viernes, 16 de noviembre de 2018

Crítica: IFIGENIA


Más de 2,400 años después

Aranwa Teatro, Pura Vibra y Radio Filarmonía están presentando Ifigenia de Johann Wolfgang  Goethe. La temporada se está dando en el teatro Ricardo Blume, bajo la dirección de Jorge Chiarella, con las actuaciones de Daniela Rodríguez (Ifigenia), Mariano Sábato (Thoas), Stefano Salvini (Orestes), Joaquín Escobar (Pílades) y José Antonio Buendía (Arkas). Ifigenia, separada de su ciudad natal y destinada a ser la sacerdotisa de la diosa Diana en la ciudad de los Tauros, tiene la labor de sacrificar a todos los extranjeros que llegan a estas tierras. La historia toma otro rumbo con la llegada de su hermano Orestes, a quien no logra reconocer inicialmente, acompañado del fiel Pílades.

El teatro elegido para la representación es de forma circular, de modo que es necesario tener una conciencia espacial de movimientos y desplazamientos por parte de los actores, quienes en este caso lograron estar a la altura de tal rigurosidad. Un ítem importante en una obra como esta es el trabajo de texto, dado que está escrito con una musicalidad particular propia del verso: todos los actores tuvieron un manejo del texto limpio, pues se notó la apropiación y el trabajo minucioso. Era interesante entender las imágenes que el texto de Goethe describe y disfrutar de aquella sonoridad que su texto posee. La construcción de personaje estuvo llena de especificidades en todos los actores, destacando el trabajo de la actriz Daniela Rodríguez: desde  su corporalidad hasta su manejo de texto en escena. El actor Stefano Salvini, si bien realizó un buen trabajo en general, tenía momentos de desborde de energía que impedía entender algunos de los textos del personaje.

Los elementos escenográficos de la obra fueron los justos y necesarios para especificar  el lugar donde se encontraban. Parte de la creación del espacio estuvo a cargo de marcaciones desde la dirección: los actores indicaban dónde era la entrada el templo, dónde estaba la diosa Diana, dónde estaban los aposentos de Ifigenia y dónde se escondían los prisioneros Orestes y Pílades. Estas marcaciones de espacios no recreados en escena le daba profundidad al montaje: la sensación de estar en un lugar espacialmente más grande que el tamaño real del teatro. Los vestuarios de los personajes fueron una selección atinada que apoyaba su construcción en escena de manera realista. En el caso de la iluminación, estuvo manejada de manera precisa, de modo que sirvió para indicar cambios espacio-temporales y crear atmósferas en momentos específicos de la obra. Estos cambios de luces y mezcla con colores como el rojo para momentos álgidos les daban matices a la representación, causaba interés visual a aquellos momentos que el director quería que le pongamos más atención.

Es interesante revisar un texto clásico hoy en día, pues siempre termina dándonos una nueva lección tan vigente como una obra contemporánea. La fuerza de esta mujer en el contexto peruano me remite a cómo es necesario el valor y coraje para exigir respeto para que las mujeres sean realmente escuchadas. Un momento que como público me marcó fue cuando Ifigenia indica que todo visitante extranjero debe ser tratado como huésped en Tauros: ¿hay esa clase de recepción con aquel país vecino que visita nuestro país por necesidad? Lejos de cualquier tema económico-científico, esta obra nos hace volver a qué tanto estamos actuando desde los valores que nos caracteriza como seres humanos: de nada vale los años de avances científicos que este personaje ha sobrevivido, si en cuanto a valores y solidaridad no hay un cambio significativo. Qué sorpresa da comprobar la vigencia de un mito.

Stefany Olivos
16 de noviembre de 2018

1 comentario:

Erika Figueroa dijo...

Gracias por la reflexión final. Me había quedado con Ifigenia y su fortaleza para luchar por sus principios, en una sociedad machista, como la que vivimos.