lunes, 22 de diciembre de 2025

Crítica: DIATRIBA DE AMOR CONTRA UN HOMBRE SENTADO


Las banderas de la emancipación

Al ingresar a la pequeña sala de la Casa Bulbo, encontramos a Graciela - el personaje que interpreta Ebelin Ortiz – sentada en un sofá romano con una copa de champagne en la mano, vestida de rojo intenso, provocativo como su espalda desnuda, con una cola interminable que se une a la cubierta del mueble y continúa en el gran telón que cae detrás de ella, creando un ambiente exótico y sensual.

“¡Nada se parece tanto al infierno como un matrimonio feliz!” es la frase rotunda, que resuena en la voz de Graciela como anuncio de lo que será su “diatriba”.  Estamos sentados cerca al extremo opuesto del sofá y la mirada de Graciela nos penetra - con toda la intensidad que sabe poner Ortiz - cuando lanza su discurso contra el marido, cuya presencia en escena se intuye por esa mirada aguda, feroz y a veces irónica. 

Ese hombre representa el concepto tradicional del matrimonio, el éxito económico y social y la estabilidad que toda mujer podría desear para ser feliz y que ella ha disfrutado por 25 años. Justamente esa noche deben celebrar su aniversario, pero la fecha es una oportunidad para el balance y frente al espejo de su soledad (aunque el marido siga allí, sentado imaginariamente) ella resuelve romperlo todo y reventárselo en la cara. Su discurso no es una cantaleta de frustración, sino una rebelión y ese es el principal valor de la obra. Ella renuncia a ese papel de esposa tradicional y se rescata a sí misma en nombre de la dignidad. Graciela no bebe el trago amargo de la derrota. Por el contrario, nos convoca a un brindis por su liberación.

Es en ese momento que la historia trasciende la anécdota personal para convertirse en un grito de batalla (“a la mierda el pasado”) y una arenga para la autoafirmación de la mujer en general, frente a las relaciones serviles que impone el patriarcado y sus pautas culturales. Sin que estos términos sean parte de su alegato, el texto nos revela un discurso político de género, al que Ortiz no es ajena sino, por el contrario, activa militante y la felicitamos por ello.

A la excelente actuación de Ortiz se suma la acertada dirección de Ginno Paul Melgar, quien renuncia a algunas anotaciones del autor, como no empezar con el ruido de platos sino con la atención total en Graciela desde el ingreso a la sala y así concentrarnos en sus palabras y no en su ira. Asimismo, prescinde del maniquí representando al marido y apuesta por la imaginación, siempre ilimitada, que se adecúa a la descripción que hace Graciela en el desarrollo del monólogo.

Esta es la única obra de teatro que se conoce de Gabriel García Márquez y hasta pareciera ser de otro autor si nos empecinamos en buscar las maravillosas figuras literarias que nos ofrece en sus novelas. No hay signos de ese realismo mágico en esta obra y no por eso es una obra menor, pues además de la buena estructura y descripción de ambos personajes, el texto es ameno, ágil, agudo y abunda en reflexiones profundas sobre la situación de la mujer y hace suyas las banderas de su emancipación. 

David Cárdenas (Pepedavid)

22 de diciembre de 2025

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