Páginas

viernes, 29 de noviembre de 2024

Crítica: EL JARDÍN DE LOS CEREZOS


El jardín inconexo

Hace poco terminó la temporada de la obra El jardín de los cerezos de Antón Chejov, puesta en escena en el Centro Cultural de la PUCP. Jorge Guerra dirigió este clásico, con la codirección de Martín Guerra, y la certera traducción del texto a cargo de Alberto Isola. Sin duda, fue una producción apoteósica que reunió a la comunidad de la Facultad de Artes Escénicas, en un elenco compuesto por Bertha Pancorvo, Mario Velásquez, Augusto Mazzarelli, David Carrillo, Gabriel González, Daniela Trucíos, Luis Miguel Yovera, Fito Bustamante, Déborah Baquerizo, Masha Chavarri, Mario Gaviria y Valeria Ríos. El director Guerra ha dejado muy claro su conocimiento y entendimiento de esta pieza escénica, apropiándose de esta historia y dándole un sello personal al resultado final.

La representación contó con estructuras escenográficas constantemente, lo cual permitía usar el espacio con matices de altura y profundidad. Esta es una obra larga, por lo que el dinamismo del escenario era importante para la continuidad del montaje. Los detalles estuvieron enfocados en la caracterización de los personajes, pues usaron vestuarios únicos entre ellos. Es evidente que se pensó en cada pieza como un elemento propio, que diga información del personaje que lo usa. Muchas veces las representaciones escénicas utilizan vestuarios coherentes con la época; en este caso, más allá de una coherencia, se notó plena consciencia desde la dirección en cada prenda, objeto y aplicación que utilizaron los personajes. Este detalle es importante, pues habla de una estética clara por parte de la dirección.

Es sorprendente la vigencia de la historia de esta aristócrata familia rusa venida a menos a finales del siglo XIX, en contraste con el enriquecimiento de los descendientes de quienes alguna vez fueron esclavos de aquel jardín de los cerezos. Es notable cómo Guerra logra proyectar en la estética de la obra esta sensación de ver a los personajes como marionetas de sus propios actos. Sin embargo, la complejidad de la historia no fue del todo apropiada por parte de casi todo el elenco de actores.

La desconcentración fue tan grande como el jardín de los cerezos del que se habla. Lo que sucedió en este montaje se puede explicar con el siguiente ejemplo: imaginen un bailarín que ha ensayado una coreografía, la sabe de memoria, sabe ejecutarla; sin embargo, hay una rigidez corporal que evidencia que está contando los pasos todo el tiempo. Su cuerpo no se mueve armoniosamente al compás de la música, sino que lo hace rígidamente, sin matices y sin apropiarse de la coreografía. Este elenco no dejó pasar la música a través de ellos. Se anticipaban a las reacciones y respuestas de sus compañeros en escena, evidenciando la casi nula conexión entre ellos. Si bien el director ha hecho un trabajo minucioso de construcción de un mundo particular, su elenco no supo interiorizarlo ni apropiarse de él completamente. Ya sea por distracción, falta de presencia o falta de entendimiento del momento a momento en la obra, el resultado fue un grupo de actores que dilataba momentos, se pisaban los textos, y sobre todo, no se escuchaban realmente.  No obstante, debo destacar las actuaciones de Velásquez, Mazzarelli y González. Los personajes que interpretaron estaban alineados, llenos de detalles que muchas veces levantaban el ritmo de la obra. Era muy claro el propósito de sus roles dentro del ecosistema de la puesta, captando particularmente la atención del público, incluso cuando ocurrían escenas “principales”, mientras ellos coexistían en escena.

Stefany Olivos

29 de noviembre de 2024

No hay comentarios:

Publicar un comentario