martes, 25 de febrero de 2020

Crítica: HIJOS DE LA GUERRA


La guerra que todos pasamos

Norteamérica de los años 60. Ese es el escenario de Hijos de la guerra, obra de Michael Weller dirigida por Giovanni Vidori en el nuevo Teatro Julieta. Este montaje encarna el característico ímpetu con el que los jóvenes de aquel contexto lideraron numerosas marchas y manifestaciones en contra de la guerra, la desigualdad y la imposición de autoridad propios de aquel momento. Este comportamiento fue una de las bases para sentar un movimiento contracultural cuyos efectos se sintieron a nivel mundial.

La puesta en escena se desarrolla en la cocina de un departamento compartido por un grupo de estudiantes universitarios. Este es un espacio que permite darle un ambiente cotidiano a todos los sucesos que van transcurriendo en la vida de cada uno de los personajes. La obra contó con un músico que tocaba en vivo en distintos momentos. Es más, los actores en muchos casos tocaban y cantaban en varias escenas. La presencia musical fue un elemento destacado en la representación, pues ayudaba a situarnos en  un ambiente juvenil, apasionado e impetuoso propio de la obra.

La caracterización de los personajes –vestuarios, peinados, etcétera– fue de gran ayuda para contextualizar la obra. Desde un plano individual, el vestuario que cada actor usaba le daba especificidad al personaje que representaba: no podría imaginar al personaje Shelly (Fiorella Luna) sin aquellos vestidos de determinado corte, o a Mike (Matías Spitzer) sin aquellas casacas peculiares, por ejemplo. Sin embargo, la construcción de personajes fue un aspecto disparejo en la representación. Hubo casos en los que no se llegó a un nivel de especificidad arduo. Esto se hacía notar por la falta de apropiación del texto; o por la falta de concentración de algunos personajes, lo que provocaba que su nivel energético cayera en escena. Estas cuestiones por mejorar intervinieron en la caída del ritmo de la obra  en ciertos momentos. Sin embargo, son aspectos que se pueden trabajar con mayor concentración colectiva por parte del elenco, de modo que puedan mantenerse conectados entre sí durante la representación.

El ímpetu de los jóvenes de aquella época es de los aspectos más nobles de esta obra. Hay una sensación identificable en todos los personajes: el descubrir que el sistema contra el que luchan es tan vacío como sus vidas. El paso a la adultez de estos jóvenes, independientemente del contexto, es una etapa dura de aceptación y reconocimiento personal. Aceptar la soledad, las responsabilidades y los vaivenes emocionales siempre va a ser motivo de una guerra interna personal que sí o sí debemos ganar. No importa tanto el tipo de conflicto social por el que se esté pasando: ya sea un conflicto armado, o uno ideológico, todos estos hitos nos hacen crecer para bien o para mal. Finalmente, todos terminamos siendo hijos sobrevivientes de distintas guerras.

Stefany Olivos
25 de febrero de 2020 

No hay comentarios: