Neurosis
Durante la segunda
temporada de su proyecto “Odisea 2020”, Samoa Producciones nos presentó cuatro
obras de teatro montadas sobre una plataforma virtual, siempre dirigidas por
Nella Samoa Álvarez. Dos de ellas, Thais y 1.0.0.P, motivan
estas líneas.
Thais
Este interesante texto de Henry Sotomayor
García fue ganador del Primer Concurso de Dramaturgia organizado por la ENSAD
en el 2010 y nos presenta a Thais y José, una pareja en franco proceso de irse
al infierno, o de ya estar en él. La obra transcurre en la habitación de ambos,
a las tres de la mañana. Thais parece estar sufriendo de una galopante depresión
posparto después de haber dado a luz a su hija, Gabriela, y José parece hacer
todo lo que está en sus manos para sobrellevar la situación y vincular, por fin,
a la madre con la niña…y con él mismo. Sin embargo, la dramaturgia nos va revelando
que esta es la punta del iceberg de una relación que viene muy mal desde hace buen
tiempo. Tres años antes, cuando las cosas ya no parecían estar funcionando en
la pareja, el padre de Thais muere atropellado durante un paseo. Habiendo sido
testigo del accidente, pero incapaz de recordar la placa del vehículo que se
dio a la fuga, Thais se atormenta hasta el presente, y llena compulsivamente
hojas, ventanas y paredes con letras y números de la placa presuntamente oculta
en su memoria. Para ella, la existencia de José o de su hija es periférica. Solo
importa recordar para hacer justicia. Es una Ofelia posmoderna que a diario se
sumerge en el lago de la culpa y arrastra en ello a su esposo, un Hamlet incidental,
el causante de su desgracia. Por su parte, José es un mal perdedor. No puede
dejar ir. Le teme al rechazo, al abandono y a la soledad. Compite con el padre
de Thais (aún después de muerto), por el amor de esta, y se enterca que construir
un puente inútil que salve un abismo cada vez más grande, y que él mismo
horada. Como no podía ser de otra forma, la llegada de Gabriela a sus vidas lo
empeora todo. Tiene como madre a una mujer que no ha dejado de ser hija, y como
padre a un hombre al que la vida en pareja le hace agua y que lo empeora todo
con su obstinación. Tres años y tres personas a las tres de la mañana,
hundiéndose en una historia desesperante o en un ejemplo de manual de
patologías psiquiátricas.
El riesgo técnico que
esta puesta virtual asume es importante y, en el caso de la función a la que
asistimos, parece que dio los frutos esperados. A través
de YouTube, pudimos observar este espectáculo desde tres cámaras en la habitación.
Una de ellas se ubicaba en la perspectiva de la bebé (Gabriela), y era móvil. El
trabajo desde estudio en la conmutación de una cámara a otra fue interesante, y
nos permitió seguir la historia de forma natural y sin interrupciones. La
preparación del espacio fue, en términos generales, adecuada. Llama la atención
la pared plagada de números y líneas, fiel a la sugerencia del dramaturgo en su
texto. Como suele suceder en este tipo de montajes, el mérito de la
escenografía corresponde a los actores que habitan en el espacio. Si bien, y
como hemos dicho, el espacio era adecuado, por momentos resultaba limitante
para la acción. Concretamente, nos referimos al momento en el que José saca una
baraja de cartas y se dispone a armar un castillo de naipes…en una esquina de
la cama. Podría asumirse que el complejo perfil del personaje lo lleva a armar
una estructura frágil sobre una superficie totalmente inadecuada para ello (lo
cual constituiría una interesante metáfora de su vida marital). Sin embargo, el actor parece forzado a recurrir a
este precario espacio, porque no dispone de otro mejor o más visible.
Astrid Villavicencio interpreta a una Thais
visiblemente perturbada, que se debate entre la evocación delirante, mirando al
vacío, y la increpación enérgica a un José que, al parecer, es la fuente de
todos los males. Aunque apela al estereotipo de una persona mentalmente perturbada
(algo que, de por sí, no es fácil de interpretar), Villavicencio logra establecer
con aceptable credibilidad la compleja relación de dependencia que mantiene su
personaje y José, según la propuesta que la dirección nos ofrece. El trabajo de
Gian Paul Miranda nos presenta a un José medianamente sensato al inicio,
comprensivo y paciente con Thais, pero que se va derrumbando conforme la
historia avanza, y que patea el tablero hacia el final. Si bien es así como, en
líneas generales, el texto de Sotomayor plantea a sus personajes, es necesario
anotar que el autor sugiere un conflicto en el que ambos luchan de manera
incesante por conseguir su objetivo, absolutamente convencidos de tener la
razón y de que la suya es una causa justa. Si se hubiera planteado así, esta
historia habría sido mucho más interesante, envolviendo en su conflicto al
espectador, que no perdería detalle para dar con la “verdad” e, incluso, tomar
partido. En contraste, las decisiones de actuación y dirección que se han
tomado en este montaje le “mastican” el conflicto al espectador, e inclinan la
balanza rápidamente. En particular, nos referimos al comportamiento de José a
lo largo de la obra. Ante la insistente increpación de Thais, Jose capitula una
y otra vez con una actitud vacilante y esquiva. La acción en sus respuestas es
feble, casi una excusa que confirma la veracidad de las acusaciones. Su
comportamiento ante el llanto de Gabriela es incomprensible. No entendemos por
qué demora tanto en cargarla o en concluir que llorar de hambre. Tuvimos que
recurrir al texto de la obra para descubrir que su intención al no cargarla era
forzar a la madre para que ella lo hiciera y tuviera así contacto con su hija.
Pero no es esto lo que se desprende de esta propuesta. Más bien, da la
impresión de que José reclama la intervención de Thais porque él mismo no sabe
qué hacer con la bebé.
Finalmente, el avance sexual que tiene con Thais mientras
trata de calmarla y convencerla para que vuelva a dormir es, por decir lo menos,
el epítome del autoboicot. En conclusión, todo indica que la perspectiva de
este montaje es que Thais es una mujer cautiva y trastornada, José es su perverso
carcelero con derechos sexuales sobre ella, y su relación es un claro ejemplo
del síndrome de Estocolmo. Una tragedia servida en vaso corto, licuada para una
rápida ingestión y sin pensarla mucho.
1.0.0.P.
Nuevamente un texto de Álvaro Pajares se
presentó en “Odisea 2020”. 1.0.0.P (se lee “loop”, que significa “bucle” en inglés) es un drama psicológico
que reproduce de manera tan compleja como lúdica la experiencia tortuosa de la
culpa. Cuatro personajes (quizás más) dando vueltas en la mente atormentada de
María José, desfilan en una suerte de talk show retorcido. Ellos brindan un testimonio a partir del cual el espectador deberá
votar a favor de la inocencia o culpabilidad de la acusada, que también es la
presentadora del show, la misma María José.
Lo primero que hay que decir es que llama
la atención el riesgo al que este montaje se enfrenta. La actriz Majo Bueno tuvo la responsabilidad no solo
de interpretar a cuatro personajes (quizás más), sino de trasladarse a
distintos ambientes, cambiarse de ropa según el personaje que interpreta e,
incluso, adaptar la cámara según el momento de los más de 40 minutos que duró
la obra. El punto flaco de un planteamiento como este es el tiempo muerto entre una transición y otra. Algunos de estos lapsos se
llenaron con un anuncio en off o con la votación del público. La presentación a
la que asistimos sufrió un impasse en la conectividad que nos hizo perder un
pequeño fragmento de la obra. Sin embargo, ello no fue impedimento para seguir
la ilación de la historia. Con todo, fue un gran reto el que la actriz decidió
asumir y, desde aquí, celebramos que así haya sido.
La dirección plantea de manera adecuada la
historia que, de por sí, no es de tan inmediata comprensión. Al principio, y sin
información previa, el espectador no entiende del todo qué es este show, qué
significa que los acusados/participantes se vayan o no al infierno o por qué la
presentadora está siendo sometida a este juicio. La consecución de momentos en
escenarios distintos, alternando a la presentadora con los testigos y con una
versión de ella misma en crisis, nos van revelando que la razón por la que
todos los personajes son interpretados por una misma persona es porque todos
son un eco de la realidad reflejada en la mente de esta mujer atormentada por
la culpa. Como en los sueños, son una representación de otros, pero también son
una faceta de quien sueña. Así, el lenguaje visual asiste al espectador en la
comprensión de un texto que a veces es directo, y en otras es más bien
críptico.
Majo Bueno, ya lo hemos dicho, ha asumido
una responsabilidad inmensa, casi temeraria, al convertirse en la
mujer-orquesta de este espectáculo. Sin embargo, el riesgo de hacer malabares
con tantos objetos en el aire y al mismo tiempo, es que uno de estos objetos se
nos escape de las manos. En este caso, lo que nos parece escapó del control de
la actriz fue el aspecto actoral. El código con el que Bueno desarrolla a sus
personajes se acerca más a lo teatral en tanto pareciera que actuara sobre un
escenario y para una platea llena de filas, y no en un espacio reducido y a muy
poca distancia de una cámara. Su presentadora, que de por sí ofrece una
construcción exagerada exprofeso, se regodea en la complicidad con el público y
para ello acerca el rostro a la cámara con tal reiteración que, en lugar de
contribuir a la definición de su personaje, nos distrae de él. En contraste,
su trabajo es efectivo e interesante cuando interpreta a los testigos,
precisamente porque no recurre al movimiento exagerado o al acercamiento
repetitivo. Las variantes de la mujer tras las rejas ofrecen una gran
emotividad, aunque a veces en desmedro del trabajo con el texto que,
precisamente por su complejidad, debería ser interpretado con más sustrato en
la acción y no apelando únicamente a la velocidad desesperada.
El momento de
mayor desconcierto fue el final. En una entrevista, Majo Bueno comenta que por
momentos le entran ganas de samaquear la cámara debido a la carga emocional de
su personaje. Ese nivel de energía emotiva es bueno cuando intensifica la
acción y la hace efectiva, pero juega en contra cuando, como en este caso, empuja
al ejecutante al descontrol. Y aquí parecía ya no haber límites. El acercamiento
reiterado a la cámara, el trabajo de la voz y la actitud corporal eran de una
estridencia tal que nuestra reacción instintiva fue la de alejarnos de la
pantalla. De la misma forma en la que una pieza musical no adquiere más
cualidades de las que tiene subiéndole el volumen, así el trabajo actoral no
necesariamente se vuelve más real o conmovedor al desbordarse la emocionalidad
del actor. Lo que aquí observamos no
es de entera responsabilidad de la actriz, sino también de la directora del
montaje. Los actores no se ven cuando actúan (salvo que
se graben). Para eso está la dirección que, desde fuera, construye una historia
con ellos, tamizando su energía y guiando sus acciones para que estas sumen al
resultado final.
En conjunto, 1.0.0.P es una obra interesante, arriesgada
y perfectible, que podría lograr aún mejores resultados de los que ya ha
obtenido.
David Huamán
20 de julio de 2020