miércoles, 19 de noviembre de 2014

Crítica: CÓMO CRECEN LOS ÁRBOLES

Explotando las cómodas burbujas 

Eduardo Adrianzén es uno de los dramaturgos peruanos que mejor sabe plasmar en sus obras el tiempo que le tocó vivir. Además, el 2013 fue el año en el que, sin proponérselo, se convirtió en el autor más representado en nuestra ciudad, a través de las numerosas reposiciones de sus piezas. Entre ellas, El día de la luna(1996) y El nido de las palomas (2000) fueron textos que exploraron, cada uno a su manera, las tribulaciones de una generación golpeada por la crisis social y política, con temáticas como la incomunicación reinante entre padres e hijos, la primera; o como la latente posibilidad de escapar de nuestro golpeado país, la segunda. Ese mismo año, Adrianzén estrenó la notable La eternidaden sus ojos, en la que el público, gracias a la certera dirección de Oscar Carrillo, se transportó hacia aquella década nefasta y violenta que nos tocó vivir.

Con Cómo crecen los árboles, que vio la luz por primera vez en el programa Sala de Parto 2013, el autor supera su propia valla con un hermoso texto, pletórico de emocionantes imágenes, contundentes diálogos y una desgarradora violencia contenida, que todo peruano, especialmente el que aún vive dentro de su cómoda burbuja, debería ver. El título pareciera apuntar hacia el conocido refrán: Árbol que nace torcido, jamás su tronco endereza. Y es esta problemática la que efectivamente atormenta al protagonista de la obra: Dante debe conocer sus orígenes para poder llegar a la adultez, con la madurez necesaria y sin peligro de “torcerse”. Su apellido provisional, Casona, se lo debe a su madre, admiradora del autor de Los árboles mueren de pie, y que también le ocultó la identidad de su padre.

La historia de Cómo crecen los árboles inicia con una escena aquí, en nuestra ciudad y en nuestro presente, dentro del acogedor comedor de una familia acomodada, con Dante (Emanuel Soriano), un joven estudiante de gastronomía que prepara el almuerzo, en compañía de su madre Maritza (Denisse Arregui), una activista que trabaja en una ONG, y de su novia Vania (Camila Zavala), una despreocupada estudiante de cine. Ellos tienen una conversación sobre asuntos triviales, que termina cuando nuestro pasado reciente aparece haciendo explotar la burbuja, gracias a las palabras pronunciadas con apabullante naturalidad por la empleada Paulina (Sylvia Majo): ella es una sobreviviente de la guerra interna que castigó a nuestro país. Luego, aparece sorpresivamente otro personaje, el ex-militar Tomás (Carlos Mesta), que no solo revela ser el padre de Dante, sino que además es un prófugo de la justicia, pues es responsable directo de la muerte de familias enteras acusadas de terrorismo, en una comunidad campesina de Ayacucho en 1991. Dante se ve entonces obligado a enfrentar a toda una generación, aquella que vivió en los convulsionados ochentas y noventas, una tan diferente a la actual.

El director Gustavo López Infantas dirige con precisión al elenco y potencia sus habilidades para darles vida a estos complejos personajes, que incluyen también a Cristóbal (Gonzalo Molina), el profesor de Kung Fu de Dante, con ideas extremistas. Lo verdaderamente notable de la obra, es que Adrianzén no comete el error de tomar partido por algún punto de vista en específico: cada personaje expresa sus motivaciones frontalmente y recibe un mismo tratamiento por parte del director, enriqueciendo así el producto final. El montaje nos regala algunas escenas memorables, como el inquietante monólogo de Tomás, narrando los horrores de una guerra que muchos se negaron a tomar en cuenta en su momento; o como las sentidas líneas que recita Paulina, luego de encontrarse en medio del fuego cruzado desatado por Tomás y Cristóbal.

Pero acaso la escena con mayor dosis de violencia contenida, sea la conversación entre Vania y Paulina, cuando la primera quiere convencer a la segunda de protagonizar un corto experimental: ante nuestros ojos aparecen dos mundos completamente ajenos el uno del otro, incapaces de comprenderse, retratados en personajes que conviven dentro de un mismo país, e interpretados de manera notable por Camila Zavala y Sylvia Majo. Sin embargo, la surrealista escena onírica de Dante merece una revisión, pues la música, la coreografía y los diálogos se confunden en medio del alboroto, tornando dicha secuencia en peligrosamente prescindible. El epílogo, con Dante observando la garúa desde la ventana de su casa, nos remite a los finales de otras puestas destacables del año, como lo fueron Incendios de Wajdi Mouawad o Calígula de Albert Camus, que también utilizaron el agua como símbolo de la calma tras la tormenta, de la esperanza luego de la desilusión. Cómo crecen los árboles, presentada en el Auditorio AFP Integra del MALI, logra explotar esas cómodas burbujas, se convierte en una de las puestas en escena más destacables del año y consolida a Eduardo Adrianzén como uno de nuestros dramaturgos más completos y consecuentes del medio.

Sergio Velarde
Publicado originalmente en La Lupe #5

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