domingo, 15 de junio de 2025

Crítica: MONTEVERDI: EL RITUAL DE LA NINFA


Un ritual escénico que despierta al mundo

Este jueves 12 de junio, la noche en el teatro Ricardo Blume trajo consigo Monteverdi: El ritual de la ninfa, una obra que se define como “concierto en contexto” y que, más allá del rótulo, es una experiencia escénica envolvente. Dirigida por Mateo Chiarella Viale, con la dirección adjunta de Lucho Tuesta, y con las actuaciones de Alfonso Santisteban y Celeste Viale, acompañados por seis músicos en escena, la propuesta es tanto una clase viva de historia musical como un ritual sensible y profundamente humano.

Desde el inicio, la disposición del espacio genera una tensión interesante: el piano en uno de los extremos, los actores en el otro, y una línea invisible que los conecta a través de la palabra, el cuerpo y la música. No hay una escenografía elaborada, pero sí una arquitectura invisible de afectos y resonancias que sostiene todo el montaje.

El relato transita por la vida de Claudio Monteverdi, considerado el padre de la ópera, y lo hace con una sensibilidad que evita caer en lo meramente biográfico. Aquí no hay un afán por informar, sino por emocionar. La música de Monteverdi aparece como un personaje más: no ilustra, sino que atraviesa, interrumpe, sostiene. Las canciones están subtituladas, sí, pero lo que realmente conmueve es la presencia escénica de los músicos y de los actores. Lo que ocurre en escena va más allá del texto: se siente.

La historia está estructurada a partir de tres de sus óperas más importantes: La fábula de Orfeo, El retorno de Ulises a la patria y La coronación de Poppea. Cada una marca un momento vital del compositor, y cada fragmento musical nos recuerda por qué su obra sigue viva. Se habla de su obsesión por las disonancias, de su búsqueda por “despertar al mundo” a través del arte. Y, de algún modo, el espectáculo logra lo mismo.

Entre escena y escena, se mencionan temas que todavía nos tocan: los cambios de gobierno, la incertidumbre laboral, la pérdida de archivos y obras por negligencia o desinterés institucional. Monteverdi no queda atrapado en el pasado: es una figura que, desde el siglo XVII, dialoga con nuestras propias fragilidades contemporáneas.

Santisteban y Viale ofrecen interpretaciones brillantes. La soltura, la precisión, la humanidad que imprimen a sus personajes hacen que, por momentos, uno olvide que está viendo una obra. Es, más bien, como si se escuchara una confidencia. Una historia que alguien nos cuenta al oído, desde muy lejos, pero que se siente muy cerca.

A pesar de durar hora y media, el tiempo no pesa. Todo fluye con ligereza, como si el montaje supiera muy bien cuándo detenerse y cuándo avanzar. Al final, me quedo con una frase que se repite en la obra: Monteverdi logró “hacer llorar a las almas más duras”. Y creo que eso es, también, lo que logra esta pieza. No solo revive su música. Nos recuerda que el arte, cuando es honesto, tiene el poder de conmover incluso al tiempo.

Daniela Ortega

15 de junio de 2025

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