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domingo, 16 de julio de 2017

Crítica: TE QUIERO HASTA LA LUNA

Viajes turbulentos

La luna es el pretexto para el reencuentro de una pareja malherida y el viaje genera el nuevo comienzo para ambos. Mario Mendoza, director de Te quiero hasta la luna, se asegura de nunca poner en riesgo esta reconciliación y esconde las intenciones de sus protagonistas detrás de mentiras elementales que los espectadores atentos desciframos sin esfuerzo, haciendo que el conflicto sea pasivo y la tensión minimizada.

La dramaturgia se concentra en repasar las circunstancias que separan y unen a esta joven pareja, a través de flashbacks que saltan desde el presente donde tienen veinticinco años, hacia una niñez de siete o su adolescencia de doce. En esos recuerdos se apela a la nostalgia o la ternura de los primeros encuentros y además, se remarca algunos eventos, frases, gestos y bromas que los han forjado como personas y los predestinan a estar juntos.

Los protagonistas Katheryne Mendoza y Gabriel Gil construyen dos personajes complementarios. La actriz interpreta a una mujer desaforada que intenta resolver cualquier situación a base de su personalidad explosiva y carácter enérgico; en tanto que el actor elabora un hombre retraído, con la energía tenue y sostenida, indeciso para revelar sus ansias de pasión. Ambos concuerdan en tratar las situaciones en tono realista, añadiendo en cada escena chispazos de farsa que quiebran cualquier vínculo emocional real, reemplazado por gags complacientes e irrisorios.

Los mejores momentos de interrelación están en cómo ambos resuelven la intervención de las melodías, parten de una conversación cotidiana y progresivamente se va gestando el dueto. Además, resaltar los instantes lúcidos de Gabriel Gil para matizar el texto con verosimilitud, así como su manejo preciso del silencio y la pausa, que aterriza la energía desbordante de su compañera.

En cuanto a la plástica, tanto la dirección de arte y de luz se torna explicativa y no aporta en transmitir una atmósfera determinada o alguna metáfora extendida a un nivel sensorial. Pareciera que se alumbrase en lugar de iluminar; asimismo, la espacialidad no está determinada, pues por momentos pareciera que se intenta develar la luna o la nave espacial a partir del acting, pero este no consigue generarlas porque no las visualiza y los actores tampoco juegan a ser afectados físicamente por el entorno. Es ambigua la dualidad entre mostrar lo invisible y proponer el minimalismo, como cuando se colocan dos cráteres en el suelo para pretender dar la dimensión del satélite. En todo caso, no se ve ni se siente.

El montaje de Mario Mendoza apunta a endulzarnos con una historia de amor idealista, sin enfrentamientos y en constante búsqueda de la carcajada. Hay un público que lo recibe bien, hay otro que exige mayor profundidad.

Bryan Urrunaga
16 de julio de 2017

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