Recorrimos La Casa Bulbo, donde asistimos a
tres obras en formato corto. La primera que presenciamos fue Sigue la Luz,
escrita por Lita Baluarte y Daniela Rotalde, con actuaciones de Luciana
Blomberg y Melania Urbina.
Esta historia narraba la vida o quizá la
muerte de Maca y Daniela, dos amigas atrapadas en un limbo plagado de
referencias pop, memorias, sarcasmo y amor. La obra nos arrojó a un espacio
donde el tiempo era nebuloso y los recuerdos funcionaban como la única ancla
frente al olvido. Con diálogos vibrantes, cargados de ironía y ternura, Sigue
la Luz se movía con soltura entre el stand-up y la tragedia, entre Ghost y
Keanu Reeves, entre cuencos, chacras y los verdaderos fantasmas de la
existencia: la culpa, el miedo y el abandono.
Maca y Daniela no solo dialogaban: se
enfrentaban, se confesaban, se traicionaban y se perdonaban con una
autenticidad brutal. A pesar de su contexto fantástico, la obra resultaba
profundamente humana. En su aparente caos, tejía una reflexión sobre aquello
que merece ser recordado, sobre lo que nos mantiene vivos incluso más allá de
la muerte: el amor, la amistad y las ganas de bailar una canción más.
El escenario minimalista no necesitaba
adornos: lo que brillaba eran las actuaciones formidables de ambas intérpretes,
quienes nos llevaron por un vaivén de emociones, narrando la historia con
naturalidad y credibilidad. Los cambios de luz eran precisos, y el ritmo
mantenía nuestra atención atada, cuidando que no perdiéramos ningún detalle.
Hubo una escena, en particular, que se
transformó en un torbellino de memorias sangrientas; una secuencia que
condensaba el tono de la obra: belleza, brutalidad y una verdad incómoda. Esta
no fue la historia de almas en pena buscando redención, sino la de dos mujeres
intentando no soltarse, aferradas a lo que fueron y a lo que aún podían ser.
La segunda obra que vimos fue Dramaturg-IA, escrita por André Portugal y Alfredo Lara, con dirección de Portugal e interpretaciones de César Chirinos y Fiorella Flórez.
En un tiempo en que la inteligencia
artificial invade playlists, búsquedas y ahora también procesos creativos, la
obra planteó una inquietud crucial: ¿cuánto del arte que consumimos sigue
siendo realmente hecho a mano?
La obra presenta a una pareja de
dramaturgos enfrentados no solo por un deadline inminente, sino por una crisis
ética: ¿usar o no usar inteligencia artificial para escribir una obra
encargada? Lo que comienza como una conversación doméstica salpicada de frustraciones
cotidianas, la falta de dinero, el colegio del hijo, la precariedad del medio
teatral, rápidamente escala hacia un terreno existencial sobre lo que significa
ser artista hoy.
El lenguaje fue coloquial, de ritmo natural
e intensidad casi televisiva. Las interrupciones, discusiones inconclusas y
cambios de tono estuvieron tan bien logrados que por momentos parecía que no
estábamos ante una obra, sino frente a una conversación real. Sin embargo, a diferencia
de la primera función, las actuaciones, si bien correctas, por momentos no
terminaron de sentirse del todo creíbles.
Por otro lado, hubo momentos provocadores
como ciertas afirmaciones sobre el público (la gente es idiota) que
evidenciaron la intención de incomodar, no de complacer. El golpe final llegó
con la posibilidad de que toda la obra hubiera sido escrita por IA, instalando
la duda como virus en la mente del espectador. No ofreció respuestas, pero
abrió preguntas imposibles de googlear.
La tercera y última obra que vimos fue Turquesa, de Mariana de Althaus, dirigida por Diana Cornetero y protagonizada por Norma Venegas y Simón V. de V. Fue una de esas piezas que no se resuelven, que se quedan suspendidas en el pecho como una hebra suelta que no termina de anudarse.
Con un lenguaje fragmentado y un universo
que oscilaba entre el absurdo y la ternura, la obra construyó un limbo en el
que dos almas —una que tejía, otra que buscaba— dialogaban sin lograr
comprenderse del todo. Y es justamente en esa imposibilidad donde la
dramaturgia adquiere su fuerza: en la incapacidad de cerrar el duelo, de hallar
destino, de salir de esa casa sin puertas.
El espacio escénico, infinito y repetitivo,
funcionó como potente metáfora del purgatorio emocional: un lugar sin tiempo,
donde las palabras se disolvían como la bufanda que nadie aceptaba. Ella
¿fantasma?, ¿diosa menor?, ¿condenada? era un personaje difícil de definir; él,
un hombre en busca de castigo, exponía una culpa masculina que temía al
consuelo tanto como lo deseaba.
La propuesta se sostuvo en el tono
tragicómico, donde los personajes no evolucionaban: se desgastaban. Y en ese
desgaste, el espectador encontraba sentido. La bufanda, absurda y concreta, se
volvió símbolo de ese anhelo profundo: abrigo, permanencia, ternura sin
condición.
Sin embargo, la experiencia escénica se vio
afectada por algunos factores técnicos. La iluminación, en tonos azules
permanentes, generó una atmósfera coherente con la propuesta estética, pero a
la vez dificultó la visibilidad y la apreciación plena de las actuaciones. La
oscuridad no solo restó expresividad a los rostros, sino que afectó la
percepción del espacio: en más de una ocasión los actores tropezaron no queda
claro si fue parte de la puesta o resultado de una escenografía poco segura,
con cables visibles sobre el piso, lo que rompió momentáneamente la inmersión.
Si bien se percibió un buen trabajo físico,
las interpretaciones no lograron la misma contundencia emocional que en las dos
puestas anteriores. Las voces llegaban, pero las emociones no siempre lo hacían
con la misma verdad. Tal vez fue la iluminación, o tal vez fue el exceso de
artificio visual, lo cierto es que se echó en falta un cuidado mayor en los
detalles que permitieran disfrutar con más claridad la propuesta.
Turquesa no es una obra que se deje atrapar
fácilmente. Es más bien un acto de espera compartida. Un eco. Un intento de
decir “no te vayas” antes del inevitable adiós. Pero para que ese eco resuene
con toda su potencia, hace falta que el escenario, la luz y los cuerpos se
pongan enteramente al servicio de ese susurro.
Milagros Guevara
15 de junio de 2025
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