jueves, 25 de abril de 2024

Crítica: MICROTEATRO MESTIZO IV


Dos historias, dos miradas

El grupo de Práctica divina pudo tener un mejor manejo del texto; sin embargo, supieron mantener momentos de tensión. Roberto Isid de la Paz (Alberto) funcionó mejor en el silencio, al igual que Alondra Ticse (Ana), una situación bastante complicada para la modulación de la energía y la expresión del cuerpo. Eliana Zapata (Elena) supo permanecer en una energía contenida, alguien que sospecha algo, que presagia un final trágico, sus ojos expresaban mucho, humedecidos clavaban dardos en el pecho de los espectadores, pero pese a ello no supieron utilizar el texto a su favor.

La atmósfera se creó, los tres son intérpretes con un gran nivel energético, lograron mezclarse en beneficio de la escena. Una gran pregunta es cómo puede llegar un actor a acariciar con sus palabras o tal vez a asentar un certero golpe que nos asesine a todos; el proceso de interiorización y encarnación del personaje es una labor difícil. No obstante, nos encontramos ante acontecimientos subjetivos y las miradas pueden ser distintas.

En tal sentido, la dirección de Cecilia Arias coordinó las capacidades de sus intérpretes y manejó los momentos de tensión; la estructura de la obra estuvo clara, las reacciones y respuestas sostuvieron un buen ritmo y la historia corrió como agua entre los espectadores.

En el grupo de Match a ciegas, la situación fue distinta: los actores tenían un encanto natural para el escenario, la energía invadió el espacio desde el inicio, los textos no se vieron forzados y había una construcción de personajes, natural y espontánea. Un solo gesto, una manera de encorvar los labios, de encoger las cejas o de agrupar las manos se vuelve trascendental en escena. Alison Luna (Rubí) mantuvo un ritmo constante y parecía estar sumergida en su mundo, la situación era creíble, su cuerpo realizaba movimientos precisos y el momento sucedía en algún espacio paralelo dentro de la conciencia. Juan Robles (Rubén) el chico otaku aportaba algo diferente a la escena, había una construcción que atraía y encandilaba la mirada, tenía algo especial, una energía sutil que construía un universo y nos metía en él, de algún lugar había salido y estaba ahí, existía. Elías Cuya (el mozo) era la contraparte de la historia, iba acorde a la velocidad de su ex; ambos eran dinamita, mientras el Otaku era la explosión.

Los tres supieron sostener y aprovechar sus momentos, el tiempo pasó como luz, la mente se durmió en sus actos, el conflicto sucedió y el teatro existió, está vivo.

Es de aplaudir la labor de Robles, porque ha dirigido y ha actuado a la vez; en las ocasiones que he presenciado actos similares las obras están endebles: algo falta, un pequeño tornillo o toda una estructura, pero en el caso de Match a ciegas he logrado observar una puesta coherente y estructurada, con respuestas rápidas y momentos agradables.

Una reflexión final sería que posiblemente el primer grupo la tuvo un poco más complicado por la naturaleza de la historia y su trabajo textual debido ser más arduo, situación contraria con el segundo grupo que trabajó un texto más habitual y cotidiano, una situación de gravedad respecto a la interpretación de un personaje y de una situación.

Moisés Aurazo

25 de abril de 2024

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