lunes, 29 de agosto de 2016

Crítica #399: ZORROS A LA VISTA

El gallinero alborotado   

Actor y educador egresado del Teatro de la Universidad Católica (TUC), Miguel Pastor es especialista en el dictado de talleres que permiten la libre expresión de los más pequeños. Actualmente trabaja como docente de Artes Creativas en el Centro Educativo Privado Hiram Bingham, pero como director viene estrenando obras de variada temática para toda la familia: en 2007, Lucero de Belén de Juan Rivera Saavedra y la primera temporada de Zorros a la vista, escrita por el propio Pastor; en 2008, Dos viejas van por la calle de Sebastián Salazar Bondy; en 2009, de Mario Vargas Llosa, Día Domingo y especialmente, la excelente adaptación para la escena de Los cachorros; y en 2010, una irregular versión de Bodas de sangre de Federico García Lorca. Este año, Pastor vuelve con el reestreno de Zorros a la vista en el Centro Cultural El Olivar, una simpática comedia en la que el papel de Pastor como director, y que además interpreta al Juglar, cobra importante protagonismo.

Pastor busca reivindicar el juego como instrumento educativo, tomándose su tiempo para aplicarlo en la presente puesta en escena, a través de algunas dinámicas con los más pequeños antes de iniciar la historia propiamente dicha. Resulta interesante como los niños entran al escenario y de manera lúdica el Juglar les enseña no solo a respetarlo, sino que les explica que la historia que verán es ficción. Justamente, una vez iniciada, esta resulta sumamente sencilla: los torpes zorros Casimiro (Juan Carlos Pastor) y Clodomiro (Esteban Phillips) no logran capturar a las delicadas y alegres gallinitas Teodora (Eileen Céspedes), Leonora (Carmela Izurieta) y Doradora (Paola Chacaltana), a pesar de sus constantes esfuerzos. Pero el interés del espectáculo no parece radicar en estos fallidos intentos (a los pocos minutos las aves son capturadas), sino en la posibilidad que tienen los niños, con la ayuda del Juglar, de terminar la historia como ellos decidan.

Zorros a la vista tiene a su favor un elenco carismático y una cuidada producción, que se luce especialmente en el vestuario; sin embargo, las coreografías con música peruana se podrían aprovechar mucho más, reemplazando además con las voces del elenco al innecesario playback. Pastor y El Juglar Asociación Cultural consiguen una puesta en escena lúdica y vivencial, acaso potenciando demasiado las virtudes de Pastor como profesor-animador por encima de la historia principal en sí, pero transmitiendo con claridad el mensaje principal, que consiste en optar siempre por la pacífica convivencia entre especies diferentes, temática muy pertinente en estos tiempos violentos tan difíciles que atraviesa la sociedad y la humanidad en general. Zorros a la vista, a pesar de tener una duración algo dilatada, es una interesante y didáctica puesta en escena, realizada con mucho oficio ganado por Pastor a lo largo de los años.

Sergio Velarde
29 de agosto de 2016

miércoles, 24 de agosto de 2016

Crítica #398: PADRES DE LA PATRIA

La paternidad responsable y democrática   

Explorando las posibilidades para integrar sus dos profesiones, el actor y psicólogo Javier Echevarría viene presentando un tercer unipersonal con su particular estilo reflexivo, luego del singular éxito que obtuvieron Sin pecado original (2012), en donde se propiciaba el abandono de la victimización para tomar las riendas de nuestras propias vidas; y Se busca emprendedor (2014), en donde se fomentaba el seguir la verdadera vocación para encontrar el éxito. Pues bien, en Padres de la Patria, Echevarría acierta ingeniosamente al destacar en el espectador el paralelo existente entre la política y la vida en familia, siendo la democracia el objetivo final para convertirnos en ciudadanos de bien para la sociedad. Se trata pues, de un intachable espectáculo con las mejores intenciones y que no descuida el plano teatral, conjugando toda una serie de formatos para enriquecer la puesta en escena.

Presentada por la Biblioteca Nacional del Perú (BNP), estrenada en el Teatro Mario Vargas Llosa de San Borja y con la dirección de Armando Machuca (responsable de Forever Young), Padres de la Patria mezcla sin tropiezos stand up comedy, charla motivacional, sketches cómicos y narración oral: inicia Echevarría interpretando al nuevo presidente en medio de un mitin, burlándose así de la clase política en general, pero destacando la analogía existente entre el poder que implica ser un líder político y el de ser un padre de familia. Teniendo entonces el espectador el concepto claro del espectáculo, el actor (interpretando a un bebé) nos muestra los diferentes escenarios en los que un niño puede nacer: en medio de familias tipificadas como autoritarias, permisivas o anárquicas; alternando también con la narración de cuentos (recordando su experiencia de la mano de Francois Vallaeys); para finalizar con una charla interactiva con el público para redondear la puesta.

A destacar el buen desempeño de Echevarría, tanto como actor y como terapista de grupo según lo requerido por la puesta, mostrando carisma y oficio en el escenario. Buen trabajo también del divertido elenco de apoyo, conformado por Mario Soldevilla, Cary Rodriguez Vera, Marina Gutiérrez y Saussure Figueroa, que interpreta a los diversos personajes que aparecen durante el montaje. Padres de la Patria maneja muy bien sus recursos escénicos, siendo pertinente en estos tiempos post-electorales. Machuca, Echevarría y elenco cuestionan de una manera divertida y reflexiva la justicia, las leyes y las libertades, concluyendo que cada papá y mamá son los verdaderos Padres de la Patria.

Sergio Velarde
24 de agosto de 2016

domingo, 21 de agosto de 2016

Crítica #397: EL TIEMPO Y LOS CONWAY

El tiempo les juega una mala pasada   

Del ingenioso autor británico J.B. Priestley hemos visto repetidas veces Esquina peligrosa (1932), en discretos montajes dirigidos por Oswaldo Bravo y Joaquín Vargas a lo largo de los años; así como Ha llegado un inspector (1946), acaso la pieza más popular del autor, que fuera dirigida con toda la pomposidad posible por Osvaldo Cattone y con suma discreción por Willy Gutiérrez.  Justamente Gutiérrez elige una tercera obra de Priestley, que junta a la primera mencionada y Yo estuve aquí antes (1937) conforman sus “Tres piezas sobre el tiempo”, para inaugurar un nuevo espacio llamado Teatro Aforo XI en Pueblo Libre. El tiempo y los Conway (1937) es un drama de largo aliento, que juega con un necesario quiebre temporal para el desarrollo de su trama en tres actos, que pudo esta vez  llegar a escena acaso de manera más satisfactoria.

La acción se sitúa en la ciudad de Newlingham, Inglaterra en 1919, específicamente en casa de la familia Conway, en donde se celebra el cumpleaños de una de las hijas, Kay (Andrea Brissolese), quien convenientemente es aspirante a novelista, como sí lo es la Maud Mockridge de Esquina peligrosa. En este primer acto, conocemos a la acomodada familia que celebra el final de la guerra y además, sus sueños que se cumplirán en el futuro, para luego terminar con Kay sumida en un profundo sueño. En el segundo, nos encontramos en la misma habitación, pero dieciocho años más tarde, y nos enteramos que todos los miembros de los Conway han fracasado en sus vidas. Y en el último acto volvemos al inicio, exactamente donde terminó el primero, con la confusa Kay despertando y dándose cuenta acaso del irremediable destino que le espera a su familia y amigos.

Gutiérrez afirma que fue un gran riesgo elegir esta pieza en especial para llevarla a buen puerto, contando además con un joven elenco y (con contadas excepciones) poca experiencia sobre las tablas, para interpretar a diez personajes con una fuerte carga dramática y de diferentes edades. En ese sentido, algunos conflictos puntuales resultan rescatables e interesantes, gracias a los oportunos gestos y silencios que manejan los actores, como el triángulo amoroso formado entre Joan (Cynthia Bravo), Robin (Johan Escalante) y Alan (Narayana Campos); así como la infructuosa relación entre Madge (Andrea Valdivia) y el abogado Gerald (Emma García). El tiempo y los Conway, estrenada en el nuevo Teatro Aforo XI, cumple con ser un discreto homenaje a un autor tan interesante con Priestley.

Sergio Velarde
21 de agosto de 2016

jueves, 18 de agosto de 2016

Crítica: FIESTA DE PROMOCIÓN

Porque recordar es volver a vivir   

Director y autor: Gianfranco Mejía
Elenco: Carolina Álvarez, Gianfranco Mejia, Renzo Del Carpio, Fabiola Benavente, Andrea Reta, Antonio Lopez, Jimena Venturo, Jair Águila, Darío Gálvez, Wendy Rodriguez, Rod Diaz Sanchez, Roxana Chávez, Hernán Sotomayor y Brunela Cano.
Lugar: Teatro Julieta (Pasaje Porta 132, Miraflores)

Llega esta comedia refrescante y juvenil donde más de uno estará en aprietos. Esta puesta en escena busca que los espectadores se identifiquen con los personajes. Debo recalcar que es una obra teatral de peso, no solo por la gran actuación, si no por la edad que reflejan los actores. A pesar de su buen trabajo, muchos de ellos no cumplen con el prototipo juvenil que requiere la puesta en escena; pero por lo demás, te robarán más de una sonrisa con sus ocurrencias, cantarás con los soundtracks que ponen en cada escena.

Es fascinante volver a revivir esta etapa estudiantil, donde la atmósfera del último día de clases es cada vez más intensa. ¡Cómo no recordar a aquellos compañeros de clases que en todo el año se la pasaron sin hacer nada! ¡Al grupito de los más populares, a los palomillas que buscan sacar de sus casillas a los profes, a los aplicados o como diríamos nosotros: a los más lornas  del salón! Pero cuando llega la hora de decir adiós, tocan fondo, porque saben que hoy culmina una etapa de sus vidas. Se llevan con ellos los buenos deseos por parte de sus maestros y amigos, se enteran a última hora que algunos de sus compañeros ingresaron a la universidad. Además, que la otra parte no sabe qué hacer o qué estudiar.

Como si fuera poco, está la duda de la mayoría del salón: si irá a la Fiesta de Promoción, como habían quedado. También está la preocupación por parte de la chicas de cómo irán vestidas, los chicos si anotarán o no después de la fiesta de promo. También nos enteramos de las confesiones de amor de última hora, las roturas amorosas, la convivencia de los ex, las inesperadas reacciones de los más lornas del salón en la fiesta que termina en pelea. Como también las decisiones que se toman a última hora, además del gran mensaje que nos dejan.
Si aún no tienes planes este fin de semana, te invito a ver la obra “porque se dice que uno siempre vuelve a recordar los sitios en los que fue feliz”.

María Victoria Pilares
18 de agosto de 2016  

miércoles, 17 de agosto de 2016

Crítica #396: LA CASA LIMPIA

Los trapos sucios en casa   

Sarah Ruhl es una joven y prestigiosa dramaturga norteamericana, a quien conocimos en nuestro medio gracias a Plan 9: tanto El celular de un hombre muerto (2007) como En la otra habitación (o la obra del vibrador) (2010) se estrenaron exitosamente con la dirección de David Carrillo y la actuación protagónica de Vanessa Saba. Es el turno ahora de la mencionada productora para cerrar por el momento esta trilogía, esta vez con una pieza escrita con anterioridad por Ruhl: La casa limpia (2004), finalista del premio Pulitzer. Se trata de una comedia dramática que explora, en primer lugar, la disfuncional relación entre dos hermanas muy diferentes entre sí: la imperturbable doctora Lane y la nerviosa ama de casa Virginia; para luego terminar presenciando los últimos días de una enferma terminal llamada Ana, nada menos que la amante del esposo de Lane; y en medio de estas historias, la joven brasileña Matilde, una aprendiz de comediante huérfana que detesta la limpieza, pero que trabaja inexplicablemente limpiando la casa de la doctora.

El director Carrillo, especialista en comedias de este calibre, maneja con sabiduría los recursos artísticos que dispone para el presente montaje en el Teatro Larco. Si bien es cierto el primer acto demora un poco en arrancar al presentarnos la dinámica de las hermanas y lo absurdo de la presencia de Matilde como empleada doméstica, la posterior aparición de Charles (el esposo de Lane) con su amante en casa de la doctora, en el segundo acto, dispara la coartada dramática en la que Ruhl acierta con creces: el cáncer terminal que aqueja a Ana no solo le servirá a Lane para comprender el verdadero significado del perdón, sino que también Matilde terminará descubriendo su verdadero potencial como comediante. Un emotivo conflicto que funciona adecuadamente en medio de una escenografía aséptica, que privilegia los colores blancos como el marco de esta historia de risas, llanto, dolor y compasión.

Si bien Carrillo vuelve a contar con la presencia de la eficiente Vanessa Saba, interpretando a la doctora Lane, es Vania Accinelli quien asume con sobriedad y carisma el rol protagónico como la divertida Matilde; se nota el esmero con el que ha construido su personaje, demostrando su enorme versatilidad, la misma que notamos desde su debut en ¿Qué tortura? Por otra parte, Natalia Torres como Ana y Omar García como Charles, el esposo de Lane, acompañan apropiadamente; pero es Claudia Bérninzon la que sorprende con el personaje de Virginia, hilarante y conmovedora a la vez. La casa limpia entretiene con el sarcasmo de las situaciones extremas que atraviesan sus personajes, pero también conmueve con la titánica lucha que deben enfrentar los pacientes con cáncer. Sarah Ruhl es una interesante dramaturga a quien se le debe seguir la pista.

Sergio Velarde
17 de agosto de 2016

Crítica: MI NOMBRE ES 23

La aceptación del payaso   

Quizá son pocas las veces en que uno decide, por voluntad propia, cuestionar su vida: ¿Quién soy? ¿Hacia dónde estoy yendo? ¿Qué quiero de la vida? Sea como sea, estoy seguro de que no tendremos respuestas absolutas ni definitivas a esas preguntas, pero lo que sí obtendremos serán las sensaciones que nuestras propias respuestas nos dejarán: tranquilidad, alegría, preocupación… o tal vez arrepentimiento. Habiendo dicho esto, ¿se animarían a hacer la prueba?

Bueno, el pasado viernes 12 de agosto, en la Casa Paya de Barranco, alguien sí se atrevió: un payaso, y a la fuerza nos hizo a todos hacerlo con él. Este payaso llamado 23, interpretado por César García (Los Fabulatas, Casi Don Quijote) y dirigido por Paloma Reyes de Sá, hizo que sea posible encontrar en su vida de intentos (sí, de intentos, porque intentó enamorar, intentó trabajar, intentó ser alguien), una realidad que nos toca a todos, ¿o es que acaso hay alguno de nosotros que no intente ser alguien en la vida?

Es así que la gran riqueza de este unipersonal hecho por un payaso no está en la constante interacción con el público (ni los que bajaron al escenario ni el espectador que es tomado como “punto” durante toda la función), ni en los chistes, ni en la “joda”, que nos hicieron casi reventar el pecho de tanta risa. No, eso no es lo mejor porque eso es lo que todos esperamos de un payaso. Lo mejor de Mi nombre es 23 no reside en lo que este payaso nos dijo con risas sino en lo que nos dijo con lágrimas, y es que nadie espera que un payaso te enfrente a tus propias decisiones y a la reflexión sobre éstas.

Para mí, el momento clave de la obra es cuando 23 se dice a sí mismo “soy un payaso” y lo hace despectivamente, llorando, sintiendo que no tiene ni futuro ni espacio en el mundo de hoy, pero después se da cuenta de que esa es su naturaleza y no hay nada de malo ni equivocado en ella. 23 se conoce, se asume y se acepta, y sabe que si algo podrá lograr en su vida, debe de ser partiendo de su verdad: él es un payaso y ese es su camino. Esa transformación me parece valiosísima.

Cuando terminó la función no pude dejar de preguntarme cuál es el lugar de la vocación hoy en día cuando nuestras decisiones de vida están más ligadas al éxito económico. Si alguien siente que su vocación es ser payaso, ¿debajo de cuánto maquillaje de seriedad lo ocultaría para ser productivo y exitoso en otra cosa? Esta obra me hizo ver que no importa si mi nombre es 23 o Daniel o María o José. Lo que importa es encontrar nuestro camino y seguirlo.

Tuve la suerte de ver esta obra en su último día pero viene reposición, así que no se lo pierdan.

Daniel Fernández
17 de agosto de 2016

sábado, 6 de agosto de 2016

Crítica: EL MONTAPLATOS, TRAMPA PARA DOS ACTORES Y UNA AUDIENCIA

No olvides que preguntar es peligroso   

Un cuadrado blanco a modo de escenario delimita el espacio que será utilizado. Dos sillas blancas están dentro del cuadrado blanco y tienen un revólver debajo de cada una de ellas. Hay dos actores frente a nosotros, uno calentando la voz y el otro con los ojos vendados, esperando el momento de empezar (¿o es que ya empezaron?). De pronto, un hombre se levanta de entre el público, lanza una señal y ahora tenemos rock en la sala. Una canción rock suena fuerte mientras que en escena, el actor que calentaba nos observa, reconoce su espacio y algo empieza a entender, pero ni su compañero ni nosotros lo hacemos.

Así se inicia El Montaplatos, obra de Harold Pinter y dirigida por Joaquín Vargas, el mismo director que con Piaf nos mostró, paso a paso y por tres horas, la vida de la cantante en un montaje detallista para poder conocerla y entenderla, esta vez, y por menos de cincuenta minutos, ahora nos pone frente a un montaje en donde nada está claro y lo certero es lo último que se nos ofrece. Estamos en una trampa, los actores y nosotros.

Es así que El Montaplatos resulta una prueba para el espectador, quien sin lugar a dudas estará intentando entender lo que está pasando: ¿Qué hacen Ben (Juanjo Espinoza) y Gus (Fernando Luque) en esa especie de sótano y a quién esperan?, ¿por qué les empiezan a mandar mensajes a través de un montaplatos?, ¿quiénes son los que les mandan los mensajes?, ¿por qué les pide comida griega y paella?, ¿por qué los hombres deciden solucionar los pedidos enviando las pocas cosas que Gus tiene en su maletín?, ¿por qué los extraños se queda con las papas fritas de Gus? Muchas preguntas surgen en el público, pero también en Gus, quien a diferencia de Ben, no lidiará con lo desconocido por medio del silencio. No, Gus no se calla, pregunta y el querer saber casi siempre incomoda, especialmente al poder y al sistema.

Por eso, quizás la línea más reveladora de la obra es una que le corresponde a Ben: “No pienses y haz tu trabajo”. Es probable que esa sola línea nos sea suficiente para reconocer en Ben a una sociedad cada vez más preocupada en hacer que la gente se dedique a producir y no a pensar (haciendo posible que surjan líderes políticos que, por ejemplo, al despreciar la cultura llegan al colmo de esconder murales artísticos tras pintura amarilla), una sociedad en donde los pasatiempos ya no tienen un límite claro entre su objetivo de brindar relax y el peligro de hacer que se deje de pensar.

Viendo el color blanco que resalta en escena, pienso en Gus como la oveja que un día abandonó el rebaño y aunque no sepa bien por qué lo hizo, sí sabe que hay algo que ya no es igual. No se la pierdan.

Daniel Fernández
6 de agosto de 2016

miércoles, 3 de agosto de 2016

Crítica: HISTORIAS PARA SER CONTADAS

Lamentos prolongados   

Teatro Mocha Graña presenta Historias para ser contadas de Oswaldo Dragún, dirigida y adaptada por Cristian Aldoradín e Isabel Korzo Park. Con las actuaciones de Carmen Amelia Álvarez, Juan Pablo Bustamante, Luis Cárdenas-Natteri, Herbert Corimanya, Isabel Corzo y Ángel Portocarrero.

Todo inicia con cuatro historias de la vida cotidiana, narradas por un gran elenco; cabe resaltar el trabajo impecable que tienen los actores, como la puesta en escena y de cómo ellos logran transmitir en el espectador sus vivencias narradas, llevándonos desde el goce  al sufrimiento.

La primera historia contada es del Mono que se convirtió en hombre: todo transcurre con el origen del hombre primitivo y de cómo ellos aprenden a descubrirse, dándose cuenta que con el trabajo van evolucionando. La segunda historia es del Vendedor de pelotas: narra el caso de un hombre de familia que se ve obligado a trabajar a pesar del dolor insoportable  de muela; siente que su mujer no lo comprende y le exige llevar el dinero a casa, tomando así la decisión de irse a trabajar, puesto que olvida guardar reposo por indicaciones del doctor y termina por que darse loco por el dolor de muela.

La tercera historia es de la Peste bubónica en África del Sur: esta historia narra cómo Panchito Gonzales se siente responsable por enviar carne de rata para el consumo de la población de África, dando lugar a su despido y con la conciencia culpable por las decisiones equivocadas que tomó. La cuarta historia, la del Hombre que se convirtió en perro, narra el conflicto de personalidad que llega a tener un hombre  debido al trabajo que le ofrecieron como perro de una cochera; además, por el trato de su pareja que lo lleva a dudar y actuar como un animal.

En estas historias, los personajes nos muestran una realidad agridulce, donde nos sumergen y envuelven con cada historia. Esta obra es una llamada de atención a sensibilizarnos y de liberarnos de aquellos prejuicios que tengamos. Es importante saber para quién y para qué se trabaja; finalmente es el hombre quien decide su camino y quienes lo condicionan. Pero bueno, esa es otra Historia para ser contada.

María Victoria Pilares
3 de agosto de 2016  

martes, 2 de agosto de 2016

Crítica: ILUSA

El espectador decide a dónde va   

Una mujer trabaja con una máquina de coser. Coge retazos de tela, los mete bajo la aguja de la máquina y cose, sin parar, mecánicamente, casi sin pensar o quizá lo único que realmente hace es pensar y recordar.

Lo narrado es lo que vimos en Ilusa, una breve propuesta escrita y dirigida por Alfonso Santistevan (Vladimir, La puerta del cielo) en el marco de la Residencia para la Investigación y Creación Escénica (RICE), espacio experimental de creación multidisciplinaria ofrecido por el colectivo Imaginario Colectivo a tres directores teatrales (junto a Santistevan, este año también estuvieron Rodrigo Chávez y Paloma Carpio), para que durante un mes y en un espacio determinado, experimenten y creen lo que sea que el lugar les inspire.

Pero si bien mencioné que lo que vimos fue a esta mujer cosiendo, es en lo que ocurrió con el público, donde tenemos que detenernos. Y es que si bien la obra fue protagonizada por Marivel Ariza, creo que sería adecuado decir que fuimos los espectadores los verdaderos protagonistas.

Santistevan empezó la función repartiendo textos, a quien quisiera, para que sean leídos en el orden y momento que los voluntarios desearan y estos textos fueron, junto a uno de la actriz, los únicos que hubo. A medida que los espectadores con texto leían, nos enterábamos de los recuerdos de alguien, una nieta o un nieto, y mientras esperábamos a que algo ocurra en escena, la mujer seguía cosiendo. Los recuerdos hablaban de un abuelo que no cumplió con el hogar, un abuelo que decepcionó a su mujer y a su familia, pero en escena, la mujer solo seguía cosiendo.

Y así seguimos esperando que algo ocurra, imaginando qué podría pasar mientras escuchábamos el sonido de la máquina, cosiendo sin parar, y a la mujer que la manejaba incólume a nuestra necesidad de acción. Fue ahí cuando la obra se trasladó de la escena al público y fuimos nosotros quienes armamos la historia, quienes le dimos sentido al texto. Fuimos los espectadores quienes nos volvimos el nieto o la nieta que intentó no decepcionar a la abuela, como sí lo hizo el abuelo, y nos dedicamos a trabajar sin descanso para no equivocarnos queriendo vivir, tal y como lo hacía esa mujer, atada a su máquina y cosiendo sin parar, pero sin dejar de recordar.

No es común presenciar una obra en donde la acción dramática resida casi en la ausencia de esta y en donde las emociones que surgen en el espectador dependan más de su necesidad de que algo ocurra que de que sean el actor o el director los que los convenzan de sentir algo específico, porque si esta propuesta resultó en comedia o drama para alguien, lo fue por su propia decisión y según hacia dónde cada uno quiso que lo lleve la historia.

Definitivamente, Santistevan entendió el espíritu de la RICE y nos hizo entrar en su pequeña trampa dramática. Los testigos lo agradecemos.

Daniel Fernández
2 de agosto de 2016

lunes, 1 de agosto de 2016

Crítica #395: CONTRACCIONES

 Los excesos del capitalismo salvaje   

Con tan solo 35 años, el premiado dramaturgo inglés Mike Bartlett sigue presente en nuestra cartelera teatral limeña. El director Mikhail Page ya se encargó de dos de sus piezas más celebradas: Love, love, love (2015) en el Centro Cultural de la Católica y Cock (2016) en el Teatro de Lucía. Le toca el turno ahora al novel director Lucho Tuesta llevar a escena, en este último espacio, Contracciones (Contractions, 2008), adaptación del autor de su propia obra radiofónica escrita un año antes. La pieza, una feroz comedia de nigérrimo humor, está estructurada en base a una serie de entrevistas entre la gerente de una empresa multinacional y una de sus jóvenes trabajadoras, respecto a una cuestionable política corporativa en la que se ve involucrada la vida sentimental de esta última.

La dramaturgia de Bartlett es especialmente crítica hacia la sociedad en la que le tocó vivir y si bien es cierto, en Contracciones deja de lado las atribuladas relaciones amorosas en sus piezas anteriormente citadas, aquí apunta su artillería hacia la insensibilidad con la que los empleadores manejan no solo el trabajo, sino la vida de sus empleados. La joven Emma,  quien ostenta excelentes cifras de ventas en su nuevo empleo, comete el “error” de relacionarse sentimentalmente con un compañero laboral. Este hecho alerta a la gerencia, pues ve peligrar el rendimiento laboral de Emma. Se inicia así el desmoronamiento tanto físico como psicológico de la joven, hasta límites verdaderamente insospechados (aunque el título de la pieza ya lo hacía sugerir), ante la aterradora posibilidad de perder su trabajo si no acepta las condiciones impuestas por sus empleadores.

Impecables trabajos interpretativos de Sandra Bernasconi y Fiorella Pennano, dos actrices de registros diferentes pero perfectamente conectadas en escena. Especialmente Pennano, que atraviesa una variada gama de emociones como la guapa Emma. La dirección de Tuesta es sobria, privilegiando el desempeño actoral frente a una propuesta escenográfica aséptica, sencilla y contemporánea, que vuelve aún más inquietante la trama. Contracciones recuerda mucho al tenso duelo jerárquico de Oleanna de David Mamet, pero también bebe de las fuentes del teatro del absurdo, como La lección de Eugene Ionesco, especialmente en las últimas secuencias del montaje. Bartlett desnuda con mucha pertinencia al capitalismo más excesivo y despiadado, que deja desamparados a los seres humanos solo por haber firmado una simple hoja de papel. Muy recomendable.

Sergio Velarde
1° de agosto de 2016