viernes, 23 de junio de 2017

Crítica: INFORTUNIO

Entre Eros y Tánatos

Con Infortunio nos encontramos ante un dramaturgo (Gino Luque) y un director (Mikhail Page) que han venido generando controversias sobre sus trabajos, controversias muy saludables, porque permiten a doctos y legos confrontarnos ante experiencias estéticas no concesivas en las que se demanda una participación más activa y comprometida del espectador. El arte teatral es un acontecimiento vivo y presente, siempre en constante evolución y reflexión, donde la estética del acontecer nos sitúa en experiencias extra cotidianas, que no siempre buscan la complacencia pero sí una vinculación y la construcción compartida de un sentido, más allá de gustos y preferencias.

Del texto parte una exigencia hacia el espectador, cosa que Page ha asumido con todo el compromiso que el riesgo de la creación también exige; ética y moral no pueden estar al margen y si esto sucede es la negativa del espectador a querer ver(se en) el mundo que habita, pues sí, el mundo de hoy tan globalizado que ha modificado las fronteras de lo personal y de lo íntimo por el uso de las redes sociales también ha permitido que construyamos nuestros perfiles tal como queremos que nos vean y no siempre como en realidad somos, en un mundo donde la violencia nos invade y donde la pregunta parece ser si la pasión siempre nos conducirá a la tragedia. Así como con Tristán e Isolda, no se puede dejar de pensar en Romeo y Julieta o en el triángulo de Bodas de sangre, ¿es que tendremos que escoger entre lo que la sociedad demanda o lo que sentimos quemándonos internamente?

Page construye sobre el escenario una poética de la cual debemos ser cómplices para cerrar el momento, una poética que crea sus propias convenciones de teatralidad desde las cuales debemos compartir una pasión que se desborda en este mundo posmoderno, donde las circunstancias crean su propio marco y que parecen haber estado dispuestas a la manera de un oráculo griego, pero que en verdad son construidas por sus propios protagonistas. Eros y Tánatos nos atrapan sin escapatoria.

Evidentemente no es una obra que concede, su trasgresión nos obliga a responder si entramos, fisgoneamos mórbidamente o nos desprendemos totalmente, no hay puntos intermedios. Nada hay naif, ni siquiera las citas directas a determinadas películas y directores de cine que conectan una serie de referentes que pertenecen al imaginario colectivo y que hacen un guiño a los gustos estéticos del director.

Un montaje de atmósfera sórdida, construida por una acertada iluminación (Carmenrosa Vargas), donde el erotismo y la sexualidad discurren con una potencia avasalladora por este mundo perturbador cuyos personajes parecen ser sus únicos habitantes. Si bien se puede caer en la tentación de elogiar la dupla Iker (Eduardo Camino) y Amaia (Katerina D'Onofrio), los trágicos amantes, en realidad es el cuarteto que se sostiene a sí mismo, sumemos pues a Ainoa (Karina Jordán) y a Markel (Sebastián Monteghirfo), sus respectivas parejas; sin embargo, pareciese que la velocidad del director termina rebasando a todos. Lo que no desmerece el trabajo de sostener presencias con personajes que construyen diferentes planos que se abren hasta revelarnos mundos interiores de oscuras profundidades.

El espacio que busca ser funcional en los niveles y en su ausencia de color, se presta muy bien para el juego escénico de la presencia constante del otro, para la mirada del otro. La dirección de arte (Gisella Ramírez), sin dejar de lado su enfoque minimalista, necesita exploraciones que linden y acompañen los riesgos de la mirada del director. En este sentido, el espacio permite que el espectador todavía tenga el chance de refugiarse en el anonimato, algo que se construye en la relación de la escena con la sala; si el texto puede convertirse en el gran pretexto para que el director grite aquello que necesita gritar, el espacio debe convertirse en el adecuado soporte para una teatralidad que no termina en el espacio de la representación.

“Diferente” es la palabra que suele acompañar a dramaturgo y director cuando se refieren a la obra, algo innecesario pues la diferencia es inherente a la creación artística. Page cumple su rol con eficacia y audacia en un medio donde la búsqueda de la “buena puesta en escena” es la medida de la creatividad. Definitivamente, complacencia y comodidad no es algo que encontraremos en este montaje, pero sí casi dos horas de intensidad si aceptamos el reto de sumergirnos en estos mundos posibles que solo el teatro es capaz de darnos.

Beto Romero
23 de junio de 2017

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