Explotando las cómodas burbujas
Eduardo Adrianzén es uno de los dramaturgos peruanos que mejor sabe
plasmar en sus obras el tiempo que le tocó vivir. Además, el 2013 fue el año en
el que, sin proponérselo, se convirtió en el autor más representado en nuestra
ciudad, a través de las numerosas reposiciones de sus piezas. Entre ellas, El día de la luna(1996) y El nido de las palomas (2000) fueron
textos que exploraron, cada uno a su manera, las tribulaciones de una
generación golpeada por la crisis social y política, con temáticas como la
incomunicación reinante entre padres e hijos, la primera; o como la latente
posibilidad de escapar de nuestro golpeado país, la segunda. Ese mismo año,
Adrianzén estrenó la notable La eternidaden sus ojos, en la que el público, gracias a la certera dirección de Oscar
Carrillo, se transportó hacia aquella década nefasta y violenta que nos tocó
vivir.
Con Cómo crecen los árboles, que
vio la luz por primera vez en el programa Sala de Parto 2013, el autor supera
su propia valla con un hermoso texto, pletórico de emocionantes imágenes,
contundentes diálogos y una desgarradora violencia contenida, que todo peruano,
especialmente el que aún vive dentro de su cómoda burbuja, debería ver. El
título pareciera apuntar hacia el conocido refrán: Árbol que nace torcido, jamás su tronco endereza. Y es esta
problemática la que efectivamente atormenta al protagonista de la obra: Dante
debe conocer sus orígenes para poder llegar a la adultez, con la madurez necesaria
y sin peligro de “torcerse”. Su apellido provisional, Casona, se lo debe a su
madre, admiradora del autor de Los
árboles mueren de pie, y que también le ocultó la identidad de su padre.
La historia de Cómo crecen los
árboles inicia con una escena aquí, en nuestra ciudad y en nuestro presente,
dentro del acogedor comedor de una familia acomodada, con Dante (Emanuel
Soriano), un joven estudiante de gastronomía que prepara el almuerzo, en
compañía de su madre Maritza (Denisse Arregui), una activista que trabaja en
una ONG, y de su novia Vania (Camila Zavala), una despreocupada estudiante de
cine. Ellos tienen una conversación sobre asuntos triviales, que termina cuando
nuestro pasado reciente aparece haciendo explotar la burbuja, gracias a las
palabras pronunciadas con apabullante naturalidad por la empleada Paulina
(Sylvia Majo): ella es una sobreviviente de la guerra interna que castigó a
nuestro país. Luego, aparece sorpresivamente otro personaje, el ex-militar
Tomás (Carlos Mesta), que no solo revela ser el padre de Dante, sino que además
es un prófugo de la justicia, pues es responsable directo de la muerte de
familias enteras acusadas de terrorismo, en una comunidad campesina de Ayacucho
en 1991. Dante se ve entonces obligado a enfrentar a toda una generación,
aquella que vivió en los convulsionados ochentas y noventas, una tan diferente
a la actual.
El director Gustavo López Infantas dirige con precisión al elenco y
potencia sus habilidades para darles vida a estos complejos personajes, que incluyen
también a Cristóbal (Gonzalo Molina), el profesor de Kung Fu de Dante, con
ideas extremistas. Lo verdaderamente notable de la obra, es que Adrianzén no
comete el error de tomar partido por algún punto de vista en específico: cada
personaje expresa sus motivaciones frontalmente y recibe un mismo tratamiento
por parte del director, enriqueciendo así el producto final. El montaje nos
regala algunas escenas memorables, como el inquietante monólogo de Tomás,
narrando los horrores de una guerra que muchos se negaron a tomar en cuenta en
su momento; o como las sentidas líneas que recita Paulina, luego de encontrarse
en medio del fuego cruzado desatado por Tomás y Cristóbal.
Pero acaso la escena con mayor dosis de violencia contenida, sea la conversación
entre Vania y Paulina, cuando la primera quiere convencer a la segunda de
protagonizar un corto experimental: ante nuestros ojos aparecen dos mundos
completamente ajenos el uno del otro, incapaces de comprenderse, retratados en
personajes que conviven dentro de un mismo país, e interpretados de manera
notable por Camila Zavala y Sylvia Majo. Sin embargo, la surrealista escena
onírica de Dante merece una revisión, pues la música, la coreografía y los
diálogos se confunden en medio del alboroto, tornando dicha secuencia en
peligrosamente prescindible. El epílogo, con Dante observando la garúa desde la
ventana de su casa, nos remite a los finales de otras puestas destacables del
año, como lo fueron Incendios de
Wajdi Mouawad o Calígula de Albert
Camus, que también utilizaron el agua como símbolo de la calma tras la tormenta,
de la esperanza luego de la desilusión. Cómo
crecen los árboles, presentada en el Auditorio AFP Integra del MALI, logra
explotar esas cómodas burbujas, se convierte en una de las puestas en escena
más destacables del año y consolida a Eduardo Adrianzén como uno de nuestros
dramaturgos más completos y consecuentes del medio.
Sergio Velarde
Publicado originalmente en La Lupe #5
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