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jueves, 12 de octubre de 2017

Crítica: CASA DE PERROS

La auscultación de las raíces

Casa de Perros, de Juan Osorio, nos sitúa en un pueblo al norte de Perú en tiempos de reforma agraria, y le escarba la tierra hasta evocar los cimientos podridos de donde ha crecido. Más que una parábola política sobre la corrupción del poder, es una pieza anacrónica que nos permite deambular entre la historia, tocar la llaga y sangrar, para por fin luego restaurar y dejar ir.

La dirección de Jorge Villanueva se encarga de hacernos sentir la historia a partir de sus atmósferas. Transmite el caos de una fiesta, su asimetría, arritmia y alegría; y la deja morir de a pocos hasta encontrar el silencio y estatismo, de donde parte una escena rígida, densa, cargada de emociones contenidas, como el encuentro de un hijo que espera una misa por la muerte de su hermano y encuentra a su padre indiferente y desmemoriado. Un trabajo minucioso del director que se distancia del texto para concentrarse en los estímulos sensoriales alrededor de cada momento.

Lo onírico juega un rol trascendental, el pasado que reencarna y atormenta como una pesadilla tangible sobre el escenario. Un coro de mujeres muertas por los celos y un hermano asesinado, que no han dejado de vivir en el pueblo, en el remordimiento de los vivos y que por momentos los observan, les hablan, los aterrorizan. Unos perros, ya muertos, que ladran y ladran, porque aún lejos avisan el mal presagio que deviene. Imágenes y sonidos que significan.

Una interpretación correcta y fluida. Aunque cabe decir que a pesar de la solidez con que se entiende, desde lo lógico y cerebral, cada contradicción y objetivo de los personajes de este pueblo, las interrelaciones, en su apartado emocional y sensorial, son aún irregulares. Lo esquemático de algunos actores impide que desarrollen la inestabilidad en la que se encuentran sus caracteres, la débil reacción no permite progresar una escena cargada de tanto sentimiento. Uno de los momentos más emblemáticos, a mi parecer, es cuando el personaje de Ana, una mujer árida como la esencia de la tierra que pisa, se descarga con nosotros sobre la maldición de su vientre y de repente se quiebra para volverse el alma de una fiesta, en una danza visceral, macabra y alegre, una sensación que soy incapaz de comprender y me abre paso al purismo de sentir.

Una iluminación expresiva, destacada por sus contrastes, tanto de sombras como de color, personajes en solitario a contraluz o amorfos con la mezcla desordenada del naranja y del azul. Luz dura por el calor o tenue por la intimidad. Una iluminación orgánica. Asimismo, la composición musical de Benjamín Bonilla, a veces potente y grave para hostigarnos de tensión; otras, delicada para suavizar aún más el romanticismo. Diegética, con los músicos que construyen la jarana o la marcha fúnebre y extradiegética, en la búsqueda de sensaciones. Un viaje aparte.

Casa de perros es una obra necesaria porque habla de la dignidad humana, de lo que nos duele o debería dolernos, porque nos ayuda a entender de qué está hecho nuestro suelo y por tanto, nuestro interior; porque propone un lenguaje que nos obliga a la apertura de los sentidos, un teatro exigente, como debe serlo.

Bryan Urrunaga
12 de octubre de 2017

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