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Una sensación invade mi cuerpo al ver otro tumbado
en el escenario; me parece muy llamativo la forma en que han distribuido a las
personas, la música que retumba en el espacio; es como lo que no se dice con
las palabras. Hace tiempo me cuestiono sobre el poder de trasmitir de la voz y
el poder de expresión de otros elementos comunicativos. Los tres cantos del gallo es una aproximación a ese universo en
donde el ser humano expresa desde una condición más innata, incluso me
atrevería a decir más ancestral, antigua, olvidada hasta cierto punto. Los
cuestionamientos pueden ser muchos, el tema del que trata la obra también. Estoy
seguro que nadie salió con una idea absoluta o concreta al finalizar la obra;
no sé si eso es el cometido, homogenizar las ideas y tener un solo horizonte; pero
sí sospecho que todos salimos con una sensación o con muchas sensaciones. Se produjo
una comunicación, pero no desde el pueril entendimiento, desde la coherencia de
la gramática verbal o desde la intercomunicación oral; hubo algo más, hubo una
miscelánea de sensaciones, un viaje hacia algún lugar, donde se encuentra
nuestro yo. Quebrado, atado, maltratado por todo lo que nos hace daño día a día,
una fuerte ráfaga que constantemente nos entumece en la soledad; me gustan las obras
así, porque estamos en otro mundo, ingresamos a un nuevo universo donde las
ganas de ser parte de él son tan fuertes como la resignación de la gravedad, el
hombre es un ser mágico, pero día a día perdemos esa naturaleza.
Los
tres cantos del gallo es una aproximación a esa
esencia, que quizá no alcanzo a describir con consonantes y vocales, pero sí
puedo expresar con la poesía que quisiera salir de mi texto, salpicar por la
vereda y flotar hasta el cielo. Tengo la mente nublada por el entendimiento, quisiera
dejar de entender las cosas, ya no quiero entenderlas; sentir la sensación de que
ha perdido su valor, se siente de la misma manera, se exaspera la sensibilidad,
pero en realidad descubrimos que cada día perdemos más la libertad o que
estamos encerrados en un cristal de ficción y de atosigamiento.
El cuerpo de Mónica Vergara aparece como un
duende en escena, como una doncella que baila en rincones remotos del ensueño,
sus movimientos rajaban el viento y partían la noche hasta llegar a nuestra
mirada; pero los ojos que veían no eran los del iris, más bien miraba el pecho,
la piel, las manos, la cabeza o el corazón. El gallo (Mauricio Coronado) se
levantaba constantemente, tres veces se despertó y su presencia era constante,
fatigante, algo había que solucionar, un malestar continuo.
La energía de Robert Julca, tan eléctrica,
parecía estar cargada de la ansiedad que nos consume, sus piernas, sus brazos desaparecían
con la fuerza de su despliegue; la repetición de los movimientos, causaba un hartazgo,
pero un hartazgo de qué es la gran pregunta; del espectáculo, no creo. Lo que trasmitía
era un hartazgo personal, que cada uno lo ha podido sentir a su manera; es ahí
donde cuestiono al arte y me pregunto qué debe sentir el arte, acaso debe
enseñar y amoldar las sensibilidades o solo debe sacudir ese pozo de agua que
hay dentro de nosotros para convertirlo en cascada y salir a la calle gritando
como si por fin hubiéramos despertado.
Hay una razón para seguir, y es la inspiración,
la creación, no la justicia del dogma, o la sabiduría de la ciencia. El arte es
un espacio natural, nativo, secreto; es la sombra del hombre, esa sombra cegada
por el sistema, tan adormecida por la inmediatez, por la necesidad.
Una diagonal invade el escenario y por ahí
rebotan los cuerpos. Ivana Zegarra, sacada de una canción, de la música que
invade el lugar, juega y se antepone como giros de luna a los ojos del gallo y
sus acompañantes; una mujer (Lourdes Sáenz) que retumba con su voz, vaya que
precisión en esa voz. Lo necesario, es suficiente esa cantidad de palabras,
porque en otras ocasiones nos babeamos de tanto hablar, para qué hablar más, es
un momento en donde nos debemos callar; tal vez así podamos entender mejor cómo
tratar a las personas que están a nuestro lado, porque miramos lejos pero nunca
al costado y menos nos atrevemos a mirar tan cerca como para mirarnos a nosotros
mismos.
Artaud se cumple en toda su manifestación,
hacer visible lo invisible es una tarea tan difícil y a la vez tan fácil. Hemos
tapado tanto la realidad que por más que tengamos los ojos abiertos ya no vemos,
solo acariciamos los tentáculos de la igualdad, que cada día nos descomprime y
nos suicida con nuestras necesidades. Potente el texto, descripción de un
estado físico, leer ese poema, es leer la obra, no es igual, está
particularizado obviamente, pero su fuerza y su objetivo se siente quemar entre
esas cuatro paredes.
Excelente composición, más allá de la
técnica y los referentes de estética. Excelente, porque es única, porque arrasa
con esa turbulenta incidencia dentro de nuestra mente, pone una pausa en el
tiempo, para retornar a ese otro tiempo; tal vez así podremos curar lo que
tanto deseamos curar, atadas las manos y con el micrófono parlante de la voz,
estamos confundidos, hay que hacer silencio por un momento por favor.
Julio Flores Alberca compone la sonoridad
instrumental desde la guitarra, y algunos pedales tuvieron momentos rítmicos
muy interesantes, distorsiones que funcionaban como el paso hacia la otra
realidad. La música fue el nexo entre el mundo cotidiano y el mundo simbólico,
ritual. Desde que ingresamos al espacio suena y nos conduce hacia la posibilidad
de la sensibilidad creativa; muy bueno a mi gusto, los efectos estuvieron bien
colocados y la forma de ejecución también.
En fin, los comentarios suelen volverse muy
personales, ejercer una situación de crítica no me gusta, prefiero decir “es mi
sentir”: la dirección y la dramaturgia son concretas, se manifiestan
adecuadamente en escena y con buenos recursos. Ítalo Panfichi y Mónica Vergara
han sabido conectar el poema de Artaud y sus búsquedas escénicas, el contexto
estético ha sido equilibrado en colores y en imágenes; la colocación de la luz
ha permitido una conexión a otro mundo, con su propio código y sus propias
reglas. Este mundo ha topado desde alguna fibra a cada uno de los asistentes,
cada uno con su historia, con su particularidad, dentro de una diversidad de pulsiones
escénicas que terminan siendo parte de todos, de un sentimiento general que se
particulariza, pero sale desde un mismo lugar.
Moisés
Aurazo