La
auscultación de las raíces
Casa
de Perros, de Juan Osorio, nos sitúa en un pueblo
al norte de Perú en tiempos de reforma agraria, y le escarba la tierra hasta
evocar los cimientos podridos de donde ha crecido. Más que una parábola
política sobre la corrupción del poder, es una pieza anacrónica que nos permite
deambular entre la historia, tocar la llaga y sangrar, para por fin luego restaurar
y dejar ir.
La dirección de Jorge Villanueva se encarga
de hacernos sentir la historia a partir de sus atmósferas. Transmite el caos de
una fiesta, su asimetría, arritmia y alegría; y la deja morir de a pocos hasta
encontrar el silencio y estatismo, de donde parte una escena rígida, densa,
cargada de emociones contenidas, como el encuentro de un hijo que espera una
misa por la muerte de su hermano y encuentra a su padre indiferente y
desmemoriado. Un trabajo minucioso del director que se distancia del texto para
concentrarse en los estímulos sensoriales alrededor de cada momento.
Lo onírico juega un rol trascendental, el
pasado que reencarna y atormenta como una pesadilla tangible sobre el
escenario. Un coro de mujeres muertas por los celos y un hermano asesinado, que
no han dejado de vivir en el pueblo, en el remordimiento de los vivos y que por
momentos los observan, les hablan, los aterrorizan. Unos perros, ya muertos,
que ladran y ladran, porque aún lejos avisan el mal presagio que deviene. Imágenes
y sonidos que significan.
Una interpretación correcta y fluida.
Aunque cabe decir que a pesar de la solidez con que se entiende, desde lo
lógico y cerebral, cada contradicción y objetivo de los personajes de este
pueblo, las interrelaciones, en su apartado emocional y sensorial, son aún
irregulares. Lo esquemático de algunos actores impide que desarrollen la
inestabilidad en la que se encuentran sus caracteres, la débil reacción no
permite progresar una escena cargada de tanto sentimiento. Uno de los momentos
más emblemáticos, a mi parecer, es cuando el personaje de Ana, una mujer árida
como la esencia de la tierra que pisa, se descarga con nosotros sobre la
maldición de su vientre y de repente se quiebra para volverse el alma de una
fiesta, en una danza visceral, macabra y alegre, una sensación que soy incapaz
de comprender y me abre paso al purismo de sentir.
Una iluminación expresiva, destacada por
sus contrastes, tanto de sombras como de color, personajes en solitario a
contraluz o amorfos con la mezcla desordenada del naranja y del azul. Luz dura
por el calor o tenue por la intimidad. Una iluminación orgánica. Asimismo, la
composición musical de Benjamín Bonilla, a veces potente y grave para
hostigarnos de tensión; otras, delicada para suavizar aún más el romanticismo.
Diegética, con los músicos que construyen la jarana o la marcha fúnebre y
extradiegética, en la búsqueda de sensaciones. Un viaje aparte.
Casa
de perros es una obra necesaria porque habla de la
dignidad humana, de lo que nos duele o debería dolernos, porque nos ayuda a
entender de qué está hecho nuestro suelo y por tanto, nuestro interior; porque
propone un lenguaje que nos obliga a la apertura de los sentidos, un teatro
exigente, como debe serlo.
Bryan Urrunaga
12 de octubre de 2017
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