Perú, 1989
Con las actuaciones de Sebastián Ramos,
Diego Carlos Seyfarth y Jorge Black, y la dramaturgia y dirección de Sebastián
Eddowes, El rancho de los niños perdidos es una obra en dos actos, cuya acción
dramática consiste en los constantes intentos de sus personajes por encontrar
su identidad, en un ambiente erosionado por la moral, la disciplina y en otros
ámbitos, por la superficialidad.
Es importante destacar del montaje su
limpia escenografía: dos estrados, en ambos lados de la sala de Casa Amaru, con
una luz blanca sobre el escenario casi todo el tiempo, pero aprovechando muy
inteligentemente las sombras y la oscuridad. Sin embargo, el ecran sobre la
pared mirando hacia el fondo en medio de los dos estrados, que sirve como
elemento de contextualización del montaje con imágenes históricas y
cinematográficas, no puede ser visualizado por todo el público, debido a la
posición de los asientos. Las imágenes parecían además, ligeramente distorsionadas.
La música fue un elemento interesante y convencional, que incluía clásicos de
Schubert y Beethoven.
La historia es una mezcla de realidad con
ficción: el cineasta ruso-español Alexander Porfirievich Zinatov (Seyfart) es
también profesor y dirige una especie de liceo lleno de niños. Además, la
relación sentimental y profesional, pero conflictiva, de Alexander con el actor
y cantante italiano Francesco Rossi (Black), protagonista de sus películas,
aporta interés a una trama ganadora del festival Sala de Parto. Sin embargo, la
parte más potente y llena de contenido sucede en la primera escena, en donde
surgen una serie de choques de personalidades, revelaciones, traiciones e
intrigas, con diálogos muy interesantes y atractivos; además, destacan la potencia
de voz y la presencia escénica de Seyfarth como este ser totalmente racional,
con una voz intimidante que incluso llega a generar pánico sobre el escenario,
con la disciplina y seriedad de un profesor soviético. Por otro lado, Ramos
encarna a un estudiante de cine llamado Benjamín, ilusionado con hacer buen
arte, pero cuya personalidad cambia totalmente tras una serie de revelaciones,
se vuelve pragmático, manipulador, irónico y superfluo. Esa transformación es
limpia, no mecánica y, hasta cierto punto, imperceptible.
Resulta extraño el rol de Black en el
primer acto: se encuentra sentado a un lado del escenario, vestido con una
camisa blanca y simplemente repitiendo “Yo seré Franchesco Rossi, pero todavía
no” en ciertos momentos y mencionando las acotaciones de escena, como la manera
de mirar del profesor o de pensar de Benjamín; pienso que es innecesario, ya
que no refleja ninguna novedad estética y narrativa, además el espectador
espera ver esas reacciones en los personajes, más que oírlas en voz alta. De
otro lado, Black sí encarnó muy bien el personaje de Rossi en el segundo acto, con
mucha naturalidad, extravagancia y sobre todo sin inhibiciones, pues en una
serie de ocasiones hay besos con otros personajes masculinos, que fueron
ejecutados con mucho profesionalismo, sin caer en actos chabacanos y
actuaciones simplistas.
La revelación de lo que sucedió en Cannes
fue muy atractiva y aún más impactante, su escenificación: se mezclan los
tiempos en un mismo espacio con casi los mismos vestuarios, pero esta fue clara
y entendible. Pero hacia el final del segundo acto, la fuerza histórica tan rica
e interesante apaga la llama, debido a una serie de diálogos repetitivos y a
veces, un poco extensos. Además, Black desarrolla otros personajes que no se
distinguían del todo de Rossi. Los acontecimientos históricos confusos (y un
poco erróneos) acaso no sean importantes ni pertinentes, ya que la historia no
trata ni sobre la crisis de los ochenta en Perú ni sobre la caída del Muro de
Berlín ni sobre el fin de los gobiernos socialistas en Europa del Este. De
hecho, estos elementos históricos son como anécdotas que distraen de la
historia, que aborda la temática de la lucha por la identidad, sobre todo
sexual.
Al final, la alegoría en la puesta de Sebastián
Eddowes nos deja un mensaje sobre la importancia de la búsqueda del individuo
por su personalidad y particularmente, su sexualidad. No es una obra histórica
narrada linealmente, tampoco una reflexión sobre la crisis de los ochenta en
Perú o en Europa del Este o una historia política; por lo tanto, no tiene mucho
sentido criticarla por los errores históricos que se mencionan. Sin embargo, El
rancho de los niños perdidos es un montaje claro, atractivo, atrevido y
recomendable.
Enrique Pacheco
20 de octubre de 2019
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