El jardín inconexo
Hace poco terminó la temporada de la obra
El jardín de los cerezos de Antón Chejov, puesta en escena en el Centro
Cultural de la PUCP. Jorge Guerra dirigió este clásico, con la codirección de
Martín Guerra, y la certera traducción del texto a cargo de Alberto Isola. Sin
duda, fue una producción apoteósica que reunió a la comunidad de la Facultad de
Artes Escénicas, en un elenco compuesto por Bertha Pancorvo, Mario Velásquez,
Augusto Mazzarelli, David Carrillo, Gabriel González, Daniela Trucíos, Luis
Miguel Yovera, Fito Bustamante, Déborah Baquerizo, Masha Chavarri, Mario
Gaviria y Valeria Ríos. El director Guerra ha dejado muy claro su conocimiento
y entendimiento de esta pieza escénica, apropiándose de esta historia y dándole
un sello personal al resultado final.
La representación contó con estructuras
escenográficas constantemente, lo cual permitía usar el espacio con matices de
altura y profundidad. Esta es una obra larga, por lo que el dinamismo del
escenario era importante para la continuidad del montaje. Los detalles
estuvieron enfocados en la caracterización de los personajes, pues usaron
vestuarios únicos entre ellos. Es evidente que se pensó en cada pieza como un
elemento propio, que diga información del personaje que lo usa. Muchas veces
las representaciones escénicas utilizan vestuarios coherentes con la época; en
este caso, más allá de una coherencia, se notó plena consciencia desde la
dirección en cada prenda, objeto y aplicación que utilizaron los personajes.
Este detalle es importante, pues habla de una estética clara por parte de la
dirección.
Es sorprendente la vigencia de la historia
de esta aristócrata familia rusa venida a menos a finales del siglo XIX, en
contraste con el enriquecimiento de los descendientes de quienes alguna vez
fueron esclavos de aquel jardín de los cerezos. Es notable cómo Guerra logra
proyectar en la estética de la obra esta sensación de ver a los personajes como
marionetas de sus propios actos. Sin embargo, la complejidad de la historia no
fue del todo apropiada por parte de casi todo el elenco de actores.
La desconcentración fue tan grande como el
jardín de los cerezos del que se habla. Lo que sucedió en este montaje se puede
explicar con el siguiente ejemplo: imaginen un bailarín que ha ensayado una
coreografía, la sabe de memoria, sabe ejecutarla; sin embargo, hay una rigidez
corporal que evidencia que está contando los pasos todo el tiempo. Su cuerpo no
se mueve armoniosamente al compás de la música, sino que lo hace rígidamente,
sin matices y sin apropiarse de la coreografía. Este elenco no dejó pasar la
música a través de ellos. Se anticipaban a las reacciones y respuestas de sus
compañeros en escena, evidenciando la casi nula conexión entre ellos. Si bien
el director ha hecho un trabajo minucioso de construcción de un mundo
particular, su elenco no supo interiorizarlo ni apropiarse de él completamente.
Ya sea por distracción, falta de presencia o falta de entendimiento del momento
a momento en la obra, el resultado fue un grupo de actores que dilataba
momentos, se pisaban los textos, y sobre todo, no se escuchaban realmente. No obstante, debo destacar las actuaciones de
Velásquez, Mazzarelli y González. Los personajes que interpretaron estaban
alineados, llenos de detalles que muchas veces levantaban el ritmo de la obra.
Era muy claro el propósito de sus roles dentro del ecosistema de la puesta,
captando particularmente la atención del público, incluso cuando ocurrían
escenas “principales”, mientras ellos coexistían en escena.
Stefany Olivos
29 de noviembre de 2024
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