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lunes, 18 de septiembre de 2017

Crítica: EUTANASIA

La cultura del espectador

El teatro es un agente de cambio. Es un arte al que le toca hablar de temas que se suelen evitar socialmente. En esta ocasión, la obra Eutanasia, escrita y dirigida por Gianfranco Mejía, nos cuenta la historia de Valeria, una joven que sufre de esclerosis múltiple y desea someterse a la eutanasia y cómo es que su entorno se relaciona con esta decisión; todo esto dentro de un contexto peruano, donde la práctica de la eutanasia está prohibida.

Parte de la apreciación de una obra de teatro está en la experiencia del espectador y de cómo se va creando un ambiente adecuado para la representación. Me decepcionó mucho que, una vez iniciada la función, se haya dejado entrar gente mientras que los encargados de hacerlos pasar iluminaban las butacas con una linterna. Esto me pareció una total falta de respeto a los espectadores que llegamos a tiempo a la función, pues lo que menos esperamos es que la misma gente de la producción boicotee su propia obra. Eso provocó que durante toda la obra, cada vez que había un apagón o un cambio de escenografía a oscuras, la gente se dé la libertad de hablar o comentar la obra creando un barullo constante. Hay algo que yo llamo “la cultura del espectador”, la que se está cultivando poco a poco en nuestro país: acostumbrar a los consumidores de teatro a llegar a tiempo a las funciones, que apaguen sus celulares, que no hagan ruidos para no desconcentrar a los actores, y un largo etcétera.  Una producción que hace entrar al público incluso después de 20 minutos de iniciada la función, da una imagen poco profesional a todo el equipo implicado.

Pasemos a la misma representación.  Espacialmente le sacaron el jugo a los niveles que el teatro ofrecía, pues solucionaron bien los cambios de espacios que la obra propone. Por otro lado, mi sensación final de la obra es de haber visto una representación muy general de un tema polémico. En primer lugar, no vi realmente personajes construidos en la historia, sino posiciones o roles. Los personajes no tenían rasgos específicos, sus comportamientos resultaban predecibles, llegando en algunos momentos a ser casi inverosímiles. Sin embargo, debo excluir de esta afirmación al actor Reynaldo Arenas, cuyo trabajo resaltó notablemente.  El personaje del padre (Pedro Olórtegui) me distraía por una especie de “canto” o ritmo repetitivo que tenía cuando decía sus líneas. En el caso de Valeria (Milagros López Arias), fue un personaje que cayó en el cliché del enfermo terminal. Eso, ojo, no siempre se debe al trabajo actoral, sino también al texto que sostiene la representación; los suyos parecían muy impuestos para un personaje con las características que la obra proponía. La dramaturgia me resultaba a veces muy inocente para tratar el tema que quiso tratar.

Me parece que la obra podría haber funcionado mejor si se ajustaban algunas “tuercas” en la información que daban los personajes. Todo gira alrededor de la aplicación de la eutanasia y, cuando finalmente sucede, esta se da como si nada, en el mismo hospital donde supuestamente está prohibido aplicarse. Ese es un vacío de información que quizá no muchos lo noten, pero hay que tener ese nivel de detalle y cuidado cuando se escribe una obra, mucho más si se representa.

Un caso como el de Valeria podría estar pasando justo ahora. De esta obra, me quedo con algunas interrogantes. El problema no está en si la eutanasia es válida o no. Para preguntarnos eso, hay que ser capaces primero de ponernos en el lugar de la otra persona.

Stefany Olivos
18 de setiembre de 2017

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