe. Como
una brisa fresca aparece Luz Sanchez, esbozando una ligera sonrisa y cantando
simple en quechua sin mayor impostación. Así se completa este elenco de talento
cusqueño.
Esta es una “obra del susurro”, nos comenta Tania Castro,
pues es una pieza íntima desarrollada para un espacio pequeño, acogedor, donde
el espectador sienta la respiración y el más mínimo ruido, cosa que se logra
utilizando minuciosamente el silencio, creando una atmósfera íntima donde se
espera con ansias el siguiente texto y se disfruta el silencio como quien
respira o queda en contemplación. Si bien es una obra intima, también ha sido
adaptada a espacios más convencionales, como el Teatro Municipal del Cusco y el
Teatro del LUM en la última versión del
Warmikuna Raymi el pasado 9 marzo.
Teatro y memoria es una necesidad en una sociedad donde
hablar de los ausentes, como diría Gabriel Gatti, “es hacer referencia a
individuos sometidos a regímenes de invisibilidad, a hechos negados, pruebas silenciadas, a
cuerpos borrados”. Aquí nacen unas preguntas: ¿Qué está haciendo el Estado para
ayudarnos a curar estas heridas nacionales?, ¿qué hacemos nosotros ante la
indiferencia? o ¿somos una sociedad incrédula? Noam Chomsky dice “la desilusión
con las estructuras institucionales ha conducido a un punto donde la gente ya
no cree en los hechos. Si nadie hace nada por mí, por qué he de creer en
nadie”. Pero también “somos un pueblo
festivo, con ciencia, música, arte, con herramientas para vivir lindo, para
curarnos”, nos dice Tania Castro.
Recordemos: el teatro no es solo un espacio de
experimentación estética, sino también ética y política, que merece un proceso
de calidad y de evolución constante. En el caso de “Cuando suenan los Jiwayros”,
comienza en el año 2013, cuando nace la dramaturgia y tiene como primer producto
la obra “María, María” en el 2014 y como evolución, esta se ve dividida en
“Maria del mar”, que esperamos con ansias se ponga en escena pronto y “Cuando
suenan los Jiwayros”, que tiene como protagonista a “Maria Dolores”. El proceso
creativo, de investigación, ensayos y confrontación, se da durante el 2015 –
2016, tiempo en el que fue visto y nutrido por personajes diversos como Ana
Correa, Socorro Naveda, Augusto Casafranca (Yuyachkani), Christian Pino (Fuego
negro- Chile), Alejandro Roca Rey (cineasta), Cristian Olivares (danza
contemporánea), Verónica Vargas (Lecoq), Vera Carbajal (Exiliada), Hipólito
Peralta (semiótica andina) y Lucho Castro (director de teatro), entre
otros. Del 2017 a la actualidad es un
tiempo más de entrega al público y de constante evolución a través de la
repetición.
“Hay que recordar nuestro propio dolor, donde me duele, qué
es lo que más me dolió, ese dolor de verdad es lo que se busca entregar en
escena para que el espectador encuentre su catarsis”, nos comenta del proceso
Tania Castro, a quien no dudo en calificar como una de las referentes más
importantes del teatro cusqueño. Mario Biagini nos diría: “Buscar nuestras
estructuras asociativas”, para ir más allá de la acción. Quizás en busca del
“Espectador Testigo”, que deja su
posición pasiva para tomar una posición ética hacia los hechos presentados.
Cabe resaltar que la producción de esta obra es autogestionada,
sin ningún apoyo del Estado o empresa privada, lo que deja en evidencia la
falta de políticas culturales que apoyen la propagación y difusión de obras que
dan testimonio de “La época del conflicto armado” o “La época del terror”, términos
que instituciones del Estado quieren borrar y pasar de frente al perdón, claro,
al perdón de Fujimori o PPK. ¿Qué será? Que los políticos, muchos de ellos
podridos en corrupción, quieren un pueblo sin memoria.
Miguel Gutti Brugman
Cusco, 16 de marzo de 2018
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