Ciudad
Invisible
Una voz abriga el lugar desde la lejanía
(Delfina Paredes). Hay una presencia especial en su sonido, tiene la calidez de
la casa, pero la pesadez de la ciudad, de la vida. Es un buen elemento
sensibilizador, los oídos preparan al cuerpo para presenciar la historia de una
ciudad fría. Comprendo que la noche tiene sus personajes que se encuentran con
distintas historias tras sus pies, con distintos anhelos; también, en esa noche
hay personas que se forman en la oscuridad, deambulan como sombras entre las
sombras. La historia empieza con un despliegue corporal preciso con una
secuencia coreográfica de lado a lado, la utilización de la repetición y los distintos
planos, ya sea plano delantero o plano posterior refresca un buen concepto de
equilibrio corporal, los entes van transformándose a partir de sensaciones y
dan forma a una ciudad, que grita, canta, llora y también se retuerce.
Los personajes, que alcanzan tener una
materia personal, es decir, un nombre y una voz, van apareciendo y son sacados
del día a día, de una noche limeña callejera. Se comunican con ellos mismos y
con sus compañeros, hay una especie de canto o recital que expresa sus ideas,
sus pensamientos; la historia no se desarrolla como si fuera una conversación
común, hay una pequeña exaltación y solemnidad en los parlamentos y en la
interacción. Los hombres que no dicen nada acompañan como el polvo que levanta
la ciudad al caminar, toman forma en la memoria de cada uno, en su interior. También
pueden ser la bulla o las emociones de los caminantes, distintas cosas pueden
ser, son como el aliento de la oscuridad, el presagio de Lima.
Hay un personaje muy peculiar y es la
barrendera (Pilar Núñez): desde su ingreso se experimenta una atención
interesante, la forma en que sale su texto es muy distinta a la de los dos
chicos (Godo Lozano y Adrián Huamán), que interactúan con el perrito
accidentado y la música de Silvio. Su presencia es potente, la obra cobra un
sentido distinto al oírla hablar, aterrizan los deseos y la acción dramática es
más coherente. Su voz es un elemento a rescatar por el estilo al decir los textos,
su cuerpo despliega mucha energía y construye una atmósfera, la noche se
asienta en los parpados de los espectadores.
Hay otra presencia femenina (Gabriela
Jordán) que se muestra como un reflejo de todos los que podemos empatizar con
sus movimientos y con su vida. El trasporte público, la desesperación por el
trabajo; este personaje va deambulando entre las sombras junto al coro (Santiago
Montoya y Ernesto Ayala). Hay una relación entre el personaje que se manifiesta
y expresa concretamente y los entes que funcionan como si fueran sus
pensamientos o sus consecuencias. Es interesante la estética que se plantea en
la composición, el uso de la oscuridad y de la luz y la combinación de seres
latentes y patentes.
La dramaturgia de Christopher Gaona es poética,
tiene bonitos versos que recitan en el escenario, hay un gusto romántico por
las cosas, por la vida, el hecho de escuchar a Silvio Rodríguez desde un
celular, permite que salgamos de la espectacularidad y vamos hacia un terreno más
real; la misma existencia, que, en muchas ocasiones por no decir en todas, es más
potente que el mismo teatro. El despliegue del coro son las respuestas de
nuestro cotidiano, porque muchas veces, en el trasporte, observamos a personas
comunes y corrientes, con ojos, piernas, y brazos, pero no sabemos qué hay
dentro de ellos; quizá, en el fondo, todos compartimos una resignación, una
especie de frustración constante debido a la crueldad con la que es azotada
nuestra esencia. Todas las noches en el Metropolitano hay como un infierno
silencioso que muestra cuerpos calmos y cansados, pero en el mundo invisible
están miles de demonios y ángeles combatiendo entre sí: eso es el coro, es la
manifestación del mundo sensible y abstracto de los seres humanos; aunque en
otras ocasiones este vaho resignado y cansado explota y se vuelve en discusión,
en insultos y peleas, la rabia de la ciudad se manifiesta de distintas formas.
En muchas ocasiones es importante manifestar este espacio, porque, aunque
sabemos que está ahí y tenemos plena conciencia de ello, no le prestamos
atención y menos le dedicamos el interés que merece, sin saber quizá que eso
que no se ve es lo que se manifiesta con más fuerza entre nosotros.
La música de Kike Trelles es un pulso
constante dentro del imaginario de la obra, es una elección acertada, debido a
lo nocturno de la composición, suena como si estuviéramos en esos planos abstractos
del centro de Lima, no en la materialidad de las calles y las casas sino en lo invisible,
en la esencia del centro, en toda esa energía que se ha acumulado durante tanto
tiempo de existencia, incluso acumulado mucho antes de ser lo que es.
La obra tiene mucha fuerza y refleja una
visión muy personal de lo que sucede en la ciudad, pero esta visión no escapa
de lo que nos pasa a todos; entonces, hay un impulso hacia nuestro propio
sentir, en donde nos podemos encontrar y sentirnos reflejados por lo que está
sucediendo. El final es lo mejor, una luz roja se apodera del espacio, es
chiquita y se manifiesta con mayor fuerza al meterse en el balde, todo esto
hace recordar la historia como si fuera un sueño, como si fuera poesía, porque así
es lo es; el texto es poesía y los movimientos también lo son, la presencia de
la voz y la fuerza de la barrendera.
Moisés
Aurazo
15 de septiembre de 2024