miércoles, 27 de septiembre de 2017

Crítica: ÑA CATITA

¡A Dios rogando y con el mazo dando!

Una entrometida y aprovechada señora, “devota” incansable, celestina de amores prohibidos, que hará lo imposible para conseguir los favores de una familia que atraviesa momentos de tensión, todo ello transcurriendo en la Lima de antaño.

La emblemática obra de Manuel Asencio Segura, Ña Catita, es repuesta en las tablas bajo la propuesta del director Neskhen Madueño. Una visión que refleja a la sociedad actual y a la de aquel momento; evidenciando que el chisme, los prejuicios, los obstáculos, el perdón y el amor siguen siendo los mismos, con la única diferencia en los contextos y sus matices.

Una apertura con música de jarana y jolgorio -detalle clave en el desarrollo de la puesta- invitaba al público a seguir las canciones con las palmas y susurros, las canciones criollas que marcaron una etapa. El buen manejo del lenguaje característico de la Lima que despertaba a la vida republicana fue contundente. El elenco trabajó con esmero el uso del sarcasmo y los dichos populares. Los intervalos a son de guitarra entre escena y escena le otorgaron un plus dinámico a la obra, que trascendía al argumento sencillo de la versión literaria.   

Actuaciones individuales bien construidas, llamando la atención la gracia y picardía del personaje de Don Alejo –interpretado por Alberto Vidarte- o la marcada pose inflexible de Doña Rufina –interpretada por Angélica Iturbe- y, por supuesto, la audacia e hipocresía de Ña Catita  –interpretada por Ella Sánchez-; completando el elenco Camino Aguirre, Gonzalo Núñez, Karla Lozano, Liz Roggero y Gabriel Cedrón.

Lo cierto es que esta pieza teatral nos recuerda que, al menos una vez, hemos tropezado con personas como esta señora, a quien las ansias de saber todo y crear enredos le jugaron finalmente una mala pasada. Ña Catita representa la imagen no solo de una persona, sino de una sociedad rebasada por la curiosidad y el ímpetu de algunos de sus miembros, en utilizar esa información para armar conflictos y malos entendidos. Una obra familiar y ligera, con elementos que conjugan los momentos jocosos, con un ejercicio de autocrítica a nuestro accionar en determinadas circunstancias de la vida.

Maria Cristina Mory Cárdenas
27 de septiembre de 2017

domingo, 24 de septiembre de 2017

Crítica: LA PIEDRA

La piedra de los cuestionamientos humanos

¿Se imaginan un momento de la historia de la humanidad donde las guerras hayan cesado por completo? Esta es la realidad ficticia que nos presenta La piedra, del dramaturgo Christian Saldívar, bajo la dirección de Fiorella Díaz, con las actuaciones de Rebeca Ráez y Liz Navarro. Esta pieza es el tercer montaje de los cuatro que la Escuela Nacional Superior de Arte Dramático presentará en el 2017 como parte de su ciclo de temporadas profesionales.

La piedra nos transporta a un escenario desértico y rocoso, donde los personajes Uno y Dos entablan una conversación filosófica sobre sus sentimientos hasta cierto punto frustrados. Nunca se llega a saber si realmente los personajes son humanos, animales o algún tipo de ser mitológico; sin embargo, Uno y Dos son capaces dentro de la obra de transmitirnos aquellos cuestionamientos que el ser humano se ha hecho desde siempre. La obra nos muestra a estos personajes en un contexto antinatural para ellos mismos: mientras que Uno es un ser carroñero y es el único sobreviviente de su especie por la escasez de muertes, Dos es un ser que busca trascender y morir por una causa “heroica” en un mundo donde ya no hay conflictos ni lugar para héroes de guerra.  El montaje nos muestra a dos personajes que están viviendo en un contexto que va en contra de lo que su naturaleza exige. Uno, al ser un ave carroñera, come lo que encuentre muerto a su paso; esto, dentro de un contexto de paz donde la muerte escasea, lo obliga a pasar hambre, razón por la cual toda su especie se ha extinguido. En su naturaleza no está matar para comer, sino esperar a que haya muertes a su alrededor. Por otro lado, Dos es un ser que busca vivir un conflicto en medio de tanta paz, una prueba de que por naturaleza el hombre buscará el drama, buscará de alguna manera que el conflicto sea parte de su vida para sentirse útil, para poder retarse a sí mismo.

El montaje contaba con una estética con colores sepias y plomos, llena de códigos que nos transportaba a los espectadores a un ambiente desértico, donde parece que nada puede cambiar. La escenografía y los vestuarios fueron cruciales para que este montaje se entendiese en 360 grados, una buena decisión. Los personajes eran claramente diferenciados, se notó la posición de cada uno desde el inicio, por lo que la relación entre ambos se entabló naturalmente y en progresión a lo largo de la obra. Esto fue soportado por la interpretación de ambas actrices, cuyo manejo de texto estuvo rico en imágenes, muy bien logrado con una pieza llena de metáforas y demás usos de subtexto. Todos estos elementos estuvieron atinadamente explotados, sin caer en el riesgo de regodearse en un texto lleno de cuestionamientos filosóficos. La obra exigía habilidades físicas que manejaron muy bien. Sin embargo, tuve la ligera sensación de un cierto desborde de energía por parte de ambas actrices en algunos momentos, sobre todo al inicio de la obra. Esto suele pasar en varios inicios de obras teatrales, lo que yo llamaría el “síndrome del inicio teatralizado”, es decir, querer comenzar una obra “teatralizando” el teatro, lo que implica un sobreesfuerzo en el  inicio. En el caso de La piedra, solo se dio en los primeros instantes, pues después lograron calibrar el manejo de energía vocal y corporal. Un elemento que resalta en el montaje es el de una gran roca con la que Uno tiene una relación metafórica: solo come los insectos que encuentra muertos debajo de ella y la llama madre. Esto constituye una especie de cadena metafórica, que le impide tomar acción para conseguir la comida que necesita para sobrevivir: no lo deja tomar decisiones y que, de algún modo, siempre lo está vigilando. 

La piedra es una invitación a no dejar de lado aquellos cuestionamientos que la naturaleza humana no puede obviar: la reflexión sobre la vida, la muerte y la necesidad del conflicto en nuestra existencia. Sin embargo, no tomemos esta obra como una manifestación pesimista de la vida: que sea una invitación a que cada vez más personas tomen acción sobre los males que nos aquejan, una invitación a desligarnos de aquella piedra que nos pueda estar impidiendo tomar una decisión asertiva.

Stefany Olivos
24 de septiembre de 2017

lunes, 18 de septiembre de 2017

Crítica: FRAGMENTOS

¿Y si se juntan los fragmentos?

Un cumpleaños, la excusa perfecta para que ocho amigos se reencuentren después de mucho tiempo, en una etapa que combina los cambios propios que trae la “madurez” de los 30, con los conflictos de una generación marcada por una especie de culto a la superficialidad, a la enajenación y a la hipocresía. “Fragmentos” es una original propuesta escrita y dirigida por el también actor Carlos Galiano. La obra narra con total franqueza y ciertos toques de crudeza y humor, una realidad que es evidente hoy por hoy en la llamada generación de los “millennials”, que parece dejarse llevar por sus deseos de reconocimiento, por un excesivo egocentrismo y, al mismo tiempo, por un incontrolable miedo al fracaso… ¿Te suena familiar?

En cuanto al espacio escénico, un elemento llamativo fue el hecho de permitir que el espectador visualice a través de la imaginación los artículos que complementaban la puesta (cuadros, copas, botellas, etc.): ello permitía enfocarse más en la acción y esencia de cada personaje; sin embargo, el manejo profesional de la utilería por parte de los actores le daba vida y realismo a cada elemento. Considero, en general, que la intención del director fue centrarse precisamente en el fondo más que en la forma. Los flashbacks (desplazamientos bruscos hacia el pasado en el eje temporal) engranaban y explicaban muy bien la narrativa de la historia.

Un elenco acertado y experimentado (Manuel Gold, Karina Jordán, Mayella Lloclla, Sebastián Monteghirfo, Mikhail Page, Gisela Ponce de León, Jely Reátegui y André Silva) con un plus importante: son amigos más allá de la ficción, lo cual se reflejó en la naturalidad y fluidez de la interacción entre ellos. Particularmente, sorprendieron en sus peculiares roles Mayella Lloclla (una joven superficial) y Mikhail Page (el chico cool).

Historias que se entrelazan, que reflejan la poca tolerancia y empatía con la que nos tratamos los unos a los otros; la careta que trata de ocultar las debilidades de cualquier ser humano; la envidia y la frustración que se mezclan para mostrar al espectador el quiebre de un grupo de muchachos que enfrenta de distinta forma la vida y, probablemente, el encuentro en esta reunión será el principio de un cambio o tal vez, una reafirmación de su identidad como seres individuales, pero también, como parte de una sociedad que necesita con urgencia encontrar coincidencias y unir aquellos fragmentos que la reconstruyan como un todo, diverso sí, y al mismo tiempo más humano.

En definitiva, una obra que permite sentir y ver más allá, para revalorar los lazos de amistad y reencontrarnos con la esencia de lo que realmente somos. Cabe destacar, que aunque parezca dirigida a un público joven, esta pieza de un solo acto no puede encasillarse, puesto que el público adulto también podría darle una lectura propia, permitiéndole conocer más a esta generación.

Maria Cristina Mory Cárdenas
18 de septiembre de 2017

Entrevista: CARLOS GALIANO, SEBASTIAN MONTEGHIRFO y JELY REÁTEGUI

DIRECTOR Y PARTE DEL ELENCO DE LA OBRA “FRAGMENTOS”

Oficio Crítico estuvo presente en la función previa al estreno de la obra "Fragmentos", la misma que se presenta en el teatro del Centro Cultural de la PUCP. Conversamos con Carlos Galiano, dramaturgo y director de la puesta; así también con los actores Sebastián Monteghirfo y Jely Reátegui, quienes nos contaron sus impresiones acerca del argumento y la experiencia de ser parte de este proyecto teatral.

¿Cuál fue tu primera idea para realizar esta puesta ("Fragmentos")?

C.G.: “La idea surge hace como seis años, cuando empecé a percibir que había algunas características comunes entre los jóvenes de mi generación que se distinguían claramente de la juventud de las generaciones anteriores, parece que había algún tipo de carencia particular, un tipo particular de careta que mostraba cierta especificidad y que podía tener elementos dramáticos para montarse en una obra de teatro, ese fue un primer impulso, y con ese impulso convoqué a mis actores a ver si les interesaría contar una historia de ese tipo y todos se sumaron inmediatamente.”

Fragmentos es una obra que nos enseña muchas cosas y la lectura que un espectador puede darle a un determinado argumento puede variar. Pero la coyuntura es un factor importante en esta puesta.

C.G: “En épocas anteriores y ahora, creo yo, desde la conformación de la República somos individuos sin núcleo, nuestra Nación no existe, no tenemos un referente digamos, patriarcal, que nos dé una identidad, y entonces andamos por el mundo dando tumbos y abrazando a la primera persona que nos muestra un poco de cariño y traicionando a esas personas; y eso lo podemos ver en el ámbito afectivo pero también en el ámbito social; los limeños, y eso lo sabemos todos, somos altamente hipócritas, jugamos mucho con las máscaras y sabemos jugar bastante bien con el deprecio hacia el otro camuflado por un falso interés ¿no?, y esas heridas que son las mismas que generaron el conflicto armado interno hace 25 años son las mismas que permanecen y que espero que podamos modificar a tiempo para que no nos lleven a otra crisis de ese tamaño en algún momento cercano de nuestra historia."

Por su parte, Jely Reátegui comenta: “Todos nosotros somos muy amigos hace tiempo, siempre hemos querido trabajar juntos y esta ha sido la oportunidad perfecta para hacer algo grupal y con corazón de grupo, entonces siento que ahora a los casi 30 años, que tenemos todos en elenco, en la vida real y en la ficción, siento que tenemos la suficiente experiencia de vida y laboral para contar las cosas que queremos contar y criticar las cosas que queremos criticar ahora ¿no? Sobre los jóvenes, sobre quiénes somos, sobre por qué somos así, sobre por qué nos comportamos de tal o cual manera… En esta obra es como que la gente no se encuentra, no se halla, es como quién soy, cómo me relaciono con el otro, las carencias infinitas y los vacíos emocionales enormes que tenemos porque tenemos mucha imposibilidad de relacionarnos con el otro, de verdad, de corazón, porque todo es muy egoísta, todo es para nosotros, hay mucha envidia, mucha hipocresía pero también, mucha sonrisa entonces es como asumir quiénes somos realmente".

De otro lado, Sebastián Monteghirfo nos dice: “Hay mucha gente que tiene en la cabeza que es difícil trabajar entre amigos, pero tener ese proceso para mí, es como eliminar todo eso, el director y el dramaturgo de la obra es Carlos Galiano, es un amigo mío de hace muchos años y todos los del elenco hemos trabajado y los conozco hace mucho tiempo, desde que prácticamente comenzamos todos, porque somos de la misma promoción, la misma generación y trabajar juntos para mí ha sido un regalo de la vida, poder hacer teatro que es lo que más nos gusta, entre amigos, con la disciplina, el rigor que plantea Carlos desde un principio… una historia espléndida, qué más se le puede pedir a la vida… quién no tiene un grupo de amigos que ha dejado de frecuentar, tus amigos del colegio, tus amigos del instituto, de la universidad, pero que han sido tus amigos, han sido un grupo y los dejas de ver, pasado el tiempo hay gente que cambia, hay gente que no cambia, hay gente que sigue teniendo la misma esencia pero ha cambiado algunas formas de pensar o tiene puntos de vista distintos de determinado planteamiento o tema pero, finalmente, son tus amigos… con esta obra te invitamos a fortalecer esos vínculos, que la gente valore la amistad real… Fragmentos es un granito de arena en eso, en no juzgar a la gente, en saber que tenemos dos puntos de vista distintos pero seguimos siendo amigos y que eso no nos va a alejar o no debería alejarnos porque la amistad es lo más importante”.

Finalmente, director y elenco invitaron al público a disfrutar de este drama juvenil en el Centro Cultural de la PUCP, de jueves a lunes a las 8:00 p.m.

Maria Cristina Mory Cárdenas
18 de septiembre de 2017

Crítica: EUTANASIA

La cultura del espectador

El teatro es un agente de cambio. Es un arte al que le toca hablar de temas que se suelen evitar socialmente. En esta ocasión, la obra Eutanasia, escrita y dirigida por Gianfranco Mejía, nos cuenta la historia de Valeria, una joven que sufre de esclerosis múltiple y desea someterse a la eutanasia y cómo es que su entorno se relaciona con esta decisión; todo esto dentro de un contexto peruano, donde la práctica de la eutanasia está prohibida.

Parte de la apreciación de una obra de teatro está en la experiencia del espectador y de cómo se va creando un ambiente adecuado para la representación. Me decepcionó mucho que, una vez iniciada la función, se haya dejado entrar gente mientras que los encargados de hacerlos pasar iluminaban las butacas con una linterna. Esto me pareció una total falta de respeto a los espectadores que llegamos a tiempo a la función, pues lo que menos esperamos es que la misma gente de la producción boicotee su propia obra. Eso provocó que durante toda la obra, cada vez que había un apagón o un cambio de escenografía a oscuras, la gente se dé la libertad de hablar o comentar la obra creando un barullo constante. Hay algo que yo llamo “la cultura del espectador”, la que se está cultivando poco a poco en nuestro país: acostumbrar a los consumidores de teatro a llegar a tiempo a las funciones, que apaguen sus celulares, que no hagan ruidos para no desconcentrar a los actores, y un largo etcétera.  Una producción que hace entrar al público incluso después de 20 minutos de iniciada la función, da una imagen poco profesional a todo el equipo implicado.

Pasemos a la misma representación.  Espacialmente le sacaron el jugo a los niveles que el teatro ofrecía, pues solucionaron bien los cambios de espacios que la obra propone. Por otro lado, mi sensación final de la obra es de haber visto una representación muy general de un tema polémico. En primer lugar, no vi realmente personajes construidos en la historia, sino posiciones o roles. Los personajes no tenían rasgos específicos, sus comportamientos resultaban predecibles, llegando en algunos momentos a ser casi inverosímiles. Sin embargo, debo excluir de esta afirmación al actor Reynaldo Arenas, cuyo trabajo resaltó notablemente.  El personaje del padre (Pedro Olórtegui) me distraía por una especie de “canto” o ritmo repetitivo que tenía cuando decía sus líneas. En el caso de Valeria (Milagros López Arias), fue un personaje que cayó en el cliché del enfermo terminal. Eso, ojo, no siempre se debe al trabajo actoral, sino también al texto que sostiene la representación; los suyos parecían muy impuestos para un personaje con las características que la obra proponía. La dramaturgia me resultaba a veces muy inocente para tratar el tema que quiso tratar.

Me parece que la obra podría haber funcionado mejor si se ajustaban algunas “tuercas” en la información que daban los personajes. Todo gira alrededor de la aplicación de la eutanasia y, cuando finalmente sucede, esta se da como si nada, en el mismo hospital donde supuestamente está prohibido aplicarse. Ese es un vacío de información que quizá no muchos lo noten, pero hay que tener ese nivel de detalle y cuidado cuando se escribe una obra, mucho más si se representa.

Un caso como el de Valeria podría estar pasando justo ahora. De esta obra, me quedo con algunas interrogantes. El problema no está en si la eutanasia es válida o no. Para preguntarnos eso, hay que ser capaces primero de ponernos en el lugar de la otra persona.

Stefany Olivos
18 de setiembre de 2017

jueves, 14 de septiembre de 2017

Crítica: EL ÚLTIMO VERANO

Lo que nos deja el último verano

El teatro Mocha Graña está presentando actualmente en temporada El último verano, pieza escrita por el dramaturgo peruano Cristhian Palomino y dirigida por Javier Merino. La obra nos cuenta la historia de dos colegialas y mejores amigas, Liz y Brisa, que en su último año de colegio recuerdan un hecho que las marcó unos años atrás: Emil, un muchacho con quien Brisa vivió la experiencia del primer amor. Él guardaba un secreto: sufría de esquizofrenia. A lo largo de la obra vemos la interacción de estos personajes y cómo es que a esa edad le hacen frente a problemas y situaciones cada vez más extremas.

El espectador, desde que ingresa a la sala, se da con una escenografía que pareciera que puede acomodarse para situarnos en diferentes lugares: paredes blancas, tres entradas y un piano en medio. Esta estructura fue la base para toda la obra, valiéndose de pequeños elementos y de las interpretaciones para llevarnos eficientemente de lugar en lugar. Como detalle, el uso de color blanco en la escenografía permitía que la iluminación envolviese completamente el espacio, creando la sensación de que la escena crecía en volumen en ciertos momentos de la obra.

La interpretación de los cuatro actores estuvo a la altura del montaje. En esta obra hubiese podido haber el peligro de llevar las características de la edad y de la enfermedad a un punto inverisímil o dibujado. Sin embargo, esta obra logró el justo medio, sobre todo en la relación de los tres personajes principales. El personaje de Emil, por ejemplo, llevó la interpretación de la esquizofrenia por el lado de un comportamiento acelerado, nunca se notó un esfuerzo extra en este tema. Los personajes de las chicas jóvenes, sobre todo el personaje de Brisa, lograron transmitir esa vivacidad de los 15 y 16 años que la obra requería. Me dio la impresión de que el personaje de Liz, sobre todo en el segundo acto, se volvió un poco plano, pues recurría a comportamientos un poco clichés hacia el final. Debo reconocer que quedé gratamente sorprendida por el personaje de Bianca y por cómo la actriz pudo interpretar a tres personajes, cada uno con características específicas, logrando un trabajo al que vale dar una mención honrosa.

La obra está estructurada en dos actos. Sin embargo, no noté que entre el primer y segundo acto se haya cuajado la obra completamente. Yo sospecho que en este caso el problema viene desde la dramaturgia: durante el segundo se da nueva información que, para la relevancia que termina teniendo dentro de la historia, no logra cuajar en el espectador porque hay muy poco tiempo para su desarrollo. Esto pasó en la aparición de Dianita, el último personaje que aparece en la obra que termina teniendo casi tanta relevancia como Emil.

El último verano es un montaje que toca temas de inclusión social y respeto, en un contexto de jóvenes que recién están aprendiendo a lidiar consigo mismos y a relacionarse. Si bien nos muestra una historia de mejores amigas y de jóvenes que se enamoran – algo que puede parecer típico –, la obra tiene mensajes que todo tipo de público podría ver. Se juega mucho con la relación entre un hecho traumático y la culpa que viene casi inmediatamente, la cual impide que uno mismo logre salir temporalmente de aquel hecho. Por ejemplo, Emil empieza el cuadro de esquizofrenia luego de la muerte de un familiar. Este juego se ve en el título: a pesar de que han pasado dos años desde que vivieron aquel verano, para Brisa y Liz aquel fue  “su último verano”.

Como ya mencioné, esta obra es sugerida para todo tipo de público. No nos dejemos llevar con la apariencia de que es una obra juvenil, a veces son precisamente esas obras las que terminan diciéndonos mucho más sobre cómo funciona una sociedad.

Stefany Olivos
14 de septiembre de 2017

lunes, 11 de septiembre de 2017

Crítica: VIGILIA DE NOCHE

Relaciones fragmentadas

Dos hermanos se reencuentran en la cremación de su madre junto a sus esposas, una de ellas ofrece a la otra pareja quedarse en su casa por esa noche; es a partir de esta reunión forzada (los hermanos han estado distanciados) que saldrán a la luz viejos rencores, secretos a voces y una realidad, que evidencia lo desgastadas que pueden verse las relaciones humanas en general.

Vigilia de noche es la propuesta que trae al MALI el director Carlos Acosta. Obra escrita por el sueco Lars Noren, en versión de Daniel Veronese; un drama con toques de humor ácido -por momentos- que narra los conflictos, en apariencia cotidianos (crisis matrimoniales, infidelidades, odios, frustraciones, falta de empatía, etc.), pero que vistos desde otra perspectiva, dan cuenta de la fragilidad de las relaciones, no solo de pareja; puesto que, si expandimos el contexto a las relaciones sociales de hoy, podremos observar lo difícil que resulta construir lazos de afecto duraderos y puntos de equilibrio que nos recuerden que vivimos en comunidad.

Para empezar, un detalle interesante fue el preámbulo de los actores, preparando la escena y presentando partes de su texto, dejando una cierta expectación por lo que vendría. De otro lado, un elenco compacto que se complementa entre sí -conformado por Luis Alberto Urrutia, Giselle Collao, Yamil Sacin y Andrea Montenegro- y desarrolla de forma intensa el conflicto y la contraposición de ambas parejas, que se alían y desunen por momentos. Pese a ciertos pasajes delirantes, sostener el dramatismo todo el tiempo fue un tanto complicado, la atención y conexión se perdía y volvía (tal vez por la duración de la obra: 100 minutos). Así también, una escenografía bastante común, que no trasmitía mucho en el transcurso de la puesta; los objetos servían puntualmente como apoyo de las acciones de los personajes.

La obra puede tener distintas lecturas: personas insatisfechas con su vida, seres complacientes y sin voz propia, relaciones desgatadas y destructivas -que quizá nunca fueron relaciones verdaderas-; todo ello, reflejando con cruel dureza un escenario que bien podría ser el que se vive actualmente con el vaivén de la inmediatez. Aunque tampoco puede negarse que, gran parte de nuestras relaciones con los demás tendrán bastante que ver con la primaria relación entre nosotros y nuestros padres, situación en la que esta pieza teatral coloca al espectador que desea ir más allá en la interpretación de su contenido.

Maria Cristina Mory Cárdenas
11 de setiembre de 2017

martes, 5 de septiembre de 2017

Crítica: EL ARCOÍRIS EN LAS MANOS

El arcoíris de Marita

El pasado 01 de septiembre tuvo lugar en el Centro Cultural España el pre-estreno de El arcoíris en las manos, del dramaturgo Daniel Fernández  bajo la dirección de Dusan Fung. Esta es la historia de Marita, una mujer transgénero, a quien podemos conocer desde la perspectiva de cuatro personajes cercanos a ella. Esta obra constituye una nueva propuesta dentro de los escenarios limeños que cuenta con los elementos necesarios para sorprender gratamente al público.

Los espectadores entran a la sala al mismo tiempo  que los personajes se dirigen a sus asientos dentro del escenario, pareciera que la concentración de los actores se compenetra con la del público. Así comienza El arcoíris en las manos, una obra que nos lleva a un viaje de reflexiones acerca de personas como Marita -o Mario-, una persona que sueña y lucha por logros personajes, y cómo se ve afectada por una sociedad poco “tolerante” como la limeña. Ojo, la obra no solo ataca el lado de la discriminación a nivel social a la comunidad LGTBIQ: la obra también nos muestra el modo de pensar de generaciones anteriores a la de Marita, dentro de la misma comunidad, con una perspectiva que está acostumbrada a vivir escondida y reprimida socialmente. Por otro lado, podemos ver la falta de aceptación de la madre de Marita, quien usa los prejuicios y ofensas más arcaicos que podemos imaginar. Esta variedad de perspectivas, representadas en cada uno de los personajes, son fuentes valiosas de verdades que socialmente se suelen esconder: la situación tan en desventaja que la comunidad LGTBIQ tiene en nuestra sociedad. Es interesante cómo la obra cumple un rol informativo respecto a ese tema, sin necesidad de tomar una postura tajante. A lo largo de la historia hay pequeños monólogos en los que vemos a los personajes en una situación de plena sinceridad, donde el público juega el papel de juez de paz dentro del conflicto. 

Tenemos desde el inicio un escenario que no cambia durante toda la obra dividido en dos espacios: el cuarto de Marita y un espacio que funcionalmente se va convirtiendo en diferentes ambientes. La obra contó con un manejo escenográfico práctico, donde la música, un cambio de luz y la representación actoral bastaban para indicarnos los cambios espacio-temporales de manera efectiva. El montaje contó con actores cuya representación estuvo a la altura, sin llegar a mostrarnos personajes que caigan en prejuicios o clichés. En escena vi personajes verdaderos, llenos de particularidades y contradicciones que me captaron desde el primer momento. Los actores nunca salieron de escena: se observaban entre ellos, incluso interactuaban, lo que daba una sensación de que los personajes eran observados – juzgados-  todo el tiempo, sin derecho a privacidad. En más de una ocasión, los personajes hablaban hacia el público, indicación que colaboró con la construcción de una atmósfera cómoda, sincera. Sin darme cuenta, escuchar y ver a los personajes hablando hacia nosotros me hacía sentir incluida a sus mundos internos, creando una relación de complicidad empática.

Estamos en tiempos en los que cada vez aparecen más voces luchando por una sociedad con las mismas oportunidades para todos. Esta obra es una de esas voces. Depende de nosotros, espectadores, estar dispuestos a escucharlas: estar dispuestos a tener un arcoíris en las manos.

Stefany Olivos
5 de setiembre de 2017

lunes, 4 de septiembre de 2017

Crítica: LA HIJA DE MARCIAL

El pasado que aparece

El teatro de la Universidad del Pacífico, es testigo de la ópera prima del director y guionista Héctor Gálvez, quien conjuntamente con Maricarmen Gutiérrez, ha montado esta obra, que trata un tema tan recurrente en nuestra historia como doloroso: Los desaparecidos en el Perú. Si bien, ya se ha tratado en otras puestas, el enfoque y estilo audaz de esta obra –que fue una de las ganadoras del concurso de dramaturgia “Sala de Parto 2015”- es digno de ver y aplaudir.

La Hija de Marcial, está basada en una historia real, que cuenta cómo Juana –destacada interpretación de Kelly Esquerre-, es informada que el cuerpo hallado en el patio de un colegio de su pueblo, pertenece a su padre, desparecido en durante el conflicto interno y al que ella nunca conoció. Ahí empezará una odisea para esta joven, quien en su afán por enterrar a su padre para que su alma descanse; verá interrumpida su misión por la engorrosa burocracia del sistema, por las autoridades de su pueblo y, peor aún por la propia comunidad.

Diferentes elementos hacen de esta obra una propuesta diferente, para empezar, una escenografía básica, pero al mismo tiempo, muy atinada –compuesta por una fachada de colegio, una excavación donde yacían los restos, efectos proyectados por un monitor, etc.- permitiéndole al espectador situarse en el momento.

Cabe precisar, que se trata de una obra para adultos, por lo que, la desnudez de los personajes (las viudas), interpretadas con total profesionalismo por los actores Beto Benites y Julián Vargas, fue una escena inesperada; sin embargo, bien justificada, cuidada por el juego de luces y la postura –casi coreográfica- de los actores. Particularmente, el sentido que encuentro para presentar a estos personajes desnudos, es que en su rol de viudas, representaban a esas personas indefensas, las que se quedaron, las que no tuvieron otra opción más que resignarse a vivir de un recuerdo y, probablemente no tendrían la misma suerte de Juana, que vio aparecer los restos de su padre sin haberlo buscado; por eso en su aparición le piden a la joven que agradezca esta oportunidad y muestre más afecto por la memoria de su padre. Aunque, la interpretación –en este caso de la obra- es un ejercicio tan personal, que cada quien podrá darle una lectura distinta.

La lucha de Juana será un desafío, pues lo paradójico de la puesta, es que en el trayecto, ese cuerpo pasa de ser una víctima del terrorismo al verdugo que propicio la maldad e injusticia de aquellos años; lo cual dará un giro a todo lo que la protagonista había creído hasta ese momento. Entrará en un conflicto entre seguir con su vida o continuar esperando y cumplir con su cometido. Allí, tendrá mucho que ver su novio –interpretado por Gerald Espinoza- un personaje que encarna el prejuicio y egoísmo en que cae el ser humano cuando se ve preso de situaciones difíciles.

Con un final que retumba para recordarnos que el “juicio social” pesa tanto, que no nos permite reconciliarnos como sociedad. Sin duda, olvidar lo que sucedió no es una opción, hechos tan injustos y terribles no deben olvidarse, precisamente para que no vuelvan a ocurrir. Pero, sí es importante que personas como Juana, que también han sido víctimas de los errores ajenos, no vivan perseguidas por ese estigma y puedan cerrar el pasado de una forma digna.

Maria Cristina Mory Cárdenas
4 de setiembre de 2017