El sótano de las realidades sociales
Cuando escuché por primera vez el título “Me toca ser el
nene esta noche” vinieron a mí ideas de todo tipo de posibilidades que la obra
podría desarrollar. Estoy segura de que es el primer efecto de los espectadores
antes de conocer de la obra escrita y dirigida por Cristian Lévano y puesta en
escena hasta la semana pasada en el teatro Mocha Graña. Este montaje constituye
una propuesta que aborda problemas sociales como la discriminación y el abuso a
poblaciones vulnerables; todo esto a través del lazo de amistad creado entre
los personajes irreverentes que vemos a lo largo de la obra.
La obra ocurre en un sótano, un espacio desordenado y
decadente donde dos personajes, Furi (Alaín Salinas) y Bundo (Juan Gerardo
Delgado), conviven y pasan el tiempo a través de actividades, juegos y demás.
De hecho, el nombre de la obra es el nombre de uno de los juegos que Furi y
Bundo juegan para pasar el tiempo dentro de aquel espacio. La escenografía, en
contraposición a estos personajes lúdicos,
ayudaba a que la impresión que causaban los personajes sea la de
víctimas de algo desconocido hasta ese momento. Hay juguetes viejos, muebles
sucios, pelotas, elementos característicos de un sótano: representaciones del
olvido, el descuido, la soledad. Empiezan a aparecer características dentro del
lugar que nos llevan a la existencia de mundos paralelos dentro del mismo
espacio; por ejemplo, uno de los personajes no pueden salir de aquel espacio y
otro sí pero siempre regresa; una mujer, Rosita (Marina Gutiérrez) entra
recurrentemente a dejar agua y pan; una pequeña verdugo que suele aparecer sin previo aviso
por un lado de la habitación con un carrito con cuerpos envueltos en plástico
negro; estos plásticos, con el transcurso de la obra, podemos verlos como las
“matrices” con las que cada uno de los personajes ha llegado al sótano. Es precisamente la aparición de esta verdugo
con el cuerpo de una prostituta llamada Esther (Carmela Tamayo) lo que nos
revela la primera verdad de la historia: todos están muertos. Todo esto nos va
contextualizando en un espacio alegórico que representa una especie de sede del
mundo de los muertos. Ojo, no mencionan
nunca referencias de un cielo, infierno o purgatorio; el dramaturgo y director
ha tomado distancia de términos tan categóricos, lo que da una libertad de
interpretación al espectador sobre qué podría ser aquel sótano
representado. A través de este contexto
es que se nos da a conocer que hay un personaje que nunca aparece y que ha sido
el que ha abusado y matado a cada uno de los personajes que están en el sótano.
Cuando se tienen personajes alegóricos dentro de una obra
como esta se corre el peligro de caer en la sobreactuación. Sin embargo, este
montaje no cayó en eso; además de que el manejo de la comicidad estuvo en su
justo medio: la obra no cayó en excesos o excentricidades. La obra toca el
mundo de las víctimas de abusos que no son realmente indemnizadas; nos invita a
imaginar el después de aquellas personas que mueren en situaciones violentas.
¿Qué pasaría si todas las víctimas de un mismo abusador terminen en el sótano
de este, como trofeos olvidados? Es una imagen fuerte de ver, pues los
personajes, una vez muertos, no pueden hacer justicia: es precisamente eso lo
que sucede hoy en día con las víctimas de abusos, no se le suele dar
importancia cuando sucede, ni al hecho de que cada día
crecen las víctimas de abusos sexuales y feminicidios a nivel nacional.
Rescato de esta obra el hecho de que nos dice una verdad
universal sin necesidad de ser agresivos
en el montaje. Me dio la sensación de ver un cuento en el que se daba al
espectador la oportunidad de poder pensar
poco en la realidad que constituye el asesinato creciente de mujeres y
niños. Pensar en que cada vez hay una mayor indiferencia al respecto. Pensar en
que una persona muerta también merece justicia.
Stefany Olivos
31 de agosto de 2017
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