Hasta que se rompa el alma de corcho
Sabemos
que el teatro no es un lugar para hacernos de fortuna ni para cuñar grandes
riquezas, es más, parece ser que al final de la vida de un teatrero quedan más
recuerdos felices que monedas en el bolsillo.
La mayoría
de producciones son austeras y sirven, en el mejor de los casos, para pagar el
alquiler y llenar de alguna manera la olla. Parece ser que la actividad teatral
es una que se gana día tras día con el sudor cotidiano de cada función, de cada
taller, de cada clase dictada; no estamos lejanos a la realidad de los
compañeros taxistas o de los comerciantes y pescadores que deben renovar su
empuje cada que sale el sol.
Parece
ser que la vorágine natural de nuestro quehacer nos impide detenernos a pensar
en el mañana, pero el tiempo, mis amigos, es un enemigo que no se puede vencer
y que avanza constantemente para todos. El ahorro es casi nulo, con el ingreso
ajustado que se tiene es casi imposible pensar en guardar para las necesidades
del mañana cuando las de hoy aún no están atendidas.
La
enfermedad es algo que no se nos permite. “La función debe continuar”: parece
ser que mientras las fuerzas nos acompañan hacemos de este lema una ley
inquebrantable, que hacemos una coraza ante la adversidad, un alma de corcho
como dice mi maestro.
Innumerables
son las historias de los actores que han salido a escena cargando la pena de un
luto avisado minutos antes de que se prendan las candilejas, o disimulando la
tos de una enfermedad acompañada de una bebida caliente al costado del
escenario; vaya que lo sabemos y vaya que lo hemos vivido. Parece ser que el
estoicismo es parte de nuestra profesión (parte bastante importante del Perú en
realidad), porque en un medio como el peruano, en el que nos cuesta tanto
llevar gente a nuestras butacas, en el que sobrevivimos a pesar del Estado que
sin un plan cultural claro posee la mayoría de recintos teatrales y por los
cuales cobra sumas impagables, en el que no podemos acceder a un seguro social
por realizar actividades no empresariales, ¿qué es lo que nos espera cuando
viejos?
¿Qué va
a suceder cuando el cuero propio ya no alcance para hacer más correas? Y cuando
las piernas ya no estén fuertes, cansadas por los años a cuestas y no puedan
sostenerse como antes en las tablas, bajo las luces, ganándose el sustento
diario ¿qué nos espera entonces? O cuando la enfermada o quizás una simple
infección nos ataque, ¿a dónde hemos de recurrir? ¿Qué sucede con las personas
que le han dedicado su vida única y exclusivamente a esto y que en el ocaso de
su existencia ya no puedan seguirse ganando los reales día a día? ¿Qué sucederá
con nuestros ancianos, con nuestros sabios del sector? Es más… ¿Qué sucede
ahora mismo con nuestros colegas mayores de edad?
Esto es
realmente preocupante. Nuestros colegas que debieran estar descansando
plácidamente en sus hogares, protegidos con algún seguro y alimentados por
alguna pensión en virtud de sus largos años en las tarimas, se encuentran, por
el contrario, olvidados; sin reconocimiento a su labor, sin atención a su salud
y sin una pensión digna. Los artistas no nos alimentamos de aplausos, ni nos
curamos con elogios.
No todos
en nuestro arte dobletean su labor entre el teatro y una actividad secundaria
que les brinde estabilidad, no. Están aquellos que solo han tenido tiempo en la
vida para hacer teatro, a esos mismos que admiramos hoy por su fuerza mañana
los vamos a ver viejos también; y nosotros mismos iremos perdiendo los ímpetus,
iremos acumulando cansancio, iremos apagándonos a la sombra y en el anonimato,
al descuido de un sistema al que no le importamos lo suficiente como para
reconocer nuestra actividad como digna de cuidado. Todo indica que estamos
obligados a brindar funciones hasta que el cuerpo aguante, forzosos pasar la
gorra hasta el último aliento para comer, hasta que se rompa el alma de corcho.
Mauricio
Rodríguez-Camargo
Arequipa,
4 de diciembre de 2020
Encontrar un fórmula para resolver el futuro del artista en general.
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