jueves, 24 de julio de 2014

Crítica: VLADIMIR


La vigencia de Santistevan

A Alfonso Santistevan lo vimos actuando recientemente en el apreciable montaje de El Camino a la Meca, dirigido por Mikhail Page. Santistevan no solo es un buen actor, sino que además es un dramaturgo de evidente talento. Su primera obra, El caballo del Libertador (1986), tuvo un considerable éxito en el momento de su estreno; y la última, La puerta del cielo (2010), fue una de las pocas obras peruanas estrenadas en el Teatro La Plaza. Una pieza clave dentro de su dramaturgia es Vladimir (1994), que se mantuvo sin re-estrenar durante años. Page le rindió un merecido homenaje a Santistevan y puso en escena Vladimir, por una corta temporada en el Teatro Auditorio Miraflores. ¿Mantiene su vigencia esta historia con fuerte contenido político, escrita en plena década de los noventas, para funcionar de la misma manera en la actualidad?

Vladimir nos cuenta los últimos días de una mujer (Magali Bolívar) en el Perú, antes de viajar contra su voluntad a los Estados Unidos a buscar un futuro mejor, viéndose  obligada a dejar a su hijo adolescente Vladimir (Jorge Bardales) al cuidado de su tía. Y el nombre que eligió para su hijo, delata inequívocamente el pasado y presente socialista de la mujer, que pasa sus últimas horas en medio de los recuerdos del padre de su hijo y del fantasma del Che Guevara (ambos interpretados por un sobrio Alonso Cano). El subtexto político funciona y es creíble gracias a la cuidada dirección de Page y al competente elenco, en el que también habría que destacar el trabajo de Giovanni Arce, como el divertido amigo de Vladimir. Acaso en estos días, para los más jóvenes, los discursos revolucionarios pueden sonar anacrónicos, pero reflejan con contundencia una época específica difícil de olvidar para quienes la vivimos.

Pero Vladimir funciona, y muy bien, cuando explora también la compleja relación entre una angustiada madre y su hijo adolescente: tal como lo escribió Carlos Vargas en su crónica, Magali Bolívar y Jorge Bardales están extraordinarios. También es una rara ocasión de retroceder en el tiempo, como lo hiciera la notable La eternidad en sus ojos de Eduardo Adrianzén, de ver en escena los cassettes, los walk-mans, los teléfonos con rin; es decir, aquellos recuerdos de una época que ahora puede resultar hasta cavernaria para los más jóvenes, que les toca hoy por hoy vivir una vida a mil por hora. Vladimir, que llegó gracias a Munay Producciones y Bunbury Teatro, es la agradecida reposición de una obra antológica y vigente de Alfonso Santistevan.

Sergio Velarde
24 de julio de 2014

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