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jueves, 8 de febrero de 2024

Crítica: LA DOCTORA


Dilemas morales y teatralidad

Desde su estreno hace algunas semanas en el Teatro La Plaza, la puesta en escena de La doctora (2019), obra del dramaturgo y director inglés Robert Icke, viene dividiendo a sus espectadores. Y es que el autor no solo se limita a mostrarnos enormes problemáticas contemporáneas en su historia, como la ética médica, la discriminación generalizada, la religión en contraposición a la ciencia, los privilegios y los prejuicios que venimos arrastrando como sociedad durante décadas, sino que además obliga al espectador a no dejarse llevar por la apariencia física de los personajes, introduciéndolo en un juego teatral del que no tiene opción de evadir, si es que desea disfrutar del espectáculo. Este detalle, que en realidad vendría a ser el gran leit motiv que propone Icke, es el que podría ser la causa de diversas posiciones encontradas, que no deberían empañar, desde ya, una de las propuestas más sólidas y arriesgadas del año.

Basada en la obra Profesor Bernhardi (Arthur Schnitzler, 1912), la pieza dirigida con precisión y nervio por Urpi Gibbons inicia con un hecho completamente atípico dentro de un instituto médico dedicado al estudio de enfermedades de la tercera edad: en aras del bienestar emocional del paciente, la doctora Ruth Wolff (magistral reaparición de Diana Quijano) le niega la entrada a un sacerdote de color para brindarle la extremaunción a una muchacha de 14 años, que se está muriendo a causa de un aborto autoadministrado y además, fallido. Esta negativa, que llega a filtrarse a la prensa, se convierte en el disparador de toda una serie de protestas virtuales en contra de la institución y más adelante, de la misma doctora, de carácter arrogante e intransigente. La trama, que se vuelve más compleja e intensa conforme pasan los días, es certera en su crítica social y conmovedora en su ejecución escénica, con múltiples personajes perfectamente delineados, pero representados (por exigencia del autor) por un elenco en total discrepancia con sus apariencias.

Salvo el rol protagónico de la doctora Wolff y de todos los participantes en la excelente secuencia del talk show, Icke solicita que la identidad de cada intérprete debe estar directamente en disonancia con la de su respectivo personaje, en al menos un sentido, por ejemplo, en edad, sexo o color de piel. Es por ello que, a propósito, el público debe entrar en la convención de existir un comité administrativo conformado por doctores que lucen muy jóvenes (Jorge Armas, Gabriel Gonzalez y Carolay Rodríguez); o escuchar acusaciones de racismo contra un instituto médico que alberga a un doctor y una relacionista pública afrodescendientes (Luis Sandoval y Javiera Arnillas), o aceptar que el sacerdote y el padre de la fallecida sean interpretados por un mismo y veterano actor (el brillante Augusto Mazzarelli); o ver las gestiones realizadas para evitar un mayor daño con una ministra de color (la siempre solvente Ebelin Ortiz).

Esta propuesta, incómoda o desconcertante para algunos, obliga al público a dejar de lado cualquier certeza predeterminada, hasta que los mismos diálogos van descubriendo progresivamente las identidades de los personajes. Curioso el hecho que desde la sala de espera del teatro sepamos, por las pantallas que muestran al elenco, que uno de los doctores varones será interpretado por una actriz (la muy inspirada Gabriela Velásquez), pero que un velo de misterio cubra las reales identidades de la pareja de la doctora (Magali Bolívar) y la muchacha que la visita con frecuencia (Yamile Caparó). Este juego de identidades alcanza también, de cierta manera, a la misma doctora Wolff, una mujer que debe (sobre)vivir en un mundo profundamente machista y desigual, adoptando a la fuerza ciertas actitudes “masculinas”. Icke es contundente al restregarnos en nuestra cara que es absolutamente irrelevante si un personaje es blanco, negro, hombre o mujer. La doctora es un montaje tan polémico como imprescindible.

Sergio Velarde

8 de febrero de 2024

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