domingo, 16 de junio de 2019

Crítica: LA HABITACIÓN AZUL


Los tiempos del sexo

Antes de La habitación azul (The blue room, 1998) fue creada La ronda (Reigen, 1897). Tremenda polémica causó en su tiempo no solo la publicación de este último texto dramático escrito por el alemán Arthur Schnitzler, sino también su controvertido y tardío estreno varios años después, el cual fue objeto, por ejemplo, de peticiones del Ministerio de Cultura de Prusia para prohibir su representación, aderezadas con amenazas de prisión efectiva para sus responsables artísticos; así como indignadas reacciones públicas y punzantes críticas que calificaron a su autor de pornógrafo; y nada menos que sillas y bombas fétidas arrojadas al escenario en medio de una de las funciones. Y es que eran otros tiempos. Casi dos décadas después, la corte de Berlín le retiró los cargos de inmoralidad, pero la “fama” ganada por La ronda persiste hasta el día de hoy: su trama involucra los intermitentes encuentros sexuales de una serie de personajes, siempre en parejas, que llamaron poderosamente la atención en su momento, debido a ser estos de diversas condiciones socioeconómicas y además, por poner sobre el tapete los peligros de las enfermedades de transmisión sexual.

Pues bien, La habitación azul, adaptación del texto de Schnitzler por el laureado dramaturgo inglés David Hare a petición del director Sam Mendes, se convirtió no solo en el vehículo teatral perfecto para una ascendente Nicole Kidman y su éxito rotundo en el escenario británico de aquel entonces, sino también en el estreno de una versión más edulcorada y menos controvertida en los aspectos más sórdidos del material original y que se centró en todo caso, en la profundidad psicológica de este puñado de personajes solitarios y frustrados que buscan el amor (o tan solo sexo), muchas veces de las maneras más disparatadas. Pero La ronda y La habitación azul sí guardan, por lo menos, una estructura similar: diez escenas protagonizadas siempre por un hombre y una mujer, antes y después de tener relaciones; desde la primera, con la Mujer 1 y el Hombre 1; pasando por la segunda, con el Hombre 1 y la Mujer 2; y así, hasta la última, con el Hombre 5 y de nuevo la Mujer 1. Y como los tiempos cambian, algunos personajes originales como el soldado, la criada y el poeta, ahora son un taxista, una niñera y un dramaturgo. Todos ellos interpretados por solo dos actores.

Valga la dilatada introducción para entender los valores de La habitación azul estrenada en el Teatro Ricardo Blume de Aranwa, bajo la dirección de Mateo Chiarella. Acaso hubiera sido interesante indagar más en algunos de estos encuentros sexuales (nada menos que diez en casi cien minutos de espectáculo), en estos tiempos difíciles de empoderamientos femeninos, discriminación sexual y transmisiones de ETS. Pero el relativismo y hasta la trivialidad actual con respecto a la sexualidad funciona perfectamente; atrás quedaron polémicas o controversias, incluidas las generadas por su afiche promocional: la falta de compromiso y lo efímero de las relaciones sentimentales (cuando existen sentimientos de por medio) resultan coherentes con la ambientación de la puesta, que luce oscura, fría, con tonalidades azules que contrastan con las luces de neón rojas que delimitan la mencionada habitación. Bien Sebastián Stimman, representando con precisión y efectividad cada uno de sus personajes; y muy bien Andrea Luna, hilarante, dramática y sensual en cada rol asumido, superándose a sí misma luego de Música (2018). Inmejorable el escenario escogido: el teatro circular de Aranwa se encuentra en total concordancia con la estructura cíclica de la obra. Notable el guiño del video que nos informa de la duración de cada uno de los diez coitos. Lejos del escándalo de Schnitzler, Chiarella utiliza los cuerpos e histrionismos de Luna y Stimman para ofrecer en La habitación azul, un pertinente análisis sobre la sexualidad en nuestra época, tan acelerada, insustancial y cínica.

Sergio Velarde
16 de junio de 2019

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