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jueves, 31 de agosto de 2017

Crítica: ME TOCA SER EL NENE ESTA NOCHE

El sótano de las realidades sociales

Cuando escuché por primera vez el título “Me toca ser el nene esta noche” vinieron a mí ideas de todo tipo de posibilidades que la obra podría desarrollar. Estoy segura de que es el primer efecto de los espectadores antes de conocer de la obra escrita y dirigida por Cristian Lévano y puesta en escena hasta la semana pasada en el teatro Mocha Graña. Este montaje constituye una propuesta que aborda problemas sociales como la discriminación y el abuso a poblaciones vulnerables; todo esto a través del lazo de amistad creado entre los personajes irreverentes que vemos a lo largo de la obra.

La obra ocurre en un sótano, un espacio desordenado y decadente donde dos personajes, Furi (Alaín Salinas) y Bundo (Juan Gerardo Delgado), conviven y pasan el tiempo a través de actividades, juegos y demás. De hecho, el nombre de la obra es el nombre de uno de los juegos que Furi y Bundo juegan para pasar el tiempo dentro de aquel espacio. La escenografía, en contraposición a estos personajes lúdicos,  ayudaba a que la impresión que causaban los personajes sea la de víctimas de algo desconocido hasta ese momento. Hay juguetes viejos, muebles sucios, pelotas, elementos característicos de un sótano: representaciones del olvido, el descuido, la soledad.  Empiezan a aparecer características dentro del lugar que nos llevan a la existencia de mundos paralelos dentro del mismo espacio; por ejemplo, uno de los personajes no pueden salir de aquel espacio y otro sí pero siempre regresa; una mujer, Rosita (Marina Gutiérrez) entra recurrentemente a dejar agua y pan; una pequeña  verdugo que suele aparecer sin previo aviso por un lado de la habitación con un carrito con cuerpos envueltos en plástico negro; estos plásticos, con el transcurso de la obra, podemos verlos como las “matrices” con las que cada uno de los personajes ha llegado al sótano.  Es precisamente la aparición de esta verdugo con el cuerpo de una prostituta llamada Esther (Carmela Tamayo) lo que nos revela la primera verdad de la historia: todos están muertos. Todo esto nos va contextualizando en un espacio alegórico que representa una especie de sede del mundo de los muertos.  Ojo, no mencionan nunca referencias de un cielo, infierno o purgatorio; el dramaturgo y director ha tomado distancia de términos tan categóricos, lo que da una libertad de interpretación al espectador sobre qué podría ser aquel sótano representado.  A través de este contexto es que se nos da a conocer que hay un personaje que nunca aparece y que ha sido el que ha abusado y matado a cada uno de los personajes que están en el sótano.

Cuando se tienen personajes alegóricos dentro de una obra como esta se corre el peligro de caer en la sobreactuación. Sin embargo, este montaje no cayó en eso; además de que el manejo de la comicidad estuvo en su justo medio: la obra no cayó en excesos o excentricidades. La obra toca el mundo de las víctimas de abusos que no son realmente indemnizadas; nos invita a imaginar el después de aquellas personas que mueren en situaciones violentas. ¿Qué pasaría si todas las víctimas de un mismo abusador terminen en el sótano de este, como trofeos olvidados? Es una imagen fuerte de ver, pues los personajes, una vez muertos, no pueden hacer justicia: es precisamente eso lo que sucede hoy en día con las víctimas de abusos, no se le suele dar importancia cuando sucede, ni al hecho de que cada día crecen las víctimas de abusos sexuales y feminicidios a nivel nacional. 

Rescato de esta obra el hecho de que nos dice una verdad universal  sin necesidad de ser agresivos en el montaje. Me dio la sensación de ver un cuento en el que se daba al espectador la oportunidad de poder pensar  poco en la realidad que constituye el asesinato creciente de mujeres y niños. Pensar en que cada vez hay una mayor indiferencia al respecto. Pensar en que una persona muerta también merece justicia.

Stefany Olivos
31 de agosto de 2017

jueves, 24 de agosto de 2017

Crítica: NEVA

Una crítica sobre el teatro y sus limitaciones

Desde hace unas semanas se está representando en “La Casa Recurso” el montaje Neva, del dramaturgo chileno Guillermo Calderón. Es una creación colectiva de los actores Carla Valdivia (Olga Knipper), Vanessa Vega (Masha) y  Walter Ramírez (Aleko). La acción transcurre en una tarde de invierno de 1905 en San Petersburgo,  donde las tropas están reprimiendo violentamente a obreros que salieron a las calles para reclamar pacíficamente unas mejores condiciones de trabajo. En medio de todo este caos, hay dos actrices y un actor en un teatro frente al río Neva queriendo ensayar El jardín de los cerezos, obra del recién fallecido Anton Chéjov.

El espectador entra en “fila india” al espacio de la representación: los actores se encuentran ya caracterizados, calentando y desplazándose por el espacio. Sus voces, la luz tenue y sus movimientos ya nos dan indicios de la crudeza que la obra va a mostrarnos. Un canto coral que mezcla la melodía de una canción de cuna con una letra sórdida da inicio a la obra. Lo primero que me llamó la atención fue la caracterización de los personajes: todos los actores con maquillaje básico blanco en la cara y vestuarios que nos llevaban inmediatamente a los primeros años del siglo XX; gracias a la iluminación, que venía desde el suelo, los personajes causaban el efecto de ser personajes tétricos, la imagen de ser payasos muertos a punto de dar una función.  La escenografía contaba con lo necesario, una buena solución y distribución del espacio. Como presentación de personajes, me pareció una propuesta interesante.

La obra constituye una reflexión crítica acerca del teatro y sus limitaciones para poder hacer frente a los hechos que están sucediendo en su contexto, pues no puede dar cuenta del drama público de violencia política de aquel entonces. Neva está llena de sarcasmos y escenas aparentemente absurdas, como un intento de representar la muerte de Chéjov para que su viuda vuelva a tener “inspiración actoral”. Se entendió que esta era la premisa de la obra en sí misma; sin embargo, el montaje no llegó a explotar del todo los recursos que tenían.

Para representar una obra, sea de la naturaleza que sea, hay que buscarle una contradicción para que funcione. Si se tiene una obra absurda, no se puede actuar absurdamente, pues de esa manera no se puede encontrar una profundidad –hasta las obras absurdas tienen profundidad-  en lo que se representa. Es por eso que si se tiene una obra como “Esperando a Godot”, por ejemplo, no puede ser que los actores lo actúen absurdamente. Dado este ejemplo, digo que en el caso de Neva fue una obra oscura y sarcástica actuada de manera oscura y muy sarcástica. Los personajes de la obra son grandes, sí, pero si en la interpretación se actúa la característica, solo estás dando la información al espectador de que eres un personaje grande. En general, durante la obra los tres personajes oscilaron en lo que acabo de explicar, actuaban una característica y no un personaje completo. Incluso vocalmente, debido al desborde de energía que implicaba la grandilocuencia de la propuesta actoral, los textos se perdían, eran más gritados que interpretados; sin embargo, rescato que el personaje de Masha fue el que menos reincidió en ello. Como montaje, le faltó tino en medir la energía y la información que, con los elementos que tuvo, dio al espectador.

El montaje, a pesar de todo lo mencionado, hizo entender el mensaje desolado del contexto que nos representa. Rescato la crítica hacia el teatro como un arte que debería ser un agente que muestre y haga frente a los contextos con los que convive. Me quedo con esta idea: el teatro es y deberá ser siempre un agente político de cambio; habrá que seguir trabajando por ello.

Stefany Olivos
24 de agosto de 2017

domingo, 20 de agosto de 2017

Crítica: LA PEOR OBRA DEL AÑO

No somos dueños de la verdad

“Quien se enfada por las críticas, reconoce que las tenía merecidas.” (Tácito)

“La peor obra del año”, obra fresca y divertida escrita por el estadounidense Joseph Scrimshaw, bajo la dirección de Alonso Chiri en el Club de Teatro de Lima, es una comedia realista que nos muestra el rol que cumplen los críticos y los actores en el medio artístico. La puesta en escena tuvo un inicio débil, pero a medida que va avanzando el relato, con la presencia de los tres actores en escena se vuelve sólida. Todo inicia en el departamento de la exesposa del actor-director-dramaturgo Tomás Sánchez (Jhosep Palomino), quien en un arrebato de locura y frustración, secuestra al soberbio crítico Natalio Manchego (Gerardo Cárdenas), con el fin de darle una lección y obligarlo a rectificarse por la mala y destructiva crítica que hizo a la más reciente obra de Sánchez titulada “Mis e-mails con Shakespeare”, la misma que el crítico tituló “La peor obra del año”. En medio de esta disputa, llega inesperadamente Phillipe (Sergio Velarde), el chico torpe de la mudanza, quien será la persona neutral que tratará de hacerlos entrar en razón, pero al ver que se siente ignorados por el artista y el crítico, sacará lo peor de cada uno de ellos. Al final, ¿quién tendrá la razón?

Este montaje tiene escenas divertidas, con algunas bien logradas. Con respecto a los personajes, estos cuentan con un perfil claro. El tema central es el egocentrismo de un crítico que se cree un sabelotodo, pero además, el de un actor que se cree un Dios. Me gusta el estilo elegante y sutil que tiene el crítico Natalio Manchego cuando hace mención que su trabajo es dar su punto de vista personal respecto a la obra y que no tiene nada personal con el trabajo del actor, es decir, solo hace mención de lo que le pareció. La obra, en lo personal, me tocó, ya que no paré de reír con estos personajes que tiene una verdad agridulce del mundo artístico. El mensaje que rescato es que de alguna manera debemos entender que las críticas muchas veces no serán agradables, pero son necesarias.

Antes de terminar, quiero compartir este fragmento de Anton Ego (de la cinta Ratatouille) que me pareció pertinente mencionar: “La vida de un crítico es sencilla en muchos aspectos, arriesgamos poco, y tenemos poder sobre aquellos que ofrecen su trabajo y su servicio a nuestro juicio. Esperamos con las críticas negativas – divertidas de escribir y leer- pero la triste verdad que debemos afrontar es que, en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica. Pero en ocasiones el crítico sí se arriesga cada vez que descubre y defiende algo nuevo… el mundo suele ser cruel con el nuevo talento, las nuevas creaciones… lo nuevo, necesita amigos”. Gracias por la función.

María Victoria Pilares
20 de agosto de 2017

jueves, 17 de agosto de 2017

Crítica: EL VUELO DE LOS OLVIDADOS

Indiferencia que duele

Compartimos un mismo territorio; sin embargo, no siempre tenemos idea de lo que sucede en cada rincón del mismo. Las costumbres y formas de vida, los problemas, las carencias, etc. Pues bien, la historia de Ninapanqari es un fiel reflejo de esta realidad. Bajo la dirección y dramaturgia de Paris Pesantes, se presenta en el Teatro de Cámara del Centro Cultural El Olivar la obra “El Vuelo de los Olvidados”.

Un detalle destacado fue, que al ingresar el público a tomar sus lugares, los actores ya se encontraban interpretando sus roles, creando una atmósfera de complicidad y curiosidad por saber qué venía más adelante. La trama desvela el misterio de un pueblo conocido por tener la tasa de suicidios infanto-juveniles más alta del mundo, hasta allí llegará Alba -interpretada por Carmela Tamayo- una ex-periodista, quien pretende retomar su carrera contando esta triste historia, para muchos desconocida, pero que al mismo tiempo la enfrentará con penosas situaciones que la harán reflexionar acerca de su propia vida.

El elenco se completa con Mirtha -interpretada por Andrea Montenegro- desarrollando un papel bastante humano, con cargas no resueltas, que la mantienen ajena a los afectos y al apego por los chicos de Ninapanqari: Samin, Unay y Urpi –interpretados por Willy Guerra, Ray Alvarez y Claudia Ruíz- cuyas participaciones fueron conmovedoras y de gran calidad. Particularmente, sorprendió el carisma y ternura de Urpi, quien finalmente genera un cambio en todos los personajes de la obra.

Los elementos de la escenografía fueron bastante básicos, lo cual no estuvo mal debido a que el relato era el protagonista en este caso, los pétalos rojos simulando a las hojas de los Carmelos (árboles); la iluminación roja emulando el cielo cubierto de polen; la música (grata sorpresa que fuera ejecutada en vivo) se complementaban con la narrativa. La misma que fue muy precisa, es decir, se narraron los hechos relevantes que estructuraban la obra; no obstante, la intriga queda respecto de algunas situaciones (qué pasa con los chicos del pueblo, la situación de Alba y su hijo, por ejemplo), que se resolverían a futuro según se vio.

Más allá del mensaje que pueda rescatarse, está el hecho de reaccionar frente a situaciones que muchas veces desconocemos, lo que no quiere decir que no deban importarnos; por el contrario, esta pieza teatral invita a dejar la indiferencia e involucrarnos más como país, sin ir muy lejos, identificarnos como sociedad, como humanos. La atención se mantuvo alerta durante toda la obra, no solo por los roles muy bien desempeñados de cada actor, sino por lo que significaba desprenderse de la comodidad de la vida como seres individuales y empezar a identificarnos como una colectividad, que necesita crecer, apoyarse; para que no duela la indiferencia, o peor aún, la crueldad de los que atacan a los olvidados, como contundentemente nos muestra el final de la puesta. Termino recomendando a quienes lean, no se pierdan la oportunidad de verla.

Maria Cristina Mory Cárdenas
17 de agosto de 2017

viernes, 4 de agosto de 2017

Crítica: TU MADRE, LA CONCHO

La Concho y las madres de antaño

Esta semana tuvimos en el Centro Cultural El Olivar el estreno de la segunda temporada de la obra “Tu madre, la Concho”, escrita por Ángelo Condemarín y dirigida por Paola Vicente. La obra nos retrata de una manera fresca la historia de Mariano, el único varón de una familia matriarcal, a quien vemos en su lucha por independizarse de una madre sobreprotectora.

La obra nos evoca a la idea de una familia tradicional limeña. Vemos la tendencia sobreprotectora de una madre sobre su único hijo y cómo eso ha ocasionado que Mariano tenga dificultad al tomar decisiones por sí solo. La obra utiliza muchos fraseos y términos “criollos” propios del habla limeña, por lo que es fácil conectar con el significado de cada una y las situaciones en las que se usan. Este recurso sirve escénicamente cuando es parte de un mundo cotidiano creado por los personajes, de hecho casi todos los actores lograron apropiarse de ello; sin embargo, el personaje interpretado por Masha Chávarri parecía sobreactuar en algunos momentos. Tanto el personaje de la madre como el de la abuela, interpretados por Claudia Dammert y Sonia Seminario, estaban llenos de detalles, desde la imagen vocal hasta la corporalidad. Sin embargo, no lograron sostener el ritmo que una comedia como esta lo necesita, no noté en ningún momento un cambio en los personajes como demandaba la historia, llegando a parecer en cierto momento una historia plana, donde no podían apreciarse del todo los textos pícaros que tiene la obra. Esta tiene una ligera línea entre lo cómico y absurdo que en este caso, no lo vi logrado en el montaje. Por otro lado, hubo una falta de tino por parte de los actores cuando el público se reía en la obra, pues en lugar de esperar a que las risas bajen en volumen para continuar con sus textos, los decían cuando las risas estaban en su máximo esplendor, motivo por el cual me perdí de varios textos. Otro motivo por el que lamentablemente me perdí de varios textos fue el bajo volumen de Claudia Dammert en varios momentos de la obra.

La puesta, en cuanto a la escenografía, tuvo una solución eficiente para poder delimitar todos los espacios de una casa como la requiere la obra. Utilizaron mobiliario con diseños que llevaban al espectador a un ambiente de hogar tradicional, de una casa antigua limeña. El uso de una pequeña escalera como convención para representar una habitación en un segundo piso permitía un movimiento lúdico por el espacio.

Esta obra nos da la posibilidad de poder reconocer elementos que forman parte de nuestra vida cotidiana puestos en un código de comedia que está inspirado en la figura de una madre peruana un poco a la antigua. Estoy segura de que varios de nosotros, quienes tenemos madres de generaciones cercanas a la Concho, vamos a poder ver un poco de ellas en escena.

Stefany Olivos
4 de agosto de 2017

Crítica: UN CHICO DE BOSNIA

Un refugio en tiempos de guerra

Un escenario ocupado tan solo por maletas, las mismas que  en principio, eran silenciosas testigos del dolor, la injusticia y la miseria que deja una guerra a su paso. “Un chico de Bosnia” es un relato que tiene como protagonista a Mirad, un chico que al cumplir 13 años en 1992, se convirtió al mismo tiempo en una víctima de la guerra interna entre Bosnia y Croacia. De la dramaturgia de Ad de Bont, bajo la dirección de Felien de Smedt y producida por Idea Original, esta pieza de teatro se presenta en el Centro Cultural Ricardo Palma.

La obra es contada por los tíos de Mirad –Djuka y Fazila- y es a través de ellos que el público experimenta y siente por momentos la crueldad con la que seres deshumanizados actúan en contra de quienes son distintos por su lugar de origen y sus creencias religiosas. Sin temor a equivocarme, y tal como la propia directora expresó en sus palabras de agradecimiento, las maletas tenían un vivo protagonismo debido a su utilidad para desarrollar las escenas y reflejar los sentimientos y emociones de cada actor. Un elenco conformado por Sergio Armasgo (Mirad), Jorge Armas (Djuka), Katya de los Heros (Fazila) y Andrea Chuiman (Verica), el cual a su vez desempeñaba otros roles que describían con particularidad la crudeza de los conflictos armados.

Una característica resaltante de la puesta fue el hecho de ser contada (literalmente) por varios lapsos, situación justificable porque los tíos eran los encargados de contar la historia –viviendo ellos al mismo tiempo sus propios problemas-; sin embargo, era inevitable no caer en un ligero tedio, producto de la intensidad del contenido. De cualquier modo, la intención en cada una de las interpretaciones fue genuina, conmovedora. Cabe cuestionarnos aquí: ¿Quién podría ponerse en los zapatos de un casi adolescente que, en vez de pedir algún obsequio especial por su cumpleaños, lo único que deseaba era PAZ? Aquella que estaba a punto de ser interrumpida por la inminente llegada de la guerra. Viéndose obligado a refugiarse en Holanda, lejos de todo lo que tenía, de lo que alguna vez conoció.

En suma, Mirad y su familia viven episodios que marcan sus vidas y las cambian en forma contundente, después de todo la guerra no es más que una acumulación de años de odio, rencor y amargura. ¿Volver a empezar? Siempre se puede volver a empezar y Mirad lo tenía claro, pero no empezaría solo, en un país donde se sentía ajeno, lejano. Así que toma una decisión tan valiente como arriesgada, volviendo allí, al lugar que un día fue su hogar, en búsqueda de algo o alguien que le devuelva la esperanza. ¡Les dejo a ustedes la misión de averiguarlo en el teatro!

Termino reflexionando acerca de las consecuencias de los conflictos armados, que obligan a sus víctimas a inmigrar. En esta época, aunque lejos de esa realidad (en nuestro país) sí vivimos otra, como consecuencia de los conflictos políticos de un vecino país. Pues bien, que esto no nos mantenga indiferentes, y por el contrario, que nos haga más empáticos y sensibles frente al tema de los refugiados en tiempos difíciles.

Maria Cristina Mory Cárdenas
4 de agosto de 2017