Dilemas morales y teatralidad
Desde su estreno hace algunas semanas en el
Teatro La Plaza, la puesta en escena de La
doctora (2019), obra del dramaturgo y director inglés Robert Icke, viene
dividiendo a sus espectadores. Y es que el autor no solo se limita a mostrarnos
enormes problemáticas contemporáneas en su historia, como la ética médica, la
discriminación generalizada, la religión en contraposición a la ciencia, los
privilegios y los prejuicios que venimos arrastrando como sociedad durante
décadas, sino que además obliga al espectador a no dejarse llevar por la apariencia
física de los personajes, introduciéndolo en un juego teatral del que no tiene opción
de evadir, si es que desea disfrutar del espectáculo. Este detalle, que en
realidad vendría a ser el gran leit motiv
que propone Icke, es el que podría ser la causa de diversas posiciones
encontradas, que no deberían empañar, desde ya, una de las propuestas más
sólidas y arriesgadas del año.
Basada en la obra Profesor Bernhardi (Arthur Schnitzler, 1912), la pieza dirigida con
precisión y nervio por Urpi Gibbons inicia con un hecho completamente atípico
dentro de un instituto médico dedicado al estudio de enfermedades de la tercera
edad: en aras del bienestar emocional del paciente, la doctora Ruth Wolff
(magistral reaparición de Diana Quijano) le niega la entrada a un sacerdote de
color para brindarle la extremaunción a una muchacha de 14 años, que se está
muriendo a causa de un aborto autoadministrado y además, fallido. Esta negativa,
que llega a filtrarse a la prensa, se convierte en el disparador de toda una
serie de protestas virtuales en contra de la institución y más adelante, de la
misma doctora, de carácter arrogante e intransigente. La trama, que se vuelve
más compleja e intensa conforme pasan los días, es certera en su crítica social
y conmovedora en su ejecución escénica, con múltiples personajes perfectamente
delineados, pero representados (por exigencia del autor) por un elenco en total
discrepancia con sus apariencias.
Salvo el rol protagónico de la doctora Wolff y
de todos los participantes en la excelente secuencia del talk show, Icke solicita que la identidad de cada intérprete debe
estar directamente en disonancia con la de su respectivo personaje, en al menos
un sentido, por ejemplo, en edad, sexo o color de piel. Es por ello que, a
propósito, el público debe entrar en la convención de existir un comité
administrativo conformado por doctores que lucen muy jóvenes (Jorge Armas, Gabriel
Gonzalez y Carolay Rodríguez); o escuchar acusaciones de racismo contra un
instituto médico que alberga a un doctor y una relacionista pública
afrodescendientes (Luis Sandoval y Javiera Arnillas), o aceptar que el
sacerdote y el padre de la fallecida sean interpretados por un mismo y veterano
actor (el brillante Augusto Mazzarelli); o ver las gestiones realizadas para
evitar un mayor daño con una ministra de color (la siempre solvente Ebelin
Ortiz).
Esta propuesta, incómoda o desconcertante para
algunos, obliga al público a dejar de lado cualquier certeza predeterminada,
hasta que los mismos diálogos van descubriendo progresivamente las identidades
de los personajes. Curioso el hecho que desde la sala de espera del teatro sepamos,
por las pantallas que muestran al elenco, que uno de los doctores varones será interpretado
por una actriz (la muy inspirada Gabriela Velásquez), pero que un velo de
misterio cubra las reales identidades de la pareja de la doctora (Magali
Bolívar) y la muchacha que la visita con frecuencia (Yamile Caparó). Este juego
de identidades alcanza también, de cierta manera, a la misma doctora Wolff, una
mujer que debe (sobre)vivir en un mundo profundamente machista y desigual,
adoptando a la fuerza ciertas actitudes “masculinas”. Icke es contundente al
restregarnos en nuestra cara que es absolutamente irrelevante si un personaje
es blanco, negro, hombre o mujer. La doctora
es un montaje tan polémico como imprescindible.
Sergio
Velarde
8 de febrero de 2024
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