La cultura del
espectador
El teatro es un agente de cambio. Es un arte al que le toca
hablar de temas que se suelen evitar socialmente. En esta ocasión, la obra Eutanasia, escrita y dirigida por
Gianfranco Mejía, nos cuenta la historia de Valeria, una joven que sufre de
esclerosis múltiple y desea someterse a la eutanasia y cómo es que su entorno se
relaciona con esta decisión; todo esto dentro de un contexto peruano, donde la
práctica de la eutanasia está prohibida.
Parte de la apreciación de una obra de teatro está en la
experiencia del espectador y de cómo se va creando un ambiente adecuado para la
representación. Me decepcionó mucho que, una vez iniciada la función, se haya
dejado entrar gente mientras que los encargados de hacerlos pasar iluminaban
las butacas con una linterna. Esto me pareció una total falta de respeto a los
espectadores que llegamos a tiempo a la función, pues lo que menos esperamos es
que la misma gente de la producción boicotee su propia obra. Eso provocó que
durante toda la obra, cada vez que había un apagón o un cambio de escenografía
a oscuras, la gente se dé la libertad de hablar o comentar la obra creando un
barullo constante. Hay algo que yo llamo “la cultura del espectador”, la que se
está cultivando poco a poco en nuestro país: acostumbrar a los consumidores de
teatro a llegar a tiempo a las funciones, que apaguen sus celulares, que no
hagan ruidos para no desconcentrar a los actores, y un largo etcétera. Una producción que hace entrar al público
incluso después de 20 minutos de iniciada la función, da una imagen poco
profesional a todo el equipo implicado.
Pasemos a la misma representación. Espacialmente le sacaron el jugo a los
niveles que el teatro ofrecía, pues solucionaron bien los cambios de espacios
que la obra propone. Por otro lado, mi sensación final de la obra es de haber
visto una representación muy general de un tema polémico. En primer lugar, no
vi realmente personajes construidos en la historia, sino posiciones o roles.
Los personajes no tenían rasgos específicos, sus comportamientos resultaban
predecibles, llegando en algunos momentos a ser casi inverosímiles. Sin
embargo, debo excluir de esta afirmación al actor Reynaldo Arenas, cuyo trabajo
resaltó notablemente. El personaje del
padre (Pedro Olórtegui) me distraía por una especie de “canto” o ritmo
repetitivo que tenía cuando decía sus líneas. En el caso de Valeria (Milagros
López Arias), fue un personaje que cayó en el cliché del enfermo terminal. Eso,
ojo, no siempre se debe al trabajo actoral, sino también al texto que sostiene
la representación; los suyos parecían muy impuestos para un personaje con las
características que la obra proponía. La dramaturgia me resultaba a veces muy
inocente para tratar el tema que quiso tratar.
Me parece que la obra podría haber funcionado mejor si se ajustaban
algunas “tuercas” en la información que daban los personajes. Todo gira
alrededor de la aplicación de la eutanasia y, cuando finalmente sucede, esta se
da como si nada, en el mismo hospital donde supuestamente está prohibido
aplicarse. Ese es un vacío de información que quizá no muchos lo noten, pero
hay que tener ese nivel de detalle y cuidado cuando se escribe una obra, mucho
más si se representa.
Un caso como el de Valeria podría estar pasando justo ahora.
De esta obra, me quedo con algunas interrogantes. El problema no está en si la
eutanasia es válida o no. Para preguntarnos eso, hay que ser capaces primero de
ponernos en el lugar de la otra persona.
Stefany Olivos
18 de setiembre de 2017
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