Un ambiguo y divertido diluvio
Desde el estreno de Un verso pasajero, ganadora del Primer
Festival Peruano – Norteamericano de Teatro en 1996, hasta Nunca llueve en
Lima, estrenada en el Teatro Británico en el presente año, la evolución del
dramaturgo Gonzalo Rodríguez Risco se hace evidente en estas dos décadas: si en
la primera pieza mencionada, una familia se ve duramente afectada por el coma
en el que se ve sumergido uno de sus integrantes; en la segunda, toda nuestra
capital se ve en peligro de quedar literalmente sumergida bajo un torrencial
diluvio, mientras otra familia, disfuncional y de tres generaciones, intenta
sobrevivir en la antigua casona que habita y que a la vez se encuentra a la
venta. Rodríguez Risco vuelve a internarse en un terreno que conoce muy bien
(la familia y su disfuncionalidad), y esta vez rodeado de un contexto improbable
y deliberadamente cómico, pero que funciona al retratar con acierto los
conflictos y miserias de sus personajes, a pesar de algunos cabos sueltos en su
variada temática.
Como era de esperarse, el escenario del Británico luce inmejorable. El
montaje que dirige el experimentado Alberto Isola recrea con maestría la casona
en cuestión, enorme y destartalada, con grandes ventanales y paredes agrietadas.
La sorpresiva lluvia aparece en plena discusión sobre la compra del inmueble:
el abuelo (Carlos Tuccio) no está seguro de vendérsela a la pareja de
compradores (Pold Gastello y Magali Bolívar), pero el padre (Lucho Cáceres), quien
se encuentra en permanente crisis nerviosa, sí lo desea para emprender una
nueva vida al lado de su hija (Patricia Barreto). Esta última es la que sostiene
económicamente a la familia y luce agobiada por la gran responsabilidad que
esta situación le genera, pero logra encontrar cierto consuelo con la aparición
del hijo del comprador (Emanuel Soriano). En medio de ellos, la serena y atenta
presencia de una vecina (Haydeé Cáceres), que intenta a duras penas mantener el
orden.
Temas complejos como los conflictos generacionales, la incapacidad para
comunicarse, el miedo al compromiso, la nostalgia por el pasado, la
discriminación pura y simple, los amores no correspondidos, las oportunidades
truncadas, las mentiras y los secretos aparecen intermitentemente bajo la
torrencial lluvia (que se abre paso a través del frágil techo de la casona),
pero que no terminan todos por resolverse plenamente o se quedan en un final
ambiguo. Curiosa, eso sí, la simbología del agua empleada en la obra. Si en los
últimos tramos de Calígula y Cómo crecen los árboles, el agua condicionaba la
redención de sus personajes; en el montaje de Rodríguez Risco, esta funciona
como un enorme obstáculo para que los protagonistas alcancen sus objetivos: los
compradores no podrán adquirir la vivienda, ni la vecina volver a su hogar, ni los
jóvenes concretar sus deseos de escapar del estancamiento.
A destacar en el elenco al veterano Tuccio como el patriarca de la
familia, muy divertido y hasta conmovedor en su relación con la vecina que
personifica la siempre eficiente Haydeé Cáceres. Gastello y Bolívar están
intachables; Barreto y Soriano representan con solvencia a la pareja de jóvenes
llenos de esperanzas y anhelos frustrados; mientras que Lucho Cáceres se roba
cada una de las escenas en las que aparece con una entrañable caracterización,
tal como lo hiciera en La Fiaca. Escrita en el 2013 pero estrenada este año,
Nunca llueve en Lima, producida acertadamente por Escena Contemporánea, bien podría
ser considerada como la obra más ambiciosa de Rodríguez Risco hasta la fecha y es
sin duda, la más exitosa comercialmente. Sin embargo, por la cantidad de temas
que decide abordar, esta arroja un resultado ciertamente positivo pero con
algunos cabos sueltos que le impregnan ambigüedad a una puesta en escena que bien
pudo ser redonda.
Sergio Velarde
27 de junio de 2016
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