Entrar al juego
Alguna vez escuché que en otro idioma, la
palabra actuar tenía en sus
acepciones play, o sea jugar. Y que eso éramos las actrices y
actores: jugadores todo el tiempo. Pero para que funcione, como todo juego,
había que divertirse dentro de ciertas reglas. Lo que conlleva a que los
cuerpos se encuentren en un estado de alerta, exista una urgencia, se dé una
situación y ciertos roles/personajes que quieren ganar o conseguir algo. Todo
en función a vivenciar/atravesar/viajar una historia. Asimismo, al jugar existiría
un grado de planificación, estrategia en la mente y una especie de organización
en el cuerpo. Y todo esto es lo que se aprecia en El Perro.
Obra escrita y dirigida por Jorge Bazalar,
quien convoca a Henry Sotomayor, Stephanie Enriquez, Ronie Cusó, Christian Ruiz,
Luis Miguel Yovera y en la musicalización, a Eduardo Cotos; formando un elenco
vivo y tenaz por donde se les viera. Generando que el público sea parte de la
escena, pues dentro de la teatralidad que se nos propone (mitad narrativa y
mitad representación) como espectadoras y espectadores, viajamos toda la obra al
igual que ellos, manteniéndonos a la expectativa de una resolución de conflicto
que, aparentemente, giraría en torno a encontrar a un perro. No obstante,
pareciera que Bazalar lo usase de pretexto para abordar algo mucho más
complejo: cómo funcionamos en sociedad, la violencia que nos rodea desde casa y
sobre todo, el abandono y soledad que padecemos por no mirarnos como simples seres
semejantes que se necesitan mutuamente para vivir bien. A través de una serie
de monólogos que van apareciendo de manera oportuna.
Así, un perro abandonado en la ciudad, dos
gatos en el mismo estado, un árbol plantado hace muchos años, un alcohólico solitario
en un parque al igual que un anciano ciego olvidado por su familia, o una
abuela que ya no recibe visitas por su nieto, quien perdió a su papá o su amiga
que no vive con su mamá y solo con su padre policía que se abandona a sus
instintos y olvida los principios; todo ello a la par del desmoronamiento de
una familia ya quebrada, la cual padece, porque el hijo decidió abandonar su
hogar: son jugados por un equipo bien distribuido en el espacio escénico, ya
que la actriz y los actores se encuentran en los laterales predispuestos,
porque incluso cuando no accionan en escena, están en acción. Es inevitable verlos.
Y por alguna razón están ahí.
De esta manera, el director construye una
sensación, una idea, una mirada a partir de la distribución escénica planteada,
pues deja la libre decisión de qué y a quiénes mirar. Y es grato, porque se
puede apreciar la conexión cómplice, la escucha y espera activa de los actores
desde cada una de sus sillas, quienes curiosamente no se abandonan entre ellos,
ni a sus emociones, pues desde el límite entre ficción y realidad, sostienen al
compañero y es justamente por ello que funciona un espectáculo teatral. Rescatando entonces, cómo en un sencillo
cuadrado se pueden proponer y vivir escenas trágicas como lúdicas, siempre y
cuando se entre a jugar, decididos, como en la vida misma. Donde aparece la
pena, el amor, la esperanza, el miedo, la venganza, la marginalidad. Gracias a
una composición escénica pulcra, directa y concreta, haciendo que funcione el
juego de inicio a fin. Con el plus de detenernos, como buen arte a escuchar y
observar, ya sea la hora o el lugar, para que como espectadores tengamos, por
qué no, también una labor activa, construir a partir de nuestra imaginación.
Conny
Betzabé
18 de abril de 2023
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