El beso que nunca llegó
Acaso ya sea costumbre que toda historia romántica que se
respete, exceptuando aquellas que carezcan de finales felices, lleguen a su
término con el beso de rigor entre los amantes, quienes debieron vencer mil y
un obstáculos para salvar su relación y darle rienda suelta a su pasión. Por
tal motivo, resulta curioso cuando una obra de teatro que se embarque en tal
propósito, no culmine en el tan esperado ósculo, que justifique así todas las
penurias a las que han sido sometidos los amantes y además, los sufridos
espectadores que se mantuvieron en vilo a lo largo de la trama. Pues ese fue, en líneas generales, el
caso de La decisión final, del prolífico y joven autor y director Gianfranco
Mejía, estrenada en el Teatro Auditorio Miraflores a cargo de Mever
Producciones, que contando con el mencionado montaje llegó a su decimocuarta
producción.
Pablo (Renzo Del Carpio) lleva una doble vida, pues convive
con su pareja Camila (Luz María Jáuregui), pero desde hace un año mantiene una
relación sentimental con otro hombre de nombre Walter (Jeffrie Fuster); en
consecuencia, la situación se va haciendo insostenible con las sospechas de
Camila y la presión de Walter, así que Pablo debe tomar “la decisión final”: revelar
su verdadera identidad sexual o mantenerse refugiado en su fachada y ser feliz
a escondidas. El desenlace, que si bien no sorprendió a nadie, por lo menos sí
se hizo esperar con dignidad, gracias a los esfuerzos de Jáuregui y Del Carpio,
y al carisma de Fuster para conmover y divertir en el momento justo. Nuevamente
Mejía apuesta por una estética urbana sin complicaciones, recayendo todo el
peso de la puesta en una historia que bien pudo haberse resuelto en menor
tiempo escénico, convirtiendo los prescindibles diálogos en miradas, acciones,
gestos, pausas y silencios que enriquecerían el resultado final.
¿Por qué La decisión final no tuvo un beso que cerrara su
historia de amor? Porque la decisión se tomó, los obstáculos que reprimían esta
pasión de un año (¡un año!) se fueron, los amantes se quedaron uno frente al
otro con la casa sola. ¿Por qué entonces solo las manos apretadas y un abrazo
fraternal como símbolo del amor verdadero, antes que se apaguen las luces? Se
podría barajar varias hipótesis. ¿Acaso un beso entre dos hombres podría herir
la susceptibilidad de los espectadores? ¿Es
que en pleno 2019, un beso homosexual es sinónimo de controversia y polémica
condenable? ¿No es La decisión final una pieza escrita expresamente para hacer
valer los derechos de las minorías reprimidas y para fortalecer el respeto
entre todos los habitantes supuestamente libres de una sociedad? Impensable
creer que la negativa haya partido de los actores. Pero acaso las palabras del
director al recibir los aplausos finales, en las que aclaraba que la historia
que escribió no tiene nada que ver con él, echen luces sobre el misterio que
rodea a esta obra valiosa en su concepto, pero que debió ser más arriesgada,
valiente y comprometida, si ya se está pensando en una reposición. Esa será “la
decisión final” del director.
Sergio Velarde
13 de febrero de 2019
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