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sábado, 10 de octubre de 2009
Crítica: EN EL JARDÍN DE MÓNICA
Vigencia después de medio siglo
Escrita y estrenada en 1961 en el Club de Teatro de Lima con la presencia de las actrices Aurora Colina y Alicia Saco, “En el jardín de Mónica” fue la primera obra de la incansable dramaturga y crítica peruana Sara Joffré. A pesar del casi medio siglo transcurrido desde su creación, la pieza no ha perdido vigencia, tal como lo demuestra su último reestreno a cargo del grupo Rosa de Fuego con la dirección de Gustavo Cabrera en el Teatro Auditorio Miraflores.
La sencilla anécdota de “En el jardín de Mónica” nos recuerda la delgada línea que separa la realidad de la fantasía en los niños. En un jardín abandonado y sucio, dominado por un árbol triste y seco, habita Mónica, una mujer de edad indescifrable con múltiples personalidades, quien juega incansablemente con hojas secas y pájaros muertos, e imagina que la niña y el niño que aparecen en dicho lugar son una ratita y un príncipe, respectivamente. La terca y convenida imaginación de Mónica contagia pronto a la perspicaz niña. Y luego ésta al niño, cuando Mónica es retirada abruptamente de sus dominios.
El director Gustavo Cabrera plantea un espacio de tonos ocres, desordenado y algo recargado pero funcional, y prefiere estilizar a sus personajes, como esa Mónica bien peinada y con su vestido planchado. El texto es interpretado correctamente y enriquecido con divertidos momentos, gracias al inspirado elenco. Buen trabajo actoral de Daisy Sánchez en el papel principal (quien regresa a las tablas luego de un prolongado periodo de tiempo), logrando destacar en mayor medida en sus diálogos con sus compañeros de escena, que en su monólogo inicial, debido a una saturada propuesta de luces y sonido que por poco boicotean la poesía del texto. Ruth Vásquez y el mismo Cabrera resultan intachables como los niños, aportando la cuota de ingenuidad y ternura necesaria.
Tal vez el mayor acierto de la presente puesta sea el haber respetado el texto original, sin traicionarlo en su pase al escenario. Y es que Sara Joffré no sólo transmite sensaciones en los diálogos, sino también en las acotaciones de su texto, como en la lograda presentación de Mónica. “Es una niña que podría tener hasta ochenta años, que es la máxima edad que puede tenerse. Ella no sabría decirnos tampoco cuántos años hace que está aquí. Es ágil. Delgadita. Nerviosa. Con una lamparita encendida dentro de cada ojo. Ahora está jugando. Juega incansablemente. No se detiene nunca. No puede detenerse. Ah, pero es la voz de Mónica lo importante. Eso es lo que realmente es Mónica: una voz. Envejece. Crece. Se hace pequeñita. Es agria y cortante. Es dulce. Es amarga. Retiene. Aleja. Nos acompaña, o nos deja terriblemente solos. Y luego están sus manos y su risa: la risa de Mónica no puede escucharse sin que produzca desazón, desconsuelo o el sentimiento de sentirnos abandonados en un lugar donde todos hablan un idioma que no entendemos y nos rodean miradas hostiles, impúdicas; las manos de Mónica no pueden olvidarse si se las ha visto mintiendo alguna vez. Nada más.”
“En el jardín de Mónica” continuará presentándose en diversos espacios y bien vale la pena apreciar este buen montaje y revisitar un texto muy vigente a pesar del tiempo transcurrido.
Sergio Velarde
10 de octubre de 2009
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